«Promises» (2001)

Promises-frenteExiste una teoría social -que más que teoría es sin duda de un empirismo extremo- llamada de manera común la construcción del enemigo y en cuyas bondades se basa, por ejemplo, la última obra del escritor y filósofo italiano Umberto Eco titulada prácticamente igual: «Construir al enemigo».

Ahora, como suele corresponder en estas lides, tocaría hablar de los motivos ineludibles que me han llevado a colgar el documental que nos ocupa en el blog, así como hacer un recorrido a lo largo de la ínclita filmografía de sus autores y explicar finalmente la patente relación entre el odio entre pueblos y la educación y que mucho tiene que ver con los prejuicios hacia aquél que debemos odiar por norma como si fuera una verdad de Perogrullo.

El caso es que no voy a hablar de esos motivos ineludibles, porque siempre habrá quien le saque punta a todo (el filme es una producción israelí) y le dé por tirar piedras a los buenos intentos y propósitos; y sería demasiado corto lo de detenernos en el resto de filmes de las tres partes implicadas en su realización, pues a excepción del mexicano Bolado ni Shapiro ni Goldberg han rodado más; y por último lo de los prejuicios y la magnífica teoría de la creación del enemigo se refleja en sus imágenes más que en mil palabras.

El argumento es fácil. En una etapa de relativa calma entre las comunidades israelíes y palestinas, desde 1997 a 2000, los realizadores ponen en contacto a niños de ambos grupos en edades comprendidas entre los nueve y los doce años. El resto sólo puede verse.

Dicen que uno de los mayores ‘aciertos’ de la guerra global es que ya no es necesario enfrentarse cara a cara con el contrario, sino que con una bomba lanzada desde mil metros de altura puedes destruir a tu oponente sin resquemores y sin tener que mirarle a los ojos mientras lo haces. De similar modo que no es lo mismo comerse una loncha de jamón de york que te acaban de poner en el plato que tener que matar al cerdo tú mismo y descuartizarlo para obtener idéntico fin.

Nadie nace llamando al otro, a la otra enemigo, son procesos y ningún niño nace tampoco con prejuicios.

[vimeo 17230443 w=640 h=480]

PROMISES (Documental) from Sefaradi Torah on Vimeo.

Matar a un hombre

Gaza_15.07.2014

Niña herida en los bombardeos de Gaza

No existe nadie lo suficientemente estúpido como para justificar el asesinato de un semejante por motivos económicos o políticos. “Sí, el caso es que necesitaba una pelillas y se me fue la mano”, o “es que votaba a otro partido y ya me estaba tocando las pelotas”. Como visto así no tiene la más mínima lógica, el único argumento al que podría aferrarse un ser humano para acabar con la vida de otro y salir indemne de la purga sería de índole ético. Y ahí está lo chungo, convencer al público asistente de que la vida debe de considerarse un bien menos importante de proteger en relación con otros derechos. Cuando un ser de calidad moral media, no hace falta ser Gandhi, Luther King o Madre Teresa, observa en un medio de comunicación (si es que osan) algunas instantáneas de las consecuencias desastrosas de los bombardeos de Israel sobre la población infantil en la franja de Gaza hay que hilar muy fino para vender la moto al susodicho de que ese chico de nueve, diez u once años con la cara destrozada por proyectiles y metal líquido se lo merecía vete tú a saber por qué componente histórico y en virtud de la complejidad que asola el conflicto palestino-israelí desde finales de los años 40 del pasado siglo.

Uno de los motivos éticos más sólidos a los que aferrarse, generalmente falaz en virtud de la realidad por poco que se escarbe, es el de la legítima defensa; el cuál, por norma general ha de presuponer o una inmediatez que impide reaccionar de otro modo, o que el daño que se vaya a producir sea equiparable o al menos nunca mayor que el que se ha sufrido. Estos dos supuestos últimos de identidad viperina -más allá de que partan del hecho más o menos discutible de que la vida de otro es de inferior valor a la mía- se sustentan a su vez en dos teorías ancestrales y vetustas nunca demostradas en función de su utilidad: la Ley del Talión o la doctrina de la Guerra Justa, como si estas dos palabras no supusieran en sí mismas una neta contraditio in terminis.

En este sentido la realidad estadística sí que es sólida de cojones: en dos semanas de «enfrentamientos» (disculpad las comillas) dos israelíes muertos frente a 250 palestinos. Ni legítima defensa, ni Ley del Talión, ni Guerra Justa… ni partes nobles. Sólo resta entonces aquello a lo que, a pesar de que no pueda sustentarse ni sobre pilares de mármol, invoca el cruel con la connivencia y el silencio soez de las democracias occidentales:

«Detrás de cada terrorista hay decenas de hombres y mujeres sin los cuales no podría atentar. Ahora todos son combatientes enemigos, y su sangre caerá sobre sus cabezas. Incluso las madres de los mártires, que los envían al infierno con flores y besos. Nada sería más justo que siguieran sus pasos. Deberían desaparecer junto a sus hogares, donde han criado a estas serpientes. De lo contrario, criarán más pequeñas serpientes».

