«Masacre, ven y mira» (1985)

Come and see 1986, by mihenator

Come and see 1986, by mihenator

En 1985, recién estrenado en su cargo de Secretario General del Partido Comunista, Mikhail Gorbachov, dando ya muestras de una nueva etapa de apertura y eclosión de libertades, encarga a Elim Klimov, un director que pasaba de los cincuenta años y varias de cuyas películas habían sido censuradas por el régimen soviético, un filme para celebrar el cuarenta aniversario de la victoria aliada durante la Segunda Guerra Mundial.

El díscolo Klimov, libre de ataduras da rienda suelta a sus más profundos deseos improbables, escribe el guión y rueda «Ven y mira», una obra maestra absoluta del cine y del género bélico. Un «Apocalypse Now» soviético, de cuyas fuentes puede beber indudablemente (más marcadamente en algunas secuencias que la recuerdan, como el asesinato de la vaca), pero a la que supera con creces en muchas ocasiones. De manera concreta, la narración, estructura, planificación y secuenciación de la masacre, desde la llegada de los soldados hasta que se marchan de la aldea, es de un lirismo y una espectacularidad que nunca había visto en pantalla (como sus planos secuencia).

Su estelar fotografía en tonos sepias, así como la demencial banda sonora, profunda y seca como un mantra a base (mal copiada posteriormente hasta la saciedad), la dirección y encuadres (que retrotraen ineludiblemente a Welles y al mucho más cercano Kalatozov) y las actuaciones de sus protagonistas, de manera excepcional el joven Alexey Kravchenko, nos introducen con un realismo apabullante en una demencial espiral sobre las consecuencias más abisales de cualquier guerra, siguiendo los pasos de un chico al que vemos envejecer y destruirse al ritmo que contempla el caos a su alrededor.

Francamente desoladora de principio a fin, como en una teoría cumplida de eterno retorno donde no se permite la inocencia, en una visión compartida en mayor medida por el Bondarchuk de «El destino de un hombre», que la esperanzadora sobre la bondad interior capaz de superar lo exterior que nos muestra Chukhrai en «La balada del soldado», ambas rusas y curiosamente de 1959.

Una joya tan desconocida como imprescindible.

Seamus Heaney

Seamus Heaney by delph-ambi

Seamus Heaney by delph-ambi

Nos dejó este verano, a finales de agosto, y en parte dejó huérfana a media Irlanda del Norte tanto a nivel intelectual como de activismo socio-político, dentro de un conflicto mucho menos encontradizo y terrible que aquel que hallara su punto álgido un Domingo Sangriento de enero de 1972 con el asesinato de 14 manifestantes en defensa de los Derechos Civiles a disparos de las fuerzas británicas. Ese mismo año, el compromiso nacionalista lo llevó a instalarse con su familia a la república de Irlanda.

Heaney comparte varias realidades con el otro genio irlandés William Butler Yates aparte de la nacionalidad: el premio Nobel y sus orígenes humildes dentro de una familia numerosa, aunque fueran debidos a diferentes circunstancias. La influencia del trabajo y el esfuerzo ínclito en el campo dentro de la experiencia del sometimiento a una nación que consideraban extraña se refleja de manera brillante, visceral y más que sensitiva a lo largo de casi toda su obra, haciendo gala de un compromiso ético y personal de particular estilo. Sus versos supuran dolor, incomprensión hacia la realidad que le tocó vivir en su niñez y, a pesar, de su clara predilección por el simbolismo es imposible no dejarse vencer por el impacto verbal que supone el enfrentarse sin prisas a su lectura.

Sus poemas son un auténtico regalo, que con gusto y necesaria veneración comparto. Algunos, como el último, rememorando su estancia en Madrid, mientras estudiaba a Joyce y la policía disolvía manifestaciones en su tierra natal.


