«La gran ilusión» (1937)

15699491315_872ae5e620_bUno no sabe realmente ni por dónde meterle mano a la trascendencia de Jean Renoir en la historia del séptimo arte, ya desde la poco reconocida en su momento “Toni” (1935), un drama sobre unos emigrantes que trabajan en una cantera y cuyo estreno supuso un giro de 360º adelantando todas las características que serían base para el neorrealismo italiano de los años 40.

Tal vez sea injusto dedicar la entrada de esta semana a “La gran ilusión” y no a “La regla del juego”, que también -o aún más- es de una genialidad ineludible, pero uno tiene sus preferencias vitales y del mismo modo que Renoir dijo aquello de que “hice La gran Ilusión porque soy pacifista”, yo la elijo por idéntico motivo, aunque decir simplemente que el filme es uno de los más claros alegatos pacifistas de la historia del cine resta valor a la mayoría de sus virtudes.

No obstante, es preciso decir y anotar con rotulador fluorescente que sus valores

Jean Renoir by monsteroftheid

Jean Renoir by monsteroftheid

golpeaban de forma tan rotunda en las sienes del fascismo y el nacionalsocialismo que su estreno fue prohibido de manera taxativa en Italia y Alemania, en este último país gracias a la machacona insistencia de Goebbels, a pesar de que a Göring, por ejemplo, le gustara. Hasta en Francia el guión fue rechazado por varios productores y sólo gracias al interés mostrado por Jean Gabin, actor del momento y que nos regalaría algunos de los más apabullantes papeles realistas de toda una generación (“Quai des brumes, 1937, o “Pépé-Le-Moko”, 1938) podemos disfrutar probablemente de esta joya del cine. Digamos que no quedaba bonita esa confraternización entre oficiales franceses y alemanes, ese comandante alemán lisiado y que acabó representando la decadencia de los antiguos regímenes a pesar de que el papel que interpretará Von Stroheim fuera inicialmente de apenas cinco minutos, ese poner rostro al enemigo y compartir cama entre una mujer alemana y un oficial francés, escena que ni siquiera fue mostrada en las democráticas pantallas de Estados Unidos hasta 1958.

Pero la película del gran genio francés va un paso más allá; «La gran ilusión»
adelanta uno de los temas trasversales de su obra: la diferencia de clase, y que tan magistralmente retratara dos años después en la ya nombrada «La regla del juego». En el campo de concentración puede apreciarse que la mayor barrera entre los seres humanos no es el rango ni la nacionalidad sino la clase social.

El filme de Renoir, paradigma de la exploración en el terreno de la improvisación tanto a nivel de reparto como diálogos característicos de su estilo de hacer cine, tiene tantas interpretaciones y símbolos antibélicos y de cambio social y político que daría para una tesis doctoral. Conformémonos, que no es poco, con verlo y disfrutarlo. El crítico y documentalista inglés Basil Wright comentaba al respecto: “al criticar La gran Ilusión es necesario destacar el hecho de que sólo puede ser juzgada con los patrones más altos”.

https://www.youtube.com/watch?v=_fAiIqVLf4E

Philip Larkin

Philip Larkin by lupercal

Philip Larkin by lupercal

Era un tipo raro este Larkin, podría decir al inicio y hasta poner cerco a todo posterior comentario rematando ahí mismo la faena con un punto y final. Era un tipo sumamente raro. Hasta después de su muerte en 1985, con las cartas publicadas de manera póstuma por Anthony Thwaite en 1992 y alguna que otra biografía oficial aunque dudosamente autorizada, sus detractores y admiradores andan repartiéndose mandobles como si de vida y muerte se tratara.

De cada ser humano se pueden extraer soberanos resquicios para la duda, para acusarlo de racista, pervertido, rancio de derechas… pero sólo los genios sobreviven a la quema, y Larkin es uno de ellos. Cruel puede resultar sin exceso de celo acogerse a determinados preceptos y no a otros cuando evidente resulta, desde la iluminación artística que sufrió este ensayista, bibliotecario, poeta, novelista y crítico de jazz (casi nada) allá por mediados de los años 40 del pasado siglo tras leer algunos poemas del también cínico y pesimista Thomas Hardy, que su obra aparece marcada por una profunda tendencia a lo proscrito y a asumir determinadas libertades sobre lo políticamente incorrecto según auditorio como una especie en peligro de extinción y son muchos quienes han restado trascendencia a las críticas en virtud de que incluso en la lectura e interpretación de sus poemas cuesta ponerse de acuerdo.