Lo dijo la diputada del Parlamento Israelí Ayelet Shaked, y aquí no pasa nada, porque es obvio y una verdad de Perogrullo que la vida de las serpientes vale mucho menos que la de los seres humanos, al fin y al cabo es lo que el régimen nazi opinaba de los judíos, que no podían ser considerados seres humanos; o lo que argüían los dueños de las plantaciones de algodón respecto a los esclavos negros, que eran menos dignos que las mascotas; o la comunidad Afrikáner frente a la mayoría de color durante la segregación racial del Apartheid.

Podríamos reconsiderar cualquier otra opción viable por muy ilógica que pudiera resultar, o incluso recurrir con éxtasis a la firmeza indócil de los motivos ideológicos, pero prefiero invocar a Jean-Luc Godard que en uno de sus últimos filmes, rememorando al teólogo Castellion, suelta una verdad que quizá necesite menos demostración empírica que el tema de las serpientes: “matar a un hombre para defender una idea no es defender una idea, es matar a un hombre”*.

Y aún no he hablado de la injusticia política y territorial de Israel con el pueblo palestino. Sería demasiado largo, así que dejo esa imagen que vale más que mil palabras.

palestina

* «Nuestra música» (Jean-Luc Godard, 2004) 

 

Licencia Creative Commons Matar a un hombre por Rafa Poverello se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

«La gran ilusión» (1937)

15699491315_872ae5e620_bUno no sabe realmente ni por dónde meterle mano a la trascendencia de Jean Renoir en la historia del séptimo arte, ya desde la poco reconocida en su momento “Toni” (1935), un drama sobre unos emigrantes que trabajan en una cantera y cuyo estreno supuso un giro de 360º adelantando todas las características que serían base para el neorrealismo italiano de los años 40.

Tal vez sea injusto dedicar la entrada de esta semana a “La gran ilusión” y no a “La regla del juego”, que también -o aún más- es de una genialidad ineludible, pero uno tiene sus preferencias vitales y del mismo modo que Renoir dijo aquello de que “hice La gran Ilusión porque soy pacifista”, yo la elijo por idéntico motivo, aunque decir simplemente que el filme es uno de los más claros alegatos pacifistas de la historia del cine resta valor a la mayoría de sus virtudes.

No obstante, es preciso decir y anotar con rotulador fluorescente que sus valores

Jean Renoir by monsteroftheid

Jean Renoir by monsteroftheid

golpeaban de forma tan rotunda en las sienes del fascismo y el nacionalsocialismo que su estreno fue prohibido de manera taxativa en Italia y Alemania, en este último país gracias a la machacona insistencia de Goebbels, a pesar de que a Göring, por ejemplo, le gustara. Hasta en Francia el guión fue rechazado por varios productores y sólo gracias al interés mostrado por Jean Gabin, actor del momento y que nos regalaría algunos de los más apabullantes papeles realistas de toda una generación (“Quai des brumes, 1937, o “Pépé-Le-Moko”, 1938) podemos disfrutar probablemente de esta joya del cine. Digamos que no quedaba bonita esa confraternización entre oficiales franceses y alemanes, ese comandante alemán lisiado y que acabó representando la decadencia de los antiguos regímenes a pesar de que el papel que interpretará Von Stroheim fuera inicialmente de apenas cinco minutos, ese poner rostro al enemigo y compartir cama entre una mujer alemana y un oficial francés, escena que ni siquiera fue mostrada en las democráticas pantallas de Estados Unidos hasta 1958.

Pero la película del gran genio francés va un paso más allá; «La gran ilusión»
adelanta uno de los temas trasversales de su obra: la diferencia de clase, y que tan magistralmente retratara dos años después en la ya nombrada «La regla del juego». En el campo de concentración puede apreciarse que la mayor barrera entre los seres humanos no es el rango ni la nacionalidad sino la clase social.

El filme de Renoir, paradigma de la exploración en el terreno de la improvisación tanto a nivel de reparto como diálogos característicos de su estilo de hacer cine, tiene tantas interpretaciones y símbolos antibélicos y de cambio social y político que daría para una tesis doctoral. Conformémonos, que no es poco, con verlo y disfrutarlo. El crítico y documentalista inglés Basil Wright comentaba al respecto: “al criticar La gran Ilusión es necesario destacar el hecho de que sólo puede ser juzgada con los patrones más altos”.

https://www.youtube.com/watch?v=_fAiIqVLf4E

Philip Larkin

Philip Larkin by lupercal

Philip Larkin by lupercal

Era un tipo raro este Larkin, podría decir al inicio y hasta poner cerco a todo posterior comentario rematando ahí mismo la faena con un punto y final. Era un tipo sumamente raro. Hasta después de su muerte en 1985, con las cartas publicadas de manera póstuma por Anthony Thwaite en 1992 y alguna que otra biografía oficial aunque dudosamente autorizada, sus detractores y admiradores andan repartiéndose mandobles como si de vida y muerte se tratara.