La dificultad de Inglaterra
Me movía como un agente doble entre los conceptos. La palabra «enemigo» tenía la eficacia dental de un cortacésped. Era un ruido mecánico y distante más allá de esa opaca seguridad, esa ignorancia autónoma.
«Cuando los alemanes bombardearon Belfast eran las partes orangistas más amargas las que peor fueron golpeadas».
Me encontraba subido a los hombros de alguien, llevado a través del patio iluminado por estrellas para ver cómo el cielo ardía sobre Anahorish. Los mayores bajaban sus voces y se reacomodaban en la cocina como si estuvieran cansados después de una excursión.
Pasado el apagón, Alemania convocaba en cocinas iluminadas por lámparas a través de bayetas desgastadas, baterías secas, baterías húmedas, cables capilares, válvulas condenadas que chirriaban y burbujeaban mientras el sintonizador absolvía a Stuttgart y Leipzig.
«Es un artista, este Haw Haw. Puede tranquilamente dejarlo dentro».
Me hospedaba con los «enemigos del Ulster» , los pinches extramuros. Un adepto al estraperlo, cruzaba las líneas con palabras de paso cuidadosamente enunciadas, hacía funcionar cada discurso en los controles y no informaba a nadie.

Cavando
Entre mi índice y mi pulgar la corpulenta pluma descansa, ceñida como un arma.
Bajo mi ventana, un sonido de rascar limpio cuando la pala se hunde en el suelo de grava: mi padre, cavando. Miro hacia abajo.
Hasta que entre flores su tensa espalda se dobla, se levanta veinte años lejos inclinándose con ritmo a lo largo de los surcos de papas donde cavaba.
La bota áspera refugiada en el canto, el mango hacía firme palanca contra la rodilla. Desenterraba tallos, encajaba el borde brillante para remover papas tiernas que recogíamos disfrutando su dureza fría en nuestras manos.
Por Dios, el viejo sí que sabía manejar una pala. Tal como su padre.
Mi abuelo cortaba más tepe en un día que ninguno otro en el pantano de Toner.
Una vez le llevé leche en una botella con un corcho improvisado de papel. Se enderezó para beberla y regresó de inmediato a tajar y cortar con destreza, arrojando terrones sobre sus hombros, bajando y de nuevo bajando por el buen tepe. Cavando.
El olor frío de la tierra, el splish y splash de la turba lodosa y los cortes bruscos del borde a través de raíces vivas despiertan en mi cabeza. Pero no tengo pala para seguir a hombres como ellos.
Entre mi índice y mi pulgar la corpulenta pluma descansa. Cavaré con ella.

Verano de 1969
Mientras la policía escudaba a la chusma
disparando a la calle Falls, yo sufría únicamente
el sol abusador de Madrid. Cada tarde,
en el calor de cazuela del apartamento,
mientras sudaba para abrirme paso
por la vida de Joyce, el hedor del pescado
flotaba como el tufo de una alberca de lino.
De noche, en el balcón, tintes vinosos,
un ambiente de niños en rincones oscuros,
viejas con negros chales y ventanas abiertas
y el aire, una cañada fluyendo en español.
Hablar nos transportaba a casa, por llanuras
tachonadas de estrellas, donde el charol de la Guardia Civil
brillaba como el vientre de los peces en aguas estancadas.
«Vuelve —me dijo uno— y trata de animarles».
Otro evocó a Lorca en su barranco.
Vimos cifras de muertos y crónicas de toros
en la televisión, famosos que venían
de donde lo real aún estaba ocurriendo.
Me retiré al frescor respirable del Prado.
Los fusilamientos del 3 de mayo
de Goya
cubría una pared: los brazos levantados
y el temblor del rebelde, los soldados
con quepis y pertrechos, el barrido eficiente
de las descargas. En la sala contigua,
sus caprichos, inscritos en las paredes del palacio:
oscuros torbellinos flotantes, destructores, Saturno
enjoyado en la sangre de sus hijos,
el gigantesco Caos dando su espalda
brutal al mundo. Y también ese duelo
donde un par de dementes se apalean a muerte
por asuntos de honor, hundiéndose en el fango.
Pintaba con sus puños y sus codos, esgrimía la capa
manchada de su corazón ante la carga de la historia.

