22M y derecho de pernada

Ambrogio Lorenzetti: Escena de abusos («Alegoría del buen y del mal gobierno»).

Ambrogio Lorenzetti: Escena de abusos («Alegoría del buen y del mal gobierno»).

Rondaba sin duda los ochenta años. Sonreía como si le fuera la vida en ello y de su mano izquierda sobresalía el consabido cartelito con un folio de color grapado sobre madera contrachapada en cada una de las caras. No recuerdo los pasquines dispuestos en ellos y a la vista de todos, sobre todo de los curiosos que los leían con detallada determinación, ni si tenían la intención de censurar al gobierno en general, a alguno de sus miembros en concreto o se dirigían -lo más probable- a algunas de sus políticas hitlerianas. De lo que sí me acuerdo con meridiana claridad es que no tenía gorrita de pana, ni un pañuelo palestino al cuello, ni lanzaba consignas injuriosas… ni quemaba contenedores, por supuesto. Vestía y actuaba de manera tan corriente y natural paseando al lado de su esposa y dando la mano libre a alguno de sus nietos que bien podría decirse que estaba guardando cola en el cine en lugar de vindicando lo que pensaba que le había sido robado.

     Me lo quedé mirando casi con descaro y a la mente me vinieron imágenes, de manera espontánea como en una historia que otros te cuentan. Pasó por su vida una guerra civil en la que, con alta probabilidad, pereció alguno de sus familiares importando poco el bando que le tocara defender; una guerra mundial en mitad de la crudeza desastrosa de la posguerra que seguramente le obligara a comer mondaduras de patata, una dictadura de exiliados, ausencia de derechos y más fusilamientos, como si no hubiesen bastado los de años atrás; una extraña transición de extraño desapercibimiento; un golpe de estado de imprevisibles consecuencias y agarrotamiento civil tras sufrires anteriores; la crisis de los noventa, y que ya olvidamos; la guerra, o invasión más bien, de Irak (y van tres)… Todo ello renunciando a hacer referencia a las propias angustias y desasosiegos personales en mitad de toda tragedia externa que no ha sido autoelegida. Y ahí está el colega, con casi ochenta años y sin perder la esperanza en un cambio global, luchando por lo que considera justo para él, para sus hijos, para sus allegados, para la sociedad en general…
   A este tipo corriente, de pelo escaso, jersey de pico y camisa a cuadros un Iluminati, portavoz del Gobierno de Madrid como si este cargo hubiera de estar a disposición judicial, lo ha llamado sin reservas miembro de la extrema izquierda. Podríamos decir, también sin reservas, que dicha idea supera con creces cualquier concepción del término estúpido contenido en la RAE, pero lo más grave es que demuestra ser un irresponsable moral. Habremos de pensar entonces que este buen señor buscador de derechos, con todas sus virtudes y defectos es indudablemente más dañino para la sociedad (y de ahí las retenciones a la entrada de Madrid, las cargas policiales para desalojar Sol) que los tres miembros de la extrema derecha, pertenecientes a grupos neonazis y que justo la semana pasada fueron puestos en libertad en la misma capital a pesar de haber suplantado a la policía y ser detenidos cuando tenían en su poder dos revólveres, dos escopetas, munición y hasta chalecos antibalas. Lo definió a la perfección Sartre: “el infierno son los otros”, los que piensan como yo no suponen peligro alguno.

A saber, el modelo político en el que se basan quienes ostentan el poder procede del medioevo y es característico del feudalismo. En breve se instaurará el Ius primae noctis. Al loro con los registros civiles. Sé que puede resultar algo excesivo, sino sarcástico al menos, mi resolución, pero de igual modo que existen quienes juzgan con dureza a aquellos países, árabes para más saber, que viven sin juicio ni lógica, estancados en el costumbrismo primitivo por no haber pasado por la Ilustración se me hace necesario rememorar una de los fundamentos básicos que apuntó su padre Voltaire: “no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”.

