Es bonito leer. No me refiero a saber leer, que también, sino disfrutar con la lectura, tener la posibilidad de evadirse hacia parajes y escenarios desconocidos, con narraciones bien tramadas y escritas con gusto y estilo.
Es bonito leer, vaya, a pesar de que cada vez la mente tiene más filtros. Será cosa de la edad, que lo hace a uno más puñetero y cargado con múltiples gafas cuando observa la realidad y la ficción, no solo las de la presbicia. Ojalá.
Quiero decir que se aprende mucho leyendo, y no siempre por lo que se cuenta, sino más bien por cómo se cuenta, qué personas son buenas cuáles malas y en dónde se pone el acento (o aun la tilde, que se nota más sin hacer el más mínimo esfuerzo).
Como ahora vamos al lío, es preciso informar al respetable que casi todo lo que viene a continuación es un soberano destripe, en toda regla, del argumento de la novela corta «Benito Cereno», de Herman Melville.
«Benito Cereno» se lee con una facilidad y agilidad pasmosas, y no porque sea corta o porque Melville renuncie al simbolismo característico en otras de sus obras, sino porque la historia en sí engancha y responde a las cualidades a las que hacía referencia al inicio de estas líneas: narración bien tramada y escrita con gusto y estilo, aspectos que parecía que el autor de Moby Dick había olvidado en sus últimos años. ¿El problema? Ninguno, solo las gafas personales esas de las que hablaba y que soy incapaz de quitarme. Quizá por eso «Benito Cereno» es una novela imprescindible, pues pocas obras son capaces de mostrar tan a las claras y en tan escaso número de páginas cómo la historia (y la literatura, por ende) es escrita por quienes vencen y no es fácil revertir esta realidad sin encontrar una acusación por revisionismo negacionista o escuchar el consabido: «era el momento histórico». Sigue leyendo