Muchas veces me ha dado por pensar qué es eso de los derechos y sus múltiples beneficios. Seguro que se debe entre otras paranoias, a no entender muy bien por qué santas razones goza este que suscribe de más derechos (y, por ende, más beneficios) que otras personas que pertenecen a la misma especie que yo, cuyo sistema circulatorio, su bombeo de sangre o su capacidad de raciocinio -salvo problemas físicos o psicológicos del tipo que sea- son idénticos a los míos.
Me cuesta creer que sea debido a la raza, ya que sería discriminatorio, ni que se deba al lugar de nacimiento, pues sería igualmente injusto, o a motivos económicos o culturales, porque estaríamos en la misma situación de tener que asumir que determinados seres humanos tienen más privilegios que otros per se, sin una lógica más allá del subjetivismo y del relativismo más recalcitrantes.
Me cuesta creerlo desde la más mínima objetividad o fundamentación ética. Me cuesta creerlo desde lo realidad que veo, a menos que alguien se haya arrancado los ojos y hasta el alma de cuajo. Y me resulta indignante cualquier argumentación que parta de intereses patrios, laborales o políticos.
Cada mañana, al salir para el currelo a las 8,40 de la mañana me cruzo puntualmente con una persona subsahariana que, a la vera de un semáforo y con un respeto y sonrisa envidiables, trata de vender pañuelos de papel a los conductores que pasan por allí (pañuelos comprados religiosamente en cualquier almacén). Cuando regreso a eso de las 14,30, el tipo sigue allí, con el mismo respeto y sonrisa envidiables. Y si tengo que salir por la tarde -suelo hacerlo a eso de las cinco- el chico aún permanece igual. Con una bicicleta de mierda apoyada en el muro más cercano y ataviado con la ropa oportuna a cada época del año, incluso disfrazado de traje de faralaes o de Rey Mago haga frío, calor o llueva. Y de lunes a sábado mínimo. ¡El colega trabaja más que yo! Bastante. Sigue leyendo