Por mi parte, admiro al anciano ese de extrema izquierda, que mantiene su firmeza de protestar, de quejarse, de patalear hasta el éxtasis aunque lo insulten aquellos señores feudales que ostentan la misma autoridad moral que un Playmobil. Y si él, con todas las indignidades que ha sufrido tiene esperanza, ¿qué derecho tengo yo a perderla?

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«El Martín Fierro» (1872-1879)

Martin Fierro by EmaCamU

Martin Fierro by EmaCamU

Nuestros hermanos y hermanas argentinos también tiene su Quijote, y su Cantar de Gesta. Nuestros hermanos y hermanas de allende el océano tienen un héroe inveterado, columna vertebral de la literatura argentina y considerada por muchos una de sus obras cumbre. El autor es el poeta, político y pensador José Hernández, y el héroe por excelencia al que es inviable toserle sin sentirse profundamente afectado es el gaucho Martín Fierro.

Dividida en dos partes de muy diferente argumento y sentido, este épico poema escrito en contundentes y metódicas sextillas pulcras (más allá de algún que otra licencia puntual en virtud de la necesidad) es un canto a la libertad del individuo frente al estado y a la realidad de injusticia a la que debe hacer frente. Evidentemente influida en su desarrollo por el propio proceso socio-político en Argentina y la rebelión jordanista de la que formó parte activa Hernández, autoexiliado en Uruguay por sus vínculos con la revuelta, la primera parte del poema escrita en 1872 y con el nombre de «El gaucho Martín Fierro», también conocida como «La ida»,  es según mi entender notoriamente más lúcida y poderosa en virtud del sentir revolucionario del autor ante la dictadura de Sarmiento a la que no se cansó de hacer frente apoyando a los gauchos. Ya a su regreso a su país natal y formando parte del Gobierno, escribe y publica «La vuelta de Martín Fierro», de similar calidad literaria, pero algo más dispersa en contenido y donde vuelca en su personaje casi mítico su evolución hacia un pensamiento mucho más enraizado y asentado quizá sin la necesidad de retornar a los orígenes, a la naturaleza, al recurso del «buen salvaje», y por ello también menos crítico con la sociedad y el estado.

Las injusticias cometidas contra Fierro son las cometidas contra la humanidad, la lucha sostenida por Fierro la que todos y todas habríamos de sostener con firmeza.

«Nací como nace el peje,
en el fondo de la mar;
naides me puede quitar
aquello que Dios me dio:
lo que al mundo truge yo
del mundo lo he de llevar.


Mi gloria es vivir tan libre
como el pájaro del cielo;
no hago nido en este suelo,
ande hay tanto que sufrir;
y naides me ha de seguir
cuando yo remonto el vuelo.


Yo no tengo en el amor
quien me venga con querella;
como esas aves tan bellas
que saltan de rama en rama;
yo hago en el trébol mi cama
y me cubren las estrellas.


Y sepan cuantos escuchan
de mis penas el relato,
que nunca peleo ni mato
sino por necesidá,
y que a tanta adversidá
solo me arrojó el mal trato».

«Muchos quieren dominarlo (al caballo)
con el rigor y el azote,
y si ven al chafalote
que tiene trazas de malo,
lo embraman en algún palo
hasta que se descogote.


Todos se vuelven pretestos
y güeltas para ensillarlo:
dicen que es por quebrantarlo,
mas compriende cualquier bobo,
que es de miedo del corcovo,
y no quieren confesarlo. 


El animal yeguarizo
(perdónenmé esta alvertencia)
es de mucha conocencia
y tiene mucho sentido;
es animal consentido:
lo cautiva la pacencia. 


Aventaja a los demás
el que estas cosas entienda;
es bueno que el hombre aprienda,
pues hay pocos domadores
y muchos frangolladores
que andan de bozal y rienda».

Obligada voluntariedad

 

Córdoba, a 20 de noviembre de 2013

Estimada señora María Isabel*:

Mi nombre es Antonio M. J. y no, no busque entre sus papeles, que no me conoce de nada, ni a mí ni a mi esposa, Carmen L. D., enferma de Alzheimer desde hace casi diez años e ingresada en una residencia privada hace poco más de seis meses porque ya no podía hacerme cargo de ella en mi domicilio como consecuencia del deterioro físico y cognitivo ocasionado por dicha enfermedad.