Que Larkin fue demasiado atrevido para aquellas alejadas y doloridas décadas de posguerra de los 50 y 60 tal vez no quepa la menor duda, o que fuera un bicho, pero que lo que parte de la crítica rechazó por considerarlo ofensivo, impropio y fatigoso para la académica y ortodoxa sociedad británica, fue acogido a manos abiertas por el público lo atestiguan las reediciones de, por ejemplo, “Las bodas de Pentecostés” que vendió 4.000 ejemplares en apenas dos meses.

Ni la represión sexual, ni el alistamiento que desbroza familias, ni la ignorancia que a muchos nutre… Nada escapa a la pluma afilada de Larkin, para muchos el mejor poeta del siglo XX en lengua inglesa.

Al sol de Prestatyn

Ven al sol de Prestatyn
decía riendo la chica del cartel,
arrodillada en la arena
y de ajustado y blanco satén.
Tras ella un cacho de costa
y un hotel con palmeras parecían
brotarle de los muslos y los brazos
extendidos para alzarle los pechos.

La pegaron un día de marzo.
Un par de semanas después era bizca
y le habían pintado unos colmillos;
le marcaron con saña enormes tetas
y una raja en la entrepierna, y entre los muslos
le habían hecho unos garabatos
que la dejaban bien abierta de piernas
sobre una polla tuberosa y sus cojones

con la firma de El Enano Thomas,
mientras que alguien había utilizado un cuchillo
o lo que fuera para apuñalarle
los labios con bigote de su sonrisa.
Era demasiado exquisita para esta vida.
Muy pronto, un gran desgarrón transversal
dejó solo una mano y un poco de azul.
Ahora hay un cartel de Lucha contra el cáncer.

MCMXIV

Esas largas colas desiguales
Esperando en pie pacientes
Como si se estiraran frente a
The Oval o Villa Park,
Las copas de los sombreros, el sol
Sobre caras arcaicas con mostachos
Sonriendo como si sólo fuera
El bullicio de una fiesta de agosto;
Y las tiendas cerradas, los nombres
despintados de los comercios en los toldos,
Los peniques y coronas,
Y niños jugando en trajes oscuros
Con nombres de reyes y de reinas,
Los anuncios de hojalata
De cacao y twist, y los pubs
Abiertos todo el día–

Y el campo indiferente:
Los nombres de los sitios esfumados
Entre hierbas florecidas, y prados
Ensombreciendo las fronteras del Domesday
Bajo el silencio incesante del trigo;
Lo sirvientes en trajes diferentes
Con habitaciones diminutas en enormes casas,
El polvo detrás de las limusinas;

Nunca tanta inocencia,
Nunca antes ni después,
Como cambiada hacia el pasado
Sin una palabra–los hombres
Dejando los jardines arreglados,
Los miles de matrimonios,
Durando un poquito más:
Nunca volvió tanta inocencia.

Ignorancia

Es raro no saber nada, no estar seguro
de qué es cierto o qué es justo o qué es real,
sino hablar con matices, eso creo,
o bueno, así parece:
alguien debe saberlo.

Es raro no entender como marchan las cosas,
la astucia humana para hallar lo necesario,
su sentido formal, su puntual fecundar,
sí, es raro,

incluso vestir ese conocimiento -pues la carne
nos ciñe con sus propias decisiones-
y pasar sin embargo la vida en vaguedades,
que cuando comenzamos a morir
no tenemos ni idea de por qué.

«Hearts and Minds» (1974)

Peter Davis

Peter Davis

Apenas habían pasado tres y cuatro años respectivamente desde el final de la invasión de Vietnam cuando Cimino y Coppola ofrecieron al público su particular visión del conflicto con dos de las mejores cintas bélicas -sin serlo de manera clásica en forma ninguna de ambas- de la historia del séptimo arte. Nos referimos, obviamente, a “El cazador” (1978) y a “Apocalypse Now” (1979). Sendas cintas exploraban de manera radical, y a partir sobre todo de un soberbio Christopher Walken y unos minutos para la gloria del último e inconmensurable Brando, las miserias y consecuencias de la guerra en el individuo, así como la bajada a los infiernos de quien ha contemplado demasiado de cerca la tragedia. No es baladí que la obra de Coppola se base en la magistral y oscura novela de Conrad “El corazón de las tinieblas”.