De cada ser humano se pueden extraer soberanos resquicios para la duda, para acusarlo de racista, pervertido, rancio de derechas… pero sólo los genios sobreviven a la quema, y Larkin es uno de ellos. Cruel puede resultar sin exceso de celo acogerse a determinados preceptos y no a otros cuando evidente resulta, desde la iluminación artística que sufrió este ensayista, bibliotecario, poeta, novelista y crítico de jazz (casi nada) allá por mediados de los años 40 del pasado siglo tras leer algunos poemas del también cínico y pesimista Thomas Hardy, que su obra aparece marcada por una profunda tendencia a lo proscrito y a asumir determinadas libertades sobre lo políticamente incorrecto según auditorio como una especie en peligro de extinción y son muchos quienes han restado trascendencia a las críticas en virtud de que incluso en la lectura e interpretación de sus poemas cuesta ponerse de acuerdo.

Que Larkin fue demasiado atrevido para aquellas alejadas y doloridas décadas de posguerra de los 50 y 60 tal vez no quepa la menor duda, o que fuera un bicho, pero que lo que parte de la crítica rechazó por considerarlo ofensivo, impropio y fatigoso para la académica y ortodoxa sociedad británica, fue acogido a manos abiertas por el público lo atestiguan las reediciones de, por ejemplo, “Las bodas de Pentecostés” que vendió 4.000 ejemplares en apenas dos meses.

Ni la represión sexual, ni el alistamiento que desbroza familias, ni la ignorancia que a muchos nutre… Nada escapa a la pluma afilada de Larkin, para muchos el mejor poeta del siglo XX en lengua inglesa.

Al sol de Prestatyn

Ven al sol de Prestatyn
decía riendo la chica del cartel,
arrodillada en la arena
y de ajustado y blanco satén.
Tras ella un cacho de costa
y un hotel con palmeras parecían
brotarle de los muslos y los brazos
extendidos para alzarle los pechos.

La pegaron un día de marzo.
Un par de semanas después era bizca
y le habían pintado unos colmillos;
le marcaron con saña enormes tetas
y una raja en la entrepierna, y entre los muslos
le habían hecho unos garabatos
que la dejaban bien abierta de piernas
sobre una polla tuberosa y sus cojones

con la firma de El Enano Thomas,
mientras que alguien había utilizado un cuchillo
o lo que fuera para apuñalarle
los labios con bigote de su sonrisa.
Era demasiado exquisita para esta vida.
Muy pronto, un gran desgarrón transversal
dejó solo una mano y un poco de azul.
Ahora hay un cartel de Lucha contra el cáncer.

MCMXIV

Esas largas colas desiguales
Esperando en pie pacientes
Como si se estiraran frente a
The Oval o Villa Park,
Las copas de los sombreros, el sol
Sobre caras arcaicas con mostachos
Sonriendo como si sólo fuera
El bullicio de una fiesta de agosto;
Y las tiendas cerradas, los nombres
despintados de los comercios en los toldos,
Los peniques y coronas,
Y niños jugando en trajes oscuros
Con nombres de reyes y de reinas,
Los anuncios de hojalata
De cacao y twist, y los pubs
Abiertos todo el día–

Y el campo indiferente:
Los nombres de los sitios esfumados
Entre hierbas florecidas, y prados
Ensombreciendo las fronteras del Domesday
Bajo el silencio incesante del trigo;
Lo sirvientes en trajes diferentes
Con habitaciones diminutas en enormes casas,
El polvo detrás de las limusinas;

Nunca tanta inocencia,
Nunca antes ni después,
Como cambiada hacia el pasado
Sin una palabra–los hombres
Dejando los jardines arreglados,
Los miles de matrimonios,
Durando un poquito más:
Nunca volvió tanta inocencia.

Ignorancia

Es raro no saber nada, no estar seguro
de qué es cierto o qué es justo o qué es real,
sino hablar con matices, eso creo,
o bueno, así parece:
alguien debe saberlo.

Es raro no entender como marchan las cosas,
la astucia humana para hallar lo necesario,
su sentido formal, su puntual fecundar,
sí, es raro,

incluso vestir ese conocimiento -pues la carne
nos ciñe con sus propias decisiones-
y pasar sin embargo la vida en vaguedades,
que cuando comenzamos a morir
no tenemos ni idea de por qué.