Una vez leídos estos poco exhaustivos datos objetivos que comparto en el primer párrafo de esta carta puede contemplar dos posibles opciones. La primera y más incómoda correspondería a seguir leyendo estas letras en las que, con respeto y humildad, pero con toda la indignación de la que soy capaz y a la que me conduce la desesperación, critico y sanciono la gestión y la administración de los bienes que habiendo de servir de desahogo a todos los andaluces y andaluzas, especialmente los más necesitados de atención, no cumplen la función social que se les atribuye y a cuyos falaces objetivos hace referencia la propia Junta de Andalucía en sus presupuestos generales en la sección correspondiente a la Atención a la Dependencia:
– Consolidar el liderazgo de Andalucía en el desarrollo y consolidación del Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia.
– Garantía de acceso a las prestaciones para las personas en situación de dependencia, que tienen derecho a las mismas
– Racionalización de los plazos para el reconocimiento de la situación de dependencia y la aprobación del Programa Individual de Atención.

 Alzheimer's by kscreations

Alzheimer’s by kscreations

El caso es que -como decía- usted no conoce a Carmen, mi esposa, y tal vez por eso –igual que sucede con muchas otras familias- resuelve con tanta ligereza sobre su situación, ya que al fin y al cabo es la persona responsable de firmar las resoluciones, según criterios tan absurdos como inextricables sin ejercer con valor la capacidad que igualmente le corresponde de buscar soluciones alternativas a la debacle a la que la administración andaluza, y de manera concreta su Delegación, somete a las personas en situación de Dependencia. Y lo más grave no es que decida, con un leve movimiento de pluma, la suerte de los demás, sino que con ello demuestra su falta de sensibilidad práctica y efectiva ante los problemas de los ciudadanos y ciudadanas que han depositado en ustedes su confianza. El tema es tan simple que no hay por dónde agarrarlo: Carmen, con una situación reconocida de Dependencia de Grado III, Nivel 1 -el grado máximo como ha de conocer-, tenía concedida una prestación para asistir a la UED “S.R.”, pero debido al deterioro general al que antes hacía mención me vi en la necesidad de trasladarla a un centro residencial. De ello di constancia a Servicios Sociales Comunitarios el 14 de junio del presente año, y el 22 de julio se me envía una resolución firmada por usted por la que se le retira la ayuda al causar BAJA VOLUNTARIA del recurso. Curioso el concepto de voluntariedad por el que fundamentan, no ya extinguir la prestación, sino mantenerla aún a la espera de una nueva ayuda habiendo a todas luces empeorado su situación como así lo confirma la solicitud de prestación económica emitida por la trabajadora social de Servicios Sociales de zona. Detengámonos con simplicidad en la acepción concreta del término según la RAE: 2. f. Determinación de la propia voluntad por mero antojo y sin otra razón para lo que se resuelve. Poco más queda por decir ante esta soberana realidad, Señora María Isabel, quizá que ateniéndonos a dicha definición están mucho más cercanos a la voluntariedad (y a la arbitrariedad) los criterios y las bases en los que se fundamentan a la hora de retirar una prestación y tardar meses en volver a concederla (o lo que es peor, incluso valorarla). Deseo de todo corazón que Dios le conserve por siempre un sueldo lo suficientemente alto como para no tener que preocuparse y perder el sosiego con estas historias que sólo afectan al resto de mortales, quienes al menos nunca se habrán de ver en la tesitura de pensar si podrían haber hecho algo más por conceder a todos una vida algo más soportable.

No puedo terminar mi sencilla exposición sin hacer mención concreta al hecho por el que, gracias a su extremo cinismo, me ha decidido a compartir con usted estas reflexiones. La semana pasada estuvo en la residencia realizando entrevistas -a los residentes más autónomos en el plano cognitivo o a los familiares entre los que me hallé- una trabajadora social muy amable de la jaula de grillos que usted gobierna. Perdón por el símil, pero es que me resultó de lo más particular que el motivo de dichas encuestas fuera conocer el grado de satisfacción de los residentes con el centro y la atención que se le prestaba. ¿No sienten ni un nimio pudor al enviar a personas del servicio de Inspección a los diferentes recursos para valorar la atención que se brinda a los usuarios cuando ustedes no les hacen el más mínimo caso en sus necesidades más urgentes? Es como tragarse el camello y colar el mosquito. Una postura farisea y de autocomplacencia. No puedo estar más indignado.