De otros corazones hablamos, pues cuando aún los campos de arroz vietnamitas mostraban fuego de bombas y napalm, allá por 1974, Columbia Pictures se decide a producir “Hearts and Minds” y a deshacerse finalmente de ella ante las presiones de emblemáticos círculos de poder que hicieron lo imposible por paralizar su distribución (lo lograron durante un año, tras el cual consiguió el Oscar al mejor largometraje documental en 1975). El título del filme proviene de una cita de presidente Johnson: «la victoria final dependerá de los corazones y las mentes de las personas que realmente viven allí». Obviamente pudieron más esos corazones y esas mentes que el supuesto ejército mejor equipado del mundo.

Lo que supone de introspección en las dos cintas de finales de los 70 a las que hacíamos referencia al inicio de este texto y que en parte retomaría Oliver Stone con la menos redonda “Platoon” (1986) haciendo llagas en el imaginario e ideario estadounidense mostrando realidades como la del fragging entre los marines, es en “Hearts and Minds”, del escritor y productor Peter Davis, absoluta catarsis. No sufre solo el individuo, no es solo la futilidad de la guerra por sus consecuencias, Vietnam supone una herida sistémica que en virtud de la connivencia, la mentira interesada y la farándula convierte en caos e insensibilidad todo lo que toca. Nada se deja atrás en su relato portentoso y despiadado de los desastres globales que arrastra un conflicto bélico, y que muestra en movimiento algunas de las más famosas instantáneas que, como en un reality show, conseguirían el premio Pulitzer: la niña desnuda, llorosa, con la ropa quemada por el napalm, la ejecución de un oficial del Viet Cong con un tiro en la sien… Y lo hace en variadas ocasiones desbrozando con precisión quirúrgica a quienes hablan del conflicto y de la muerte sin rozarla ni con la punta de los dedos o con la esperanza de que justificando cualquier pérdida pueda hacerse la vida más razonable y llevadera. Particularmente sintomáticos de este pensamiento único y falto de lógica es el discurso de Nixon acerca de los bombardeos con los B-52, acogido con calurosos aplausos del auditorio, mientras Davis intercala las terribles escenas reales de dichos bombardeos con decenas de niños muertos; los maravillosos ideales de los padres del soldado Emerson, caído en combate; la alegría insensata de los soldados en pos de la gloria al compás de fondo de la clásica canción nacionalista “Over there”, de Cohan, que comienza con la frase Johnny, get your gun en la que se basó Dalton Trumbo para mostrar de manera irrepetible el sin sentido de la guerra con su “Johnny cogió su fusil”; y aún más las cáusticas y demoledoras palabras de Westmoreland afirmando como quien lo hubiera estudiado en West Point que “los orientales no les dan el mismo valor a la vida que los occidentales, para ellos tiene menos valor”, a la vez que el director, nuevamente, en un ejercicio de derrumbe argumental muestra las imágenes de un desgarrador funeral vietnamita.

Una y otra vez el filme parece querer mostrar con inusitada claridad y obviedad: “estos son nuestros valores” para martirizar a la audiencia preguntando “¿hemos aprendido algo?”. Mientras aparecen los títulos de crédito finales un desfile militar se torna inflexible. Hay niños. Muchos. O cambiamos nosotros o esto no hay quien lo cambie.

«Si esto es un hombre» (1947)

Primo Levi by monsteroftheid

Primo Levi by monsteroftheid

Difícil se hace hablar de literatura mientras y después de leer “Si esto es un hombre”, primera de las tres novelas conocidas como «Trilogía de Auschwitz», y que completarían «La tregua» (1963) y «Los hundidos y los salvados» (1989), cuyo título proviene, nada casualmente, de uno de los más lúcidos capítulos del libro que nos ocupa.