«Las tortugas también vuelan» (2004)

Bahman Ghobadi en 2009

     No hay nada tan obsceno como asumir lo inhumano dentro de la cotidianidad. Un film que debiera haber sido protagonizado por adultos por las tristes exigencias que le rodea, viene a ser una historia impúber tan tierna como execrable. Nadie debiera acostumbrarse a dialogar tranquilamente sentado sobre el cañón de un tanque, ni a juguetear mirando en el vientre vacío de los misiles… ni a reír de bebé con el rostro oculto tras una máscara antigás. 

     Bahman Ghobadi, absoluto artífice de este filme como director, guionista y productor, crea, con la presencia sobrecogedora de actores no profesionales que han sufrido en carne propia las consecuencias reales de aquello de lo que hablan y sienten en pantalla, un visceral y terrible alegato antibelicista. La primera película tras la caída del régimen de Saddam Hussein no podía dar más de sí: nadie se acuerda de los nadies, sobre ellos todo Dios sobrevuela, tan vacíos de conciencia como repletos de intereses poco humanos (de la pobreza o la enfermedad no se puede extraer oro negro).
     No hay salvación vestida de uniforme made in USA, ni condescendencia, al fin y al cabo la costumbre es la peor de las maestras. Ghobadi lo sabe y lo deja ver, sin ostentaciones ni diatribas, porque la sencilla realidad, plagada de desgracias, supera una vez más a la más enrevesada de las ficciones.

     En mi infancia vendía gafas 3D para sacar unas pelillas para mis tonteos, la infancia de «Las tortugas también vuelan», ausente por inexistente, dedica todo esfuerzo a ‘tontear’ con la muerte con el único propósito de sobrevivir al despropósito. Como si ello fuera posible.

Y bueno, una vez más como esa imagen que siempre es más creíble que un millón de palabras, os dejo un poco de mal rollo, el justo y necesario para ser un pelín más solidario y responsable a cada paso que damos, a cada decisión que tomamos… Demasiadas cosas hay que agradecer hasta quedarse afónico.

[youtube https://www.youtube.com/watch?v=UtiFpWtaKoM]

Adonis

Adonis en Cracovia (2011), por Mariusz Kubik

Adonis en Cracovia (2011), por Mariusz Kubik

     Cuando camino de La Ciudadela, lugar donde se celebró hace poco más de un año el I Festival Internacional de Poesía y Prosa de México, el poeta de la experiencia Luis García Montero se encontró en medio de un atasco montado en un autocar en compañía de Ali Ahmad Said Esber, poeta sirio más conocido como Adonisel granadino relata que soltó un decidido comentario al respecto: «el autobús de los poetas está detenido, pero los poetas no se detienen, no dejan de hablar». “Una buena metáfora de la situación actual” -le responde Adonis-. “El mundo superficial, con tanta prisa y tanta mecanización, no hace más que provocar su propio atasco”. 

     Adonis, en realidad, puede permitirse el lujo de decir lo que se le antoje, entre otras cosas y sobre todo porque cada palabra que dice parte de su propia experiencia. Viviendo en la diáspora desde hace décadas y ya sufriendo penas de cárcel con apenas 25 años tras ser condenado a seis meses de prisión por subversivo, la vida del poeta de Qasabin, dentro de las propias idas y venidas tras tantos años en la brecha y que confluye en buena medida en un cierto panarabismo, es un ejemplo de compromiso crítico e irrenunciable principio en pos de una sociedad y un mundo distintos. Su concepción sobre el verdadero exilio es el paradigma de la libertad creativa a la que debe aferrarse un poeta. Existen dos tipos de exilio: el geográfico y el de pensamiento, y el primero, que tan sólo puede ser circunstancial, es una nimiedad comparado con el segundo, pues el exilio de pensamiento es el alejamiento de uno mismo, de nuestras emociones y sentimientos y es padecido por muchos, aún viviendo en su propia tierra, sin ser ni sentirse libres de hacer y deshacer. Palabras profundas y serias en boca de aquél que habla de sí mismo como un ser que ya nació siendo exiliado y que poco a poco fue superando esa realidad vital y encontrándose a sí mismo más allá de fronteras y demagogias. 