Sin otro particular y esperando su comprensión reciba un abrazo sincero de Antonio, esposo dolorido e impotente de una enferma de Alzheimer que carece de pensión.

* María Isabel Baena Parejo es Delegada Territorial de Igualdad, Salud y Políticas Sociales de Córdoba 

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«Cuentos» (2005)

Monumento a Aldecoa en Vitoria

Monumento a Aldecoa en Vitoria

Existen autores insoportablemente obviados, genios que tal vez por dedicarse casi en exclusiva a la desagradecida labor y nada sencillo arte del relato pasan desapercibidos para el gran público. Un ejemplo paradigmático es Ignacio Aldecoa. Un escritor impresionante e irrepetible, de una sensibilidad y una hondura intachables. Tras leer la colección de cuentos de Cátedra me acuerdo de Manuel Benítez, El cordobés: «más ‘cornás’ da el hambre»… y de mi gente de Cáritas de cada miércoles, que se quitan el pan para dárselo a los hijos, gente de «tripa triste», como el Pedro Lloros de «Los bienaventurados», uno de los excelsos relatos que componen esta antología.

Relatos completos para tiempos de crisis; sin bondades, sin romántica aleación con el mundo de los pobres. Aldecoa no es Hugo, ni incluso Delibes; su realismo social es descarnado y visceral, es un chute de realidad, un uppercut directo al estómago, como diría el padre de Young Sánchez, otro de los depauperados protagonistas a los que da vida el escritor vasco y que llevara al cine de manera irregular el director Mario Camus en los años 60. La obra de Aldecoa es neorrealismo, sin sentimentales «miradas» o nostalgias que te hagan sentir mejor, mucho más cercano a «El limpiabotas» de De Sica, al Buñuel de «Los olvidados» o a la falta absoluta de impostura del «Pickpocket» de Bresson. Delibes se me queda cojo tras Aldecoa, y esto, en muchas de sus magistrales obras, es decir mucho. Pero Aldecoa consigue penetrarte y que sepas algo que no alcanzan a cristalizar otros autores de su generación o del realismo latinoamericano: ser pobre no es bonito ni es causa de digna compasión, ser pobre es una putada, ya seas boxeador, pescador, torero… o vago y maleante, haciendo mía la indeseable terminología usada en la ley del 33.

Leo en un interesante prólogo que Aldecoa se autocalifica de nihilista, pero con esperanza en el futuro, leo también que fue víctima de la necesaria autocensura para ver publicada su obra… De lo primero no me cabe duda, tras terminar al menos con menos desasosiego después de leer el último relato de los Cuentos: «Ave del paraíso», de lo segundo, cada vez estoy más convencido de lo torpes -gracias Dios- que eran los censores del Régimen. ¡Pero cómo no se daban cuenta de las tortas que les metía Aldecoa!.

Justo en el último cuento al que hacía referencia se suelta una verdad gorda: «para saber es necesario sufrir», por eso saben tanto los personajes de Aldecoa y muchas veces, nosotros, comunes mortales, no tenemos mucha idea de nada. Yo aprendo cada día más en Cáritas que leyendo toda la obra de Delibes o de García Márquez. ¡Qué lista es el hambre!

