Un poder sobrehumano

    Sucedió en Somalia, donde siempre es desierto y apenas quedan orugas que se transformen en crisálidas, sólo gusanos en vientres y estómagos con liendres; donde suponemos que perdió la partida hace años la esperanza atreviéndose a envidar al destino con un cuenco de arroz y agua pútrida… Allí, sin capa púrpura, sin capucha ni antifaz, sin uniforme elástico de altaneros colores que marque músculos indómitos; allí, ausente de poderes sobrehumanos de procedencia cósmica o experimentación científica, se hizo presente la heroína, como el más corriente y vulgar de los mortales, insensible a la kriptonita y de marcado esqueleto óseo que jamás oyó hablar del adamantium.

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    Un poblado de hambruna, en mitad de la nada donde ni el gobierno propio ni las insensibles naciones ajenas encuentran la más nimia de las causas para impedir que se siembren las chozas de cadáveres. Sobrevuelan los helicópteros del ejército el cielo ridículamente azul en estado de sitio; los piratas armados reclutan obligados cadetes a su causa sobria y contundente. Acaban de transmitir por radio que hasta dentro de varios días no podrán sortear el bloqueo los aviones de ayuda internacional dejando caer, como el maná, en medio de la desnutrición y del negro clamor de hijos olvidados, víveres enclaustrados en cajas de madera. Reúnen al pueblo el sacerdote y una de las hermanas responsables de la misión, que se han negado a abandonar el fuerte, e intentan explicar lo inextricable. Es la religiosa quien toma la palabra y aferra el toro por los cuernos con la desgana de la impotencia.
– No tenemos alimentos y hasta dentro de tres o cuatro días no recibiremos ayuda externa.

    Huelga decir que decenas de angustiados murmullos se dejan sentir por la asamblea. Varios adultos alzan la voz. Madres desoladas, algunas de bebés lactantes, o con niños de temprana edad. Algunas quejas, enfados, impertinencias. Lo justo cuando se siente el ser humano menos humano que nunca y poseído por la absoluta desesperación.
Continúa la monja reventando sus entrañas en lágrimas contenidas.
– Sólo nos quedan varios sacos de caramelos. Mientras llega la ayuda haremos una fila en la que se pondrán todas las mujeres que tengan niños menores de siete años y se les entregarán dos caramelos al día para que se los den a sus hijos.
Persisten las quejas, algunas vehementes más allá de la obvia comprensión a la que se ven compelidos. Finalmente, tras ardua tarea de concienciación y asunción de la realidad por parte de todos da comienzo el reparto.
Una sola fila, mujeres famélicas, algunas, las de maternidad más próxima, aún con sus criaturas en el regazo; otras volviendo la mirada acuosa a los niños que las observan extender lacónicamente la mano y recibir el par de golosinas como si del más suculento de los banquetes se tratara. Sigue leyendo

César Vallejo

César Vallejo, Niza 1929

César Vallejo, Niza 1929

«El literato de puerta cerrada no sabe nada de la vida. La política, el amor, el problema económico, el desastre cordial de la esperanza, la refriega directa del hombre con los hombres, el drama menudo e inmediato de las fuerzas y las direcciones contrarias de la realidad, nada de esto sacude personalmente al escritor de puertas cerradas».

Esta frase de César Vallejo puede resumir con suma perfección la vida y entrañas del imprescindible autor peruano, para muchos uno de los mayores y más originales poetas de todo el siglo XX.

No debe de ser fácil vivir intentando ser coherente más allá de todo sacrificio, ni como persