«Memorias de un cazador» (1847)

IvanTurgenev

Ivan Turguénev

    Para quienes solemos estar dispuestos a meterle mano a un libro de relatos sabemos muy bien que no es nada fácil acertar de pleno con el asunto. A la improbable capacidad de un autor para mantener una línea estable de calidad a lo largo de todos ellos, hay que añadir irremediablemente los criterios -a veces del todo ininteligibles- que el compilador elige para incluir en una determinada colección unos relatos en lugar de otros. Así, podríamos decir que la única forma de ser medianamente justo consistiría en meterse entre pecho y espalda toda la obra de un autor y realizar, al menos en mente, una colección particular, aquella que más nos emocione. Obviamente, tan ardua empresa no gozará del beneplácito y la voluntad de todo el mundo, sobre todo si hablamos de autores como Pirandello, Chéjov, K. Dick o algunas damas norteamericanas del sur de mediados del siglo pasado cuya obra de cuentos permitiría, colocados uno sobre otro, alcanzar la luna.

     Turguénev nos ahorra en “Memorias (o Relatos) de un cazador” varios de los supuestos anteriores. El primero que la colección es suya, completita, sin que nadie haya dicho este sí y este otro no, y aunque las primeras ediciones no contuvieran todos los relatos dicha salvedad ya está superada desde la segunda mitad del siglo XIX cuando se publicó el último cuento que escribió el autor para estas memorias cinegéticas, exactamente en 1874, y el orden en el que se hayan incluidos también son fruto de la decisión del autor. La segunda, y no menos importante, es que, a pesar de que la obra está escrita durante unos 30 años, Turguénev, desde luego, es de los mejores narradores que pueden leerse, y no pierde ni un ápice de pulcritud de estilo desde su primer cuento de la colección en 1847. Según convenga a su discurso, el autor ruso usa construcciones largas o frases la mar de escuetas, estilo directo o indirecto libre… sin amoldarse a nada que no vea necesario. Aunque siempre y en todo lugar, aparte del uso de la primera persona, la narración está marcada por un fuerte componente descriptivo, tanto de personajes como de ambiente y de paisaje, creando un clima donde el lector puede sumergirse dentro de la historia y formar parte de ella si no es esclavo de la inmediatez.

      A esas descripciones detalladas. hay que incluir como determinante en el estilo narrativo de esta colección de cuentos, aquellas que hacen referencia nada cordial a la vida y a la estructura familiar y social a las que se hayan sometidos los mujik, en una terrible situación de esclavitud que casi todos acogen desde la normalidad y cuyos sufrimientos, enmarcados dentro de necesidades básicas del ser humano, contrastan poderosamente con las preocupaciones bastante más mundanas y sentimentales que llenan el alma de sus amos y que, convenientemente, Turguénev describe a partir de la segunda mitad del libro. Continue reading

«Mademoiselle Fifi y otros cuentos de guerra» (1882-1887)

Guy de Maupassant

Allá por la segunda mitad del siglo XIX era Maupassant -y de manera que muchos contemporáneos hubieran firmado ciegamente- un escritor más que reconocido en los ambientes culturales de la época en cuestión, con notoria particularidad en el difícil arte del relato de terror. Dicen algunos malpensados -entre los que no me hallo- que buena culpa de ello tienen las drogas y alucinógenos que había de engullir a diestro y siniestro debido a las múltiples dolencias y enfermedades, tanto físicas como mentales, que acabaron por dar con sus huesos en un psiquiátrico del que ya saldría cadáver. También podríamos achacar su fama, igual que si fuéramos seres atolondrados, a su profusa amistad con otro misógino empedernido, Flaubert (quizá con menos excusas familiares que el propio Guy), maestro y al que consideraba como su padre, el cual le abrió las puertas de las veladas de Médan, donde conocería a Zola y Turguénev. Por mi parte, no obstante, prefiero quedarme con la tercera opción, más justa a mi parecer, y que, obviamente, compartiera en vida su exigente y perfeccionista mentor, el nombrado autor de «Madame Bovary»: que Maupassant, más allá de sus locuras y excesos, era un genio.

Precisamente el primer relato de la obra que nos ocupa y que ya te golpea en la cara sin pudor, “Bola de sebo” -en el que se basaron en buena medida Ernest Haycox y Dudley Nichols a la hora de elaborar el guión del paradigmático filme de John Ford “La diligencia” que marcó todo el western posterior de personajes estándares- le supuso tras su publicación una notoriedad inmensa y, desde luego, más que merecida.

La prosa exquisita de Maupassant, que podría verse como antecesora del realismo y del naturalismo a pesar de un estilo marcadamente romántico, se hace presente de manera tan fría y directa en los 17 cuentos que componen esta colección: la emoción se transmite hasta el tuétano por lo descriptivo y pragmático de las crueldades narradas a través de la mirada de un narrador siempre omnisciente, siempre ajeno. Lo corto y directo del relato de inocencia interrumpida de “Dos amigos”, la crueldad presentada en “La loca”… Incluso los dos relatos cómicos, “La aventura de Walter Schnaffs” y “Un golpe de estado”, son molestas piedrecitas en el zapato de la República.
   
Y tantos otros. La guerra no deja un mínimo resquicio para la ternura o la bondad, y Maupassant lo sabe. Su presencia todo lo justifica, por más bárbaro y horrible (en el sentido que se emplea en el cuento homónimo) que objetivamente sea. La impertinencia y autocomplacencia que muestran los indignos viajeros de la diligencia en “Bola de sebo” como honorables servidores del deber cumplido me repugna. La prostituta no es quien entrega su cuerpo; la gran ramera, la burda Babilonia es quien no tiene el más mínimo reparo en vender su alma por salvar el culo y justificarlo con la legítima defensa o la patria, el último refugio de los canallas, que diría Samuel Johnson.

Esto consigue la guerra, esto hace Maupassant en sus relatos, que abraces por momentos al pesimismo como único futuro esperable. Será fruto de su vida, de sus intentos de suicidio, o quizá, sólo quizá, nuevamente de una tercera opción menos dúctil: que en verdad seamos así.

Puedes leer todos los cuentos (y muchos más) recogidos en este recopilatorio pinchando aquí.

Para abrir boca, os dejo con el primer párrafo de «Bola de sebo»:

«Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaban sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables, prontos al terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes».

«Cuentos completos»

Philip K. Dick

Philip K. Dick

Cuando hace meses terminé de leer la última letra contenida en el segundo tomo de “Cuentos Completos” de K. Dick muchos de mis mitos se destruyeron como si una piedra desprendida de la nada hubiese golpeado de nuevo a un ídolo babilónico con pies de barro. Lo que acaba de leer no podía ser tan bueno argumentalmente y mucho menos estar escrito en 1950. Como soy un neófito con escasa fe en mí mismo en lo referente a la literatura de ciencia-ficción contemporánea, exceptuando algunas distopias paradigmáticas como “1984” de Orwell, “Un mundo feliz” de Huxley o «Nosotros» de Zamiatin, mi escaso bagaje se basaba en Welles y Verne (poco contemporáneos, digamos) o la novela gráfica, decidí sacarme de mi error recurriendo de manera metódica a los clásicos de siempre y tragándome sistemáticamente primero el tochaco de 800 páginas “Cuentos Completos I” de Asimov y casi sin respiro las “Crónicas marcianas” de Bradbury, y del que sólo conocía de letra, dibujo e imagen su archiconocida “Fahrenheit 451”. Pues fíjate tú, no es que fuera bueno Dick es que era mejor; tanto, que sus paranoias futuristas resultaron tan avanzadas para la época que hasta el fin de sus días estuvo sumido en constantes problemas económicos, ignorado por el gran público y viendo sus obras publicadas en editoriales de mala muerte a pesar de gozar con el respaldo y el reconocimiento de la crítica.

No obstante, se me hace necesario contener la subjetiva emoción, matizar e ir por partes. Primer dato fundamental y pragmático: Philip K. Dick no es un gran escritor, en el sentido estricto de la palabra, aquel que hace referencia a la persona que escribe bien y usa con proverbial lucidez todos los recursos estilísticos y literarios que le otorga el lenguaje; quien busque eso que lea a Bradbury, sin duda, con el que estoy patidifuso paladeando su retórica. Tampoco es un científico, un buscador de verdades, un estudioso… alguien con el fin de resolver la cuadratura del círculo sin flecos ni cabos sueltos; quien busque eso que recurra a Asimov, algunos de sus relatos (Anochecer, Todos los males del mundo, el lirismo excelso de La última pregunta…) son de una redondez científica y metafísica que asustan.

K. Dick no es ni un excelente escritor ni un científico estudioso concienzudo, sino un loco con sueños estrambóticos, un visionario falto de sensatez y de coherencia, ya lo sabemos, pero honestamente, me la trae la pairo. Sólo puedo decir que en estos tres últimos puñeteros meses no he logrado encontrar una sola película de ciencia-ficción que no se base en una obra de este esquizofrénico (Blade Runner, Minority Report, Destino Oculto, Next, Desafío Total…) o cuyo presupuesto principal no parta de ideas ya avanzadas en alguno de sus relatos (Terminator/La segunda variedad, Matrix/El mundo que ella deseaba, Gattaca/Progenie, Aliens/Cazadores cósmicos…). Pude decirse sin ser demasiado puntilloso que incluso obras consideradas de culto son posteriores y apuntan detalles ya contenidos en algunos de los cuentos de K. Dick: “Soy leyenda” (R. Matheson), “La invasión de los ladrones de cuerpos” (J. Finney) o el “Solaris” de Lem, aunque este último quizá algo más cercano argumentalmente a los relatos metafísicos y cuasi teológicos de Asimov.

La gente que sabe de verdad de esto de la literatura acusa a K. Dick de deslavazado, de perdido, de discontinuo y de no lograr rematar la faena, de manera esencial en sus novelas -los relatos no son tan frágiles a estas concretas debilidades-; pues pocas veces me he sentido tan dichoso de no tener ni pajolera idea de algo, porque lo que busco me lo ofrece este loco con creces: su pasión me invade, me gana y hasta me destruye, me convierte en sí mismo, un esquizofrénico paranoide que cree que todas sus historias inventadas e imposibles son reales y hasta más de presente inmediato que de futuro remoto. K. Dick es tan imperfecto como los mundos que imagina, mas lo repito, como un impostor de mí mismo: me la trae al pairo, y en un presente también más inmediato que remoto ‘perderé el tiempo’ con “Ubik”.

El primer pensamiento que tuvo Anderton al ver al joven fue: «Me estoy poniendo calvo, gordo y viejo». Pero no lo expresó en voz alta. En su lugar, echó el sillón hacia atrás, se incorporó y salió resueltamente al encuentro del recién llegado extendiendo rápidamente la mano en una cordial bienvenida. Sonriendo con forzada amabilidad, estrechó la mano del joven.
—¿Señor Witwer?— dijo, tratando de que sus palabras sonaran en el tono más amistoso posible.
—Así es— repuso el recién llegado—. Pero mi nombre es Ed para usted, por supuesto. Es decir, si usted comparte mi disgusto por las formalidades innecesarias.
La mirada de su rubio semblante, lleno de confianza en sí mismo, mostraba que la cuestión debería quedar así definitivamente resuelta. Serían Ed y John: todo iría sobre ruedas con aquella cooperación mutua desde el mismo principio.
— ¿Tuvo usted dificultad en hallar el edificio? — preguntó a renglón seguido Anderton, con cierta reserva, ignorando el cordial comienzo de su conversación instantes atrás. Buen Dios, tenía que asirse a algo. Se sintió lleno de temor y comenzó a sudar.
Witwer había comenzado a moverse por la habitación como si ya todo le perteneciese, como midiendo mentalmente su tamaño. ¿No podría haber esperado un par de días como lapso de tiempo decente para aquello?
—Ah, ninguna dificultad—repuso Witwer, con las manos en los bolsillos. Con vivacidad, se puso a examinar los voluminosos archivos que se alineaban en la pared —. No vengo a su agencia a ciegas, querido amigo, ya comprenderá. Tengo un buen puñado de ideas de la forma en que se desenvuelve el Precrimen.
Todavía un poco nervioso, Anderton encendió su pipa.
—¿Y cómo funciona? Me gustaría conocer su opinión.
—No mal del todo—repuso Witwer—. De hecho, muy bien.
Anderton se le quedó mirando.
—¿Esa es su opinión particular?
—Privada y pública. El Senado está satisfecho con su trabajo. En realidad, está entusiasmado.—Y añadió — Con el entusiasmo con que puede estarlo un anciano.
Anderton sintió un desasosiego interior, que supo mantener controlado, permaneciendo impasible. Le costó, no obstante, un gran esfuerzo. Se preguntaba qué era realmente lo que Witwer pensaba, lo que se encerraba en aquella cabeza. El joven tenía unos azules y brillantes ojos… turbadoramente inteligentes. Witwer no era ningún tonto. Y sin la menor duda, debería estar dotado de una gran dosis de ambición.
—Según tengo entendido—dijo Anderton—usted será mi ayudante hasta que me retire.
—Así lo tengo entendido yo también—replicó el otro, sin la menor vacilación.
—Lo que puede ser este año, el próximo… o dentro de diez.—La pipa tembló en las manos de Anderton—. No tengo prisa por retirarme ni estoy bajo presión alguna en tal sentido. Yo fundé el Precrimen y puedo permanecer aquí tanto tiempo como lo desee. Es una decisión puramente mía.
Witwer aprobó con un gesto de la cabeza, con una expresión absolutamente normal.
— Naturalmente.
Con cierto esfuerzo Anderton habló con el tono de la voz algo más frío.
—Yo deseo solamente que las cosas discurran correctamente.
—Desde el principio—convino Witwer—. Usted es el Jefe. Lo que usted ordene, eso se hará.—Y con la mayor evidencia de sinceridad, preguntó—: ¿Tendría la bondad de mostrarme la organización? Me gustaría familiarizarme con la rutina general, tan pronto como sea posible.
Conforme iban caminando entre las oficinas y despachos alumbrados por una luz amarillenta, Anderton dijo:
—Le supongo conocedor de la teoría del Precrimen, por supuesto. Presumo que es algo que debe darse por descontado.
— Conozco la información que es pública —repuso Witwer—. Con la ayuda de sus mutantes premonitores, usted ha abolido con éxito el sistema punitivo post-criminal de cárceles y multas. Y como todos sabemos, el castigo nunca fue disuasorio, ni pudo proporcionar mucho consuelo a cualquier víctima ya muerta.
Ya habían llegado hasta el ascensor y mientras descendían hasta niveles inferiores, Anderton dijo:
—Tendrá usted ya una idea de la disminución del porcentaje de criminalidad con la metodología del Precrimen. Lo tomamos de individuos que aún no han vulnerado la Ley.
—Pero que seguramente lo habrían hecho—repuso Witwer convencido.
—Felizmente no lo hicieron… porque les detuvimos antes de que pudieran cometer cualquier acto de violencia. Así, la comisión del crimen por sí mismo es absolutamente una cuestión metafísica. Nosotros afirmamos que son culpables. Y ellos, a su vez, afirman constantemente que son inocentes. Y en cierto sentido, son inocentes.
El ascensor se detuvo y salieron nuevamente hacía otro corredor alumbrado con igual luz amarillenta.(…)

«Cuentos» (2005)

Monumento a Aldecoa en Vitoria

Monumento a Aldecoa en Vitoria

Existen autores insoportablemente obviados, genios que tal vez por dedicarse casi en exclusiva a la desagradecida labor y nada sencillo arte del relato pasan desapercibidos para el gran público. Un ejemplo paradigmático es Ignacio Aldecoa. Un escritor impresionante e irrepetible, de una sensibilidad y una hondura intachables. Tras leer la colección de cuentos de Cátedra me acuerdo de Manuel Benítez, El cordobés: «más ‘cornás’ da el hambre»… y de mi gente de Cáritas de cada miércoles, que se quitan el pan para dárselo a los hijos, gente de «tripa triste», como el Pedro Lloros de «Los bienaventurados», uno de los excelsos relatos que componen esta antología.

Relatos completos para tiempos de crisis; sin bondades, sin romántica aleación con el mundo de los pobres. Aldecoa no es Hugo, ni incluso Delibes; su realismo social es descarnado y visceral, es un chute de realidad, un uppercut directo al estómago, como diría el padre de Young Sánchez, otro de los depauperados protagonistas a los que da vida el escritor vasco y que llevara al cine de manera irregular el director Mario Camus en los años 60. La obra de Aldecoa es neorrealismo, sin sentimentales «miradas» o nostalgias que te hagan sentir mejor, mucho más cercano a «El limpiabotas» de De Sica, al Buñuel de «Los olvidados» o a la falta absoluta de impostura del «Pickpocket» de Bresson. Delibes se me queda cojo tras Aldecoa, y esto, en muchas de sus magistrales obras, es decir mucho. Pero Aldecoa consigue penetrarte y que sepas algo que no alcanzan a cristalizar otros autores de su generación o del realismo latinoamericano: ser pobre no es bonito ni es causa de digna compasión, ser pobre es una putada, ya seas boxeador, pescador, torero… o vago y maleante, haciendo mía la indeseable terminología usada en la ley del 33.

Leo en un interesante prólogo que Aldecoa se autocalifica de nihilista, pero con esperanza en el futuro, leo también que fue víctima de la necesaria autocensura para ver publicada su obra… De lo primero no me cabe duda, tras terminar al menos con menos desasosiego después de leer el último relato de los Cuentos: «Ave del paraíso», de lo segundo, cada vez estoy más convencido de lo torpes -gracias Dios- que eran los censores del Régimen. ¡Pero cómo no se daban cuenta de las tortas que les metía Aldecoa!.

Justo en el último cuento al que hacía referencia se suelta una verdad gorda: «para saber es necesario sufrir», por eso saben tanto los personajes de Aldecoa y muchas veces, nosotros, comunes mortales, no tenemos mucha idea de nada. Yo aprendo cada día más en Cáritas que leyendo toda la obra de Delibes o de García Márquez. ¡Qué lista es el hambre!

     Un cuento de reyes
El ojo del negro es el objetivo de una máquina fotográfica. El hambre del negro es un escorpioncito negro con los pedipalpos mutilados. El negro Omicrón Rodríguez silba por la calle, hace el visaje de retratar a una pareja, siente un pinchazo doloroso en el estómago. Veintisiete horas y media sin comer; doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar; la mayoría de las de su vida, silbando.
Omicrón vivía en Almería y subió, con el calor del verano pasado, hasta Madrid. Subió con el termómetro. Omicrón toma, cuando tiene dinero, café con leche muy oscuro en los bares de la Puerta del Sol; y copas de anís vertidas en vasos mediados de agua, en las tabernas de Vallecas, donde todos le conocen. Duerme, huésped, en una casita de Vallecas, porque a Vallecas llega antes que a cualquier otro barrio la noche. Y por la mañana, muy temprano, cuando el sol sale, da en su ventana un rayo tibio que rebota y penetra hasta su cama, hasta su almohada. Omicrón saca una mano de entre las sábanas y la calienta en el rayo de sol, junto a su nariz de boxeador principiante, chata, pero no muy deforme.
Omicrón Rodríguez no tiene abrigo, no tiene gabardina, no tiene otra cosa que un traje claro y una bufanda verde como un lagarto, en la que se envuelve el cuello cuando, a cuerpo limpio, tirita por las calles. A las once de la mañana se esponja, como una mosca gigante, en la acera donde el sol pasea sólo por un lado, calentando a la gente sin abrigo y sin gabardina que no se puede quedar en casa, porque no hay calefacción y vive de vender periódicos, tabaco rubio, lotería, hilos de nylon para collares, juguetes de goma y de hacer fotografías a los forasteros.
Omicrón habla andaluza y onomatopéyicamente. Es feo, muy feo, feísimo, casi horroroso. Y es bueno, muy bueno; por eso aguanta todo lo que le dicen las mujeres de la boca del Metro, compañeras de fatigas.
—Satanás, muerto de hambre, ¿por qué no te enchulas con la Rabona?
—No me llames Satanás, mi nombre es Omicrón.
—¡Bonito nombre! Eso no es cristiano. ¿Quién te lo puso, Satanás?
—Mi señor padre.
—Pues vaya humor. ¿Y era negro tu padre?
Omicrón miraba a la preguntante casi con dulzura:
—Por lo visto.
De la pequeña industria fotográfica, si las cosas iban bien, sacaba Omicrón el dinero para sustentarse. Le llevaban veintitrés duros por la habitación alquilada en la casita de Vallecas. Comía en restaurantes baratos platos de lentejas y menestras extrañas. Pero días tuvo en que se alimentó con una naranja, enorme, eso sí, pero con una sola naranja. Y otros en que no se alimentó.
Veintisiete horas y media sin comer y doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar, son muchas horas hasta para Omicrón. El escorpión le pica una y otra vez en el estómago y le obliga a contraerse. La vendedora de lotería le pregunta:
—¿Qué, bailas?
—No, no bailo.
—Pues, chico, ¡quién lo diría!, parece que bailas.
—Es el estómago.
—¿Hambre?
Omicrón se azoró, poniendo los ojos en blanco, y mintió:
—No, una úlcera.
—¡Ah!
__ ¿Y por qué no vas al dispensario a que te miren?
Omicrón Rodríguez se azoró aún más:
—Sí tengo que ir, pero…
—Claro que tienes que ir, eso es muy malo. Yo sé de un señor, que siempre me compraba, que se murió de no cuidarla.
Luego añadió, nostálgica y apesadumbrada:
—Perdí un buen cliente.
Omicrón Rodríguez se acercó a una pareja que caminaba velozmente.
—¿Una foto? ¿Les hago una foto?
La mujer miró al hombre y sonrió:
—¿Qué te parece, Federico?
—Bueno, como tú quieras…
—Es para tener un recuerdo. Sí, háganos una foto.
Omicrón se apartó unos pasos. Le picó el escorpioncito. Por poco le sale movida la fotografía. Le dieron la dirección: Hotel…
La vendedora de lotería le felicitó:
—Vaya, has empezado con suerte, negro.
—Sí, a ver si hoy se hace algo.
—Casilda, ¿tú me puedes prestar un duro?
—Sí, hijo, sí; pero con vuelta.
—Bueno, dámelo y te invito a un café.
—¿Por quién me has tomado? Te lo doy sin invitación.
—No, es que quiero invitarte.
La vendedora de lotería y el fotógrafo fueron hacia la esquina. La volvieron y se metieron en una pequeña cafetería. Cucarachas pequeñas, pardas, corrían por el mármol donde estaba asentada la cafetera exprés.
—Dos con leche.
Les sirvieron. En las manos de Omicrón temblaba el vaso alto, con una cucharilla amarillenta y mucha espuma. Lo bebió a pequeños sorbos. Casilda dijo:
—Esto reconforta, ¿verdad?
—Sí
El «sí» fue largo, suspirado.
Un señor, en el otro extremo del mostrador, les miraba insistentemente. La vendedora de lotería se dio cuenta y se amoscó.
—¿Te has fijado, negro, cómo nos mira aquel tipo? Ni que tuviéramos monos en la jeta. Aunque tú, con eso de ser negro, llames la atención, no es para tanto.
Casilda comenzó a mirar al señor con ojos desafiantes. El señor bajó
la cabeza, preguntó cuánto debía por la consumición, pagó y se acercó a Omicrón:
—Perdonen ustedes.
Sacó una tarjeta del bolsillo.
—Me llamo Rogelio Fernández Estremera, estoy encargado del Sindicato del… de organizar algo en las próximas fiestas de Navidad.
_Bueno —carraspeó—, supongo que no se molestará. Yo le daría veinte duros si usted quisiera hacer el Rey negro en la cabalgata de Reyes.
Omicrón se quedó paralizado.
—¿Yo?
—Sí, usted. Usted es negro y nos vendrá muy bien, y si no, tendremos que pintar a uno, y cuando vayan los niños a darle la mano o besarle en el reparto de juguetes se mancharán. ¿Acepta?
Omicrón no reaccionaba. Casilda le dio un codazo:
—Acepta, negro, tonto… Son veinte « chulís» que te vendrán muy bien.
El señor interrumpió:
—Coja la tarjeta. Lo piensa y me va a ver a esta dirección. ¿Qué quieren ustedes tomar?
—Yo, un doble de café con leche —dijo Casilda—, y éste, un sencillo y una copa de anís, que tiene esa costumbre.
El señor pagó las consumiciones y se despidió.
—Adiós, píenselo y venga a verme.
Casilda le hizo una reverencia de despedida.
— Orrevuar, caballero. ¿Quiere usted un numerito del próximo sorteo?
—No, muchas gracias, adiós.
Cuando desapareció el señor, Casilda soltó la carcajada.
—Cuando cuente a las compañeras que tú vas a ser Rey se van a partir de risa.
—Bueno, eso de que voy a ser Rey… —dijo Omicrón.
Omicrón Rodríguez apenas se sostenía en el caballo. Iba dando tumbos.
Le dolían las piernas. Casi se mareaba. Las gentes, desde las aceras, sonreían al verle pasar. Algunos padres alzaban a sus niños.
—Mírale bien, es el rey Baltasar.
A Omicrón Rodríguez le llegó la conversación de dos chicos:
—¿Será de verdad negro o será pintado?
Omicrón Rodríguez se molestó. Dudaban por primera vez en su vida si él era blanco o negro, y precisamente cuando iba haciendo de Rey.
La cabalgata avanzaba. Sentía que se le aflojaba el turbante. Al pasar cercano a la boca del Metro, donde se apostaba cotidianamente, volvió la cabeza, no queriendo ver reírse a Casilda y sus compañeras. La Casilda y sus compañeras estaban allí, esperándole; se adentraron en la fila; se pusieron frente a él y, cuando esperaba que iban a soltar la risa, sus risas guasonas, temidas y estridentes, oyó a Casilda decir:
—Pues, chicas, va muy guapo, parece un rey de verdad.
Luego, unos guardias las echaron hacia la acera.
Omicrón Rodríguez se estiró en el caballo y comenzó a silbar tenuemente.
Un niño le llamaba, haciéndole señas con la mano:
—¡Baltasar, Baltasar!
Omicrón Rodríguez inclinó la cabeza solemnemente. Saludó.
—¡Un momento, Baltasar!
Los flashes de los fotógrafos de prensa lo deslumbraron.