«Resurrección» (1869) vs «Guerra y paz» (1899)

leon_tolstoi_by_parpa-d3l4gpt

Leon Tolstoi by Parpa

     Lev Tolstói, conde y evidente aristócrata de cuna, que terminó “Resurrección” apenas a 10 años vista de dejar este mundo, ya abandonó el mundanal ruido 30 años antes siguiendo los pasos de su admirado Thoreau y abriendo camino al ashram de Gandhi con quien mantuvo correspondencia en los años finales de su vida; se retiró al campo, a su querida finca ‘Yasnaia Poliana’, reconociéndose no del todo coherente -como cada uno de nosotros, todo sea dicho-, pero harto, quemado y hastiado de la sociedad burguesa y acomodada, tan religiosamente ortodoxa e intransigente en lo peor, tan injusta y autocomplaciente a la que soportaba cada vez menos. Evidente fruto de este monumental cabreo espiritual y social fue aquella su última novela, y tras la cual se negó rotundamente a escribir. De lo profundo de esta visceralidad suele surgir en la persona tanto lo sublime como lo corriente y de ambos extremos no se libra “Resurrección”, polo opuesto en cordura y meticulosidad a su obra maestra “Guerra y paz”.

     En “Resurrección”, a raíz de un episodio sencillo: la toma de conciencia y el sentimiento de culpa de un aristócrata por el daño y el mal que ha ocasionado de por vida a una joven que ha tocado fondo y que le hace dedicar sus esfuerzos a intentar revertir su situación, Tolstói desgrana y destroza sin piedad cada institución o derecho adquirido que se pasea por la novela y que nadie tiene la más mínima intención de cambiar: la judicatura, la abogacía, el ejército, la política, y de manera mucho más recurrente el derecho a la propiedad privada de la tierra, las cárceles y el cristianismo ortodoxo ruso. Tolstói, por boca de su héroe Nejliúdov, dedica capítulos enteros a estos últimos fines mostrando su indignación y desprecio por el orden establecido y transformando al príncipe en mendigo en el mismo grado en el que se endurecen las situaciones vitales que le rodean y ante las que, primero por culpa y más tarde por conciencia recuperada, decide intervenir. Sobre la propiedad de la tierra remarca la injusta situación de semiesclavitud en la que se encuentran los mujik, campesinos que trabajan la tierra sin tener derecho a ella cuando era de suponer que ya había sido abolida la servidumbre. Especialmente crítico se muestra con el trato vejatorio e inhumano al que son sometidos los presos, así en las prisiones como en el traslado a Siberia. Sobre el uso político, interesado y caótico de la religión verdades tan altas y profundas que la obra fue censurada en Rusia no publicándose de forma íntegra hasta 1936 y el propio Tolstói se vio excomulgado de por vida (¡como si ya no se hubiera autoexcomulgado él años atrás!). Pero el conde no se conforma con atizar, lo menos soportable para quien ostenta el poder es lo que se atreve a hacer de manera inmediata: dar propuestas. En el germen de esta ingente protesta y lucha surge lo más embotado de “Resurrección”, cuando todo parece convertirse en un ensayo o un tratado sobre las injusticias a combatir, y poco parece importarle a Tolstói -más llevado por ese impulso caótico de la que hace bandera- que se pierda el ritmo y olvides por momentos a la Máslova y que toda esta resurrección del príncipe tiene si principio y su fin en ella. Sigue leyendo

«Maus» (1980-1991)

Art Spiegelman (2007)

Art Spiegelman (2007)

Dejándome vencer por el éxtasis (y no me refiero a la droga de diseño, aunque bien podría ser debido a los efectos que en mí produce su lectura) rescato para los amantes de la buena literatura, porque eso son los buenos cómics, «Maus», una obra imprescindible e imperecedera y un cambio radical en lo que significó la animación para adultos a principios de los 80. Sin ninguna duda el mejor cómic contemporáneo que he tenido la suerte de leer (y no me olvido de otras buenas muestras de género como son «The Sandman», «Watchmen» o «From Hell»).

El historietista  estadounidense de origen sueco Art Spiegelman, proveniente del mundo underground y cuyos padres, unos judíos polacos, sobrevivieron al exterminio judío sucedido en el campo de Auschwitz, nos regala un golpe de realidad con una novela gráfica autobiográfica, dividida en dos partes que actualmente se publican en un solo tomo y basada en las ingratas experiencias narradas por su progenitor, protagonista absoluto de la obra.

Más allá del apartado gráfico, cuyo dibujo y estilo naif sirven de manera magistral a la narración y le confiere un maravilloso contrapunto, con unos medidos juegos de sombras de carácter expresionista y una exquisita estructura narrativa, Spiegelman demuestra un gran sentido del ritmo gráfico y para el diseño de viñetas otorgando a la historia de una durísima sensibilidad y de una metódica cohesión entre dibujo y guión. De igual modo no se puede obviar la certera decisión del autor de utilizar grupos de animales como símbolo de lo que es evidente, antes y en otras latitudes sigue siendo ahora (judíos-ratones/nazis-gatos) y que ha sido repetido con posterioridad hasta la saciedad.

«Maus» supuso un antes y un después en la novela gráfica para adultos y en la forma de enfocar el diseño y el uso del dibujo y su influencia en el cómic posterior y en escenas y estructura de determinados filmes sobre el holocausto como «La lista de Schindler» son más que evidentes. Una obra casi perfecta, que trata con finísimo enfoque y ausencia de demagogia un tema demasiado trillado para la generación presente, pero que muestra con sequedad indignante (muy al estilo de lo que lograra hacer con anterioridad y terrible normalidad Levi en su novela «Si esto es un hombre») lo que nunca debiera haber pasado y que no ha impedido sucesivos holocaustos.

Por si no queda claro: un magnífico regalo para estas fechas.

Viñeta de Maus

Viñeta de Maus

«Masacre, ven y mira» (1985)

Come and see 1986, by mihenator

Come and see 1986, by mihenator

En 1985, recién estrenado en su cargo de Secretario General del Partido Comunista, Mikhail Gorbachov, dando ya muestras de una nueva etapa de apertura y eclosión de libertades, encarga a Elim Klimov, un director que pasaba de los cincuenta años y varias de cuyas películas habían sido censuradas por el régimen soviético, un filme para celebrar el cuarenta aniversario de la victoria aliada durante la Segunda Guerra Mundial.

El díscolo Klimov, libre de ataduras da rienda suelta a sus más profundos deseos improbables, escribe el guión y rueda «Ven y mira», una obra maestra absoluta del cine y del género bélico. Un «Apocalypse Now» soviético, de cuyas fuentes puede beber indudablemente (más marcadamente en algunas secuencias que la recuerdan, como el asesinato de la vaca), pero a la que supera con creces en muchas ocasiones. De manera concreta, la narración, estructura, planificación y secuenciación de la masacre, desde la llegada de los soldados hasta que se marchan de la aldea, es de un lirismo y una espectacularidad que nunca había visto en pantalla (como sus planos secuencia).

Su estelar fotografía en tonos sepias, así como la demencial banda sonora, profunda y seca como un mantra a base (mal copiada posteriormente hasta la saciedad), la dirección y encuadres (que retrotraen ineludiblemente a Welles y al mucho más cercano Kalatozov) y las actuaciones de sus protagonistas, de manera excepcional el joven Alexey Kravchenko, nos introducen con un realismo apabullante en una demencial espiral sobre las consecuencias más abisales de cualquier guerra, siguiendo los pasos de un chico al que vemos envejecer y destruirse al ritmo que contempla el caos a su alrededor.

Francamente desoladora de principio a fin, como en una teoría cumplida de eterno retorno donde no se permite la inocencia, en una visión compartida en mayor medida por el Bondarchuk de «El destino de un hombre», que la esperanzadora sobre la bondad interior capaz de superar lo exterior que nos muestra Chukhrai en «La balada del soldado», ambas rusas y curiosamente de 1959.

Una joya tan desconocida como imprescindible.

Seamus Heaney

Seamus Heaney by delph-ambi

Seamus Heaney by delph-ambi

Nos dejó este verano, a finales de agosto, y en parte dejó huérfana a media Irlanda del Norte tanto a nivel intelectual como de activismo socio-político, dentro de un conflicto mucho menos encontradizo y terrible que aquel que hallara su punto álgido un Domingo Sangriento de enero de 1972 con el asesinato de 14 manifestantes en defensa de los Derechos Civiles a disparos de las fuerzas británicas. Ese mismo año, el compromiso nacionalista lo llevó a instalarse con su familia a la república de Irlanda.

Heaney comparte varias realidades con el otro genio irlandés William Butler Yates aparte de la nacionalidad: el premio Nobel y sus orígenes humildes dentro de una familia numerosa, aunque fueran debidos a diferentes circunstancias. La influencia del trabajo y el esfuerzo ínclito en el campo dentro de la experiencia del sometimiento a una nación que consideraban extraña se refleja de manera brillante, visceral y más que sensitiva a lo largo de casi toda su obra, haciendo gala de un compromiso ético y personal de particular estilo. Sus versos supuran dolor, incomprensión hacia la realidad que le tocó vivir en su niñez y, a pesar, de su clara predilección por el simbolismo es imposible no dejarse vencer por el impacto verbal que supone el enfrentarse sin prisas a su lectura.

Sus poemas son un auténtico regalo, que con gusto y necesaria veneración comparto. Algunos, como el último, rememorando su estancia en Madrid, mientras estudiaba a Joyce y la policía disolvía manifestaciones en su tierra natal.


La dificultad de Inglaterra
Me movía como un agente doble entre los conceptos. La palabra «enemigo» tenía la eficacia dental de un cortacésped. Era un ruido mecánico y distante más allá de esa opaca seguridad, esa ignorancia autónoma.
«Cuando los alemanes bombardearon Belfast eran las partes orangistas más amargas las que peor fueron golpeadas».
Me encontraba subido a los hombros de alguien, llevado a través del patio iluminado por estrellas para ver cómo el cielo ardía sobre Anahorish. Los mayores bajaban sus voces y se reacomodaban en la cocina como si estuvieran cansados después de una excursión.
Pasado el apagón, Alemania convocaba en cocinas iluminadas por lámparas a través de bayetas desgastadas, baterías secas, baterías húmedas, cables capilares, válvulas condenadas que chirriaban y burbujeaban mientras el sintonizador absolvía a Stuttgart y Leipzig.
«Es un artista, este Haw Haw. Puede tranquilamente dejarlo dentro».
Me hospedaba con los «enemigos del Ulster» , los pinches extramuros. Un adepto al estraperlo, cruzaba las líneas con palabras de paso cuidadosamente enunciadas, hacía funcionar cada discurso en los controles y no informaba a nadie.

Cavando
Entre mi índice y mi pulgar la corpulenta pluma descansa, ceñida como un arma.
Bajo mi ventana, un sonido de rascar limpio cuando la pala se hunde en el suelo de grava: mi padre, cavando. Miro hacia abajo.
Hasta que entre flores su tensa espalda se dobla, se levanta veinte años lejos inclinándose con ritmo a lo largo de los surcos de papas donde cavaba.
La bota áspera refugiada en el canto, el mango hacía firme palanca contra la rodilla. Desenterraba tallos, encajaba el borde brillante para remover papas tiernas que recogíamos disfrutando su dureza fría en nuestras manos.
Por Dios, el viejo sí que sabía manejar una pala. Tal como su padre.
Mi abuelo cortaba más tepe en un día que ninguno otro en el pantano de Toner.
Una vez le llevé leche en una botella con un corcho improvisado de papel. Se enderezó para beberla y regresó de inmediato a tajar y cortar con destreza, arrojando terrones sobre sus hombros, bajando y de nuevo bajando por el buen tepe. Cavando.
El olor frío de la tierra, el splish y splash de la turba lodosa y los cortes bruscos del borde a través de raíces vivas despiertan en mi cabeza. Pero no tengo pala para seguir a hombres como ellos.
Entre mi índice y mi pulgar la corpulenta pluma descansa. Cavaré con ella.

Verano de 1969
Mientras la policía escudaba a la chusma
disparando a la calle Falls, yo sufría únicamente
el sol abusador de Madrid. Cada tarde,
en el calor de cazuela del apartamento,
mientras sudaba para abrirme paso
por la vida de Joyce, el hedor del pescado
flotaba como el tufo de una alberca de lino.
De noche, en el balcón, tintes vinosos,
un ambiente de niños en rincones oscuros,
viejas con negros chales y ventanas abiertas
y el aire, una cañada fluyendo en español.
Hablar nos transportaba a casa, por llanuras
tachonadas de estrellas, donde el charol de la Guardia Civil
brillaba como el vientre de los peces en aguas estancadas.
«Vuelve —me dijo uno— y trata de animarles».
Otro evocó a Lorca en su barranco.
Vimos cifras de muertos y crónicas de toros
en la televisión, famosos que venían
de donde lo real aún estaba ocurriendo.
Me retiré al frescor respirable del Prado.
Los fusilamientos del 3 de mayo
de Goya
cubría una pared: los brazos levantados
y el temblor del rebelde, los soldados
con quepis y pertrechos, el barrido eficiente
de las descargas. En la sala contigua,
sus caprichos, inscritos en las paredes del palacio:
oscuros torbellinos flotantes, destructores, Saturno
enjoyado en la sangre de sus hijos,
el gigantesco Caos dando su espalda
brutal al mundo. Y también ese duelo
donde un par de dementes se apalean a muerte
por asuntos de honor, hundiéndose en el fango.
Pintaba con sus puños y sus codos, esgrimía la capa
manchada de su corazón ante la carga de la historia.