Lo crucial, desde luego, ante una obra de estas características, no parece que haya de ser detenerse en el estilo o calidad de Levi al mostrarnos los horrores vividos en primerísima persona. Me resulta absolutamente increíble que este señor fuera capaz de escribir esto menos de un año después de su liberación y reconversión a ser humano. Tal vez por esa experiencia desgarradora no hay más remedio que dar la razón a Adorno cuando decía: «escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie». Las constantes referencias a la bajada al infierno de Dante en «La Divina Comedia», de manera concreta sus referencias a Ulises, es de las pocas esperanzas que entrega Levi sobre la firme resolución de un ser humano a no renunciar a serlo en virtud de su dignidad. Pero lo más pasmoso es precisamente el estilo casi de diario personal y meramente descriptivo de las atrocidades: metódico, seco, pragmático, como comentaba cuando comencé su lectura… que anuncia una y otra vez la verdad explícita del título de la obra y a la que varias veces hace alusión a lo largo de la novela: “destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo; no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes”. No hay adjetivos calificativos que afloren espontáneamente a mis labios; Levi resume la asunción del terrible destino con un párrafo sobre uno de tantos compañeros que pasaron por el Lager: “me contó su historia, que he olvidado hoy, pero era una historia dolorosa, cruel y conmovedora; porque así son todas nuestras historias, cientos de miles de historias, todas distintas y todas llenas de una trágica y desconcertante fatalidad”.
Esa desconcertante fatalidad, mezcla de sarcástico optimismo y triste realidad de la experiencia vivida, lo acompañó hasta el fin de sus días y el mismo momento de su muerte, en circunstancias aún no clarificadas sobre si ha de atribuirse al suicidio o a un simple accidente.

Terminando las páginas, este que suscribe, metódico en la duda acerca de ciertas realidades sobre el Holocausto (recomiendo al respecto leer el ensayo “La industria del Holocausto”, del judío Norman Filkenstein), acierta a comprender con docilidad extrema que, más allá del uso político que el auge del sionismo hiciera del desastre a partir sobre todo de los década de los sesenta del siglo pasado, esta obra fue escrita en 1946, y me la trae al pairo si son ciertos los banales datos de si es o no imposible que fallecieron 6 millones de judíos en los campos de exterminio o “sólo” fueron como máximo un millón. Si un solo ser humano ha sido conminado de la forma cruel y severa de esta páginas amorales a creer que no lo es no hay salvación ni excusa viable. Lo escribió el propio Levi, en una carta en francés en abril de 1946 a Jean Samuel, un judío alsaciano a quien conoció en Auschwitz: “lo queramos o no, somos testigos y llevamos el peso de nuestro testimonio”.

ist das ein mensch by scheinbar

ist das ein mensch by scheinbar

«Los que vivís seguros
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:

Considerad si es un hombre

Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.

Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.

Pensad que esto ha sucedido:

Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle,
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.

O que vuestra casa se derrumbe,
La enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro».

«Sucumbir es lo más sencillo: basta cumplir órdenes que se reciben, no comer más que la ración, atenerse a la dis­ciplina del trabajo y del campo. La experiencia ha demos­trado que, de este modo, sólo excepcionalmente se puede durar más de tres meses. Todos los «musulmanes» que van al gas tienen la misma historia o, mejor dicho, no tienen historia; han seguido por la pendiente hasta el fondo, natu­ralmente, como los arroyos que van a dar a la mar. Una vez en el campo, debido a su esencial incapacidad, o por desgra­cia, o por culpa de cualquier incidente trivial, se han visto arrollados antes de haber podido adaptarse; han sido ven­cidos antes de empezar, no se ponen a aprender alemán y a discernir nada en el infernal enredo de leyes y de prohi­biciones, sino cuando su cuerpo es una ruina, y nada podría salvarlos de la selección o de la muerte por agotamiento. Su vida es breve pero su número es desmesurado; son ellos, los Muselmdnner, los hundidos, los cimientos del campo; ellos, la masa anónima, continuamente renovada y siempre idén­tica, de no-hombres que marchan y trabajan en silencio, apagada en ellos la llama divina, demasiado vacíos ya para sufrir verdaderamente. Se duda en llamarlos vivos: se duda en llamar muerte a su muerte, ante la que no temen porque están demasiado cansados para comprenderla».