     Un cuento de reyes
El ojo del negro es el objetivo de una máquina fotográfica. El hambre del negro es un escorpioncito negro con los pedipalpos mutilados. El negro Omicrón Rodríguez silba por la calle, hace el visaje de retratar a una pareja, siente un pinchazo doloroso en el estómago. Veintisiete horas y media sin comer; doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar; la mayoría de las de su vida, silbando.
Omicrón vivía en Almería y subió, con el calor del verano pasado, hasta Madrid. Subió con el termómetro. Omicrón toma, cuando tiene dinero, café con leche muy oscuro en los bares de la Puerta del Sol; y copas de anís vertidas en vasos mediados de agua, en las tabernas de Vallecas, donde todos le conocen. Duerme, huésped, en una casita de Vallecas, porque a Vallecas llega antes que a cualquier otro barrio la noche. Y por la mañana, muy temprano, cuando el sol sale, da en su ventana un rayo tibio que rebota y penetra hasta su cama, hasta su almohada. Omicrón saca una mano de entre las sábanas y la calienta en el rayo de sol, junto a su nariz de boxeador principiante, chata, pero no muy deforme.
Omicrón Rodríguez no tiene abrigo, no tiene gabardina, no tiene otra cosa que un traje claro y una bufanda verde como un lagarto, en la que se envuelve el cuello cuando, a cuerpo limpio, tirita por las calles. A las once de la mañana se esponja, como una mosca gigante, en la acera donde el sol pasea sólo por un lado, calentando a la gente sin abrigo y sin gabardina que no se puede quedar en casa, porque no hay calefacción y vive de vender periódicos, tabaco rubio, lotería, hilos de nylon para collares, juguetes de goma y de hacer fotografías a los forasteros.
Omicrón habla andaluza y onomatopéyicamente. Es feo, muy feo, feísimo, casi horroroso. Y es bueno, muy bueno; por eso aguanta todo lo que le dicen las mujeres de la boca del Metro, compañeras de fatigas.
—Satanás, muerto de hambre, ¿por qué no te enchulas con la Rabona?
—No me llames Satanás, mi nombre es Omicrón.
—¡Bonito nombre! Eso no es cristiano. ¿Quién te lo puso, Satanás?
—Mi señor padre.
—Pues vaya humor. ¿Y era negro tu padre?
Omicrón miraba a la preguntante casi con dulzura:
—Por lo visto.
De la pequeña industria fotográfica, si las cosas iban bien, sacaba Omicrón el dinero para sustentarse. Le llevaban veintitrés duros por la habitación alquilada en la casita de Vallecas. Comía en restaurantes baratos platos de lentejas y menestras extrañas. Pero días tuvo en que se alimentó con una naranja, enorme, eso sí, pero con una sola naranja. Y otros en que no se alimentó.
Veintisiete horas y media sin comer y doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar, son muchas horas hasta para Omicrón. El escorpión le pica una y otra vez en el estómago y le obliga a contraerse. La vendedora de lotería le pregunta:
—¿Qué, bailas?
—No, no bailo.
—Pues, chico, ¡quién lo diría!, parece que bailas.
—Es el estómago.
—¿Hambre?
Omicrón se azoró, poniendo los ojos en blanco, y mintió:
—No, una úlcera.
—¡Ah!
__ ¿Y por qué no vas al dispensario a que te miren?
Omicrón Rodríguez se azoró aún más:
—Sí tengo que ir, pero…
—Claro que tienes que ir, eso es muy malo. Yo sé de un señor, que siempre me compraba, que se murió de no cuidarla.
Luego añadió, nostálgica y apesadumbrada:
—Perdí un buen cliente.
Omicrón Rodríguez se acercó a una pareja que caminaba velozmente.
—¿Una foto? ¿Les hago una foto?
La mujer miró al hombre y sonrió:
—¿Qué te parece, Federico?
—Bueno, como tú quieras…
—Es para tener un recuerdo. Sí, háganos una foto.
Omicrón se apartó unos pasos. Le picó el escorpioncito. Por poco le sale movida la fotografía. Le dieron la dirección: Hotel…
La vendedora de lotería le felicitó:
—Vaya, has empezado con suerte, negro.
—Sí, a ver si hoy se hace algo.
—Casilda, ¿tú me puedes prestar un duro?
—Sí, hijo, sí; pero con vuelta.
—Bueno, dámelo y te invito a un café.
—¿Por quién me has tomado? Te lo doy sin invitación.
—No, es que quiero invitarte.
La vendedora de lotería y el fotógrafo fueron hacia la esquina. La volvieron y se metieron en una pequeña cafetería. Cucarachas pequeñas, pardas, corrían por el mármol donde estaba asentada la cafetera exprés.
—Dos con leche.
Les sirvieron. En las manos de Omicrón temblaba el vaso alto, con una cucharilla amarillenta y mucha espuma. Lo bebió a pequeños sorbos. Casilda dijo:
—Esto reconforta, ¿verdad?
—Sí
El «sí» fue largo, suspirado.
Un señor, en el otro extremo del mostrador, les miraba insistentemente. La vendedora de lotería se dio cuenta y se amoscó.
—¿Te has fijado, negro, cómo nos mira aquel tipo? Ni que tuviéramos monos en la jeta. Aunque tú, con eso de ser negro, llames la atención, no es para tanto.
Casilda comenzó a mirar al señor con ojos desafiantes. El señor bajó
la cabeza, preguntó cuánto debía por la consumición, pagó y se acercó a Omicrón:
—Perdonen ustedes.
Sacó una tarjeta del bolsillo.
—Me llamo Rogelio Fernández Estremera, estoy encargado del Sindicato del… de organizar algo en las próximas fiestas de Navidad.
_Bueno —carraspeó—, supongo que no se molestará. Yo le daría veinte duros si usted quisiera hacer el Rey negro en la cabalgata de Reyes.
Omicrón se quedó paralizado.
—¿Yo?
—Sí, usted. Usted es negro y nos vendrá muy bien, y si no, tendremos que pintar a uno, y cuando vayan los niños a darle la mano o besarle en el reparto de juguetes se mancharán. ¿Acepta?
Omicrón no reaccionaba. Casilda le dio un codazo:
—Acepta, negro, tonto… Son veinte « chulís» que te vendrán muy bien.
El señor interrumpió:
—Coja la tarjeta. Lo piensa y me va a ver a esta dirección. ¿Qué quieren ustedes tomar?
—Yo, un doble de café con leche —dijo Casilda—, y éste, un sencillo y una copa de anís, que tiene esa costumbre.
El señor pagó las consumiciones y se despidió.
—Adiós, píenselo y venga a verme.
Casilda le hizo una reverencia de despedida.
— Orrevuar, caballero. ¿Quiere usted un numerito del próximo sorteo?
—No, muchas gracias, adiós.
Cuando desapareció el señor, Casilda soltó la carcajada.
—Cuando cuente a las compañeras que tú vas a ser Rey se van a partir de risa.
—Bueno, eso de que voy a ser Rey… —dijo Omicrón.
Omicrón Rodríguez apenas se sostenía en el caballo. Iba dando tumbos.
Le dolían las piernas. Casi se mareaba. Las gentes, desde las aceras, sonreían al verle pasar. Algunos padres alzaban a sus niños.
—Mírale bien, es el rey Baltasar.
A Omicrón Rodríguez le llegó la conversación de dos chicos:
—¿Será de verdad negro o será pintado?
Omicrón Rodríguez se molestó. Dudaban por primera vez en su vida si él era blanco o negro, y precisamente cuando iba haciendo de Rey.
La cabalgata avanzaba. Sentía que se le aflojaba el turbante. Al pasar cercano a la boca del Metro, donde se apostaba cotidianamente, volvió la cabeza, no queriendo ver reírse a Casilda y sus compañeras. La Casilda y sus compañeras estaban allí, esperándole; se adentraron en la fila; se pusieron frente a él y, cuando esperaba que iban a soltar la risa, sus risas guasonas, temidas y estridentes, oyó a Casilda decir:
—Pues, chicas, va muy guapo, parece un rey de verdad.
Luego, unos guardias las echaron hacia la acera.
Omicrón Rodríguez se estiró en el caballo y comenzó a silbar tenuemente.
Un niño le llamaba, haciéndole señas con la mano:
—¡Baltasar, Baltasar!
Omicrón Rodríguez inclinó la cabeza solemnemente. Saludó.
—¡Un momento, Baltasar!
Los flashes de los fotógrafos de prensa lo deslumbraron.