     Sobre el estilo poético de Adonis, considerado por quienes de esto saben como un referente internacional en poesía árabe y eterno candidato al Nobel de Literatura, podríamos simplemente recordar una de sus citas: «un verdadero escritor es aquel que inventa su propia lengua y su propia forma, la transgresión y la manera de expresar su pensamiento y su vida». Adonis crea un universo distinto, divergente, con una sabia y pulcra mezcolanza entre el realismo más descarnado y la espiritualidad más esperanzada muy cercana al sufismo y su simbolismo. Sus poemas, rebosantes de vida y de juventud eterna, son el mejor cariz que da sentido al seudónimo acogido por el propio poeta desde la temprana edad de 17 años.

     Finalicemos compartiendo fin y fundamento con la responsabilidad vital de Adonis y su lucha intestina: “yo no estoy seguro nunca de conseguir lo que pretendo, pero siempre trato de lograrlo. Es mi camino”. Amén.

Homenaje a ellos

¡QUÉ VELOZ es la bala!
No obstante, jamás llegará.

Están sentados-
                sus pestañas son velas,
sus manos restos de navíos.

De vez en cuando
el cielo envía un ángel para visitarlos
mas éste se pierde por el camino.

Avanzo en su dirección.
Entre ellos, muerta, una mujer a la que amé.
Entre ellos, un niño que se parece a mí.

Aprenden el alfabeto de las olas
para leer las playas.

Tu pálida imagen
relumbra nuevamente en ellos:
¡Salve! Feminidad de la tierra.

Sin embargo…
No veo en sus heridas ninguna rosa
y las estrellas, sobre ellos, permanecen blancas.

Intentó cruzar la calle:
no pudo andar por la sombra
ni pudo andar por el sol
ni halló, entre ambos, camino.

El día se inclina,
el cielo se acurruca
y el sol
se contenta con ser bastón
para el viejo vendedor de fruta.

Se ahoga al recordar.
Se ahoga al intentar olvidar:
es un infierno que se devora.

El humo es tinta
que escribe el tiempo.

Calle-
templo que se apoya en las muletas de sus oraciones.

De las ventanas cuelgan espectros
que no son ni cuerpos ni ropajes.
Preguntad a la silente misa
que flota sobre los escombros.

El tiempo corre a mi lado
en una pesadilla que improvisa el camino.

La ceniza
que ha devorado a los muertos
no se acuerda de ninguno.

El cielo afirma que desciende
y camina entre la gente.
Tal vez sea cierto
mas yo no lo veo.

Con hilos de rosa
amarraban la muerte
y la arrojaban al regazo del agua.

Despojos de figuras en el cuerpo del aire:
son los hijos del Líbano
que embellecen el libro de la tierra
y enmiendan el horizonte.

Si el mar envejeciera 
elegirá Beirut como recuerdo. 

A cada instante la ceniza demuestra
que es el palacio del futuro.

Desesperado,
hasta el aire se dispone
a tender el cuello a cualquier asesino.

Rebaños de sangre
pastan por la superficie de la tierra.

¿Cómo podrá cicatrizar esa herida?

¿Y cómo podría alumbrarse de otra?


Las cosas

Si atravesara la herida hasta el crimen.
Si camuflara la locura y las banderas,
tendría un sombrero para ocultarme;
tanto en la victoria como en la derrota
violaría el soñar sobre los párpados.
Estaría y no estaría en la tierra.

Pero he vinculado a las cosas
mi rostro, mis honduras y dios.
Acepté de buen grado el vivir sin amuleto,
a dibujar la vida
con la muerte, el espejismo
y las cosas.


Acepté de buen grado el vivir con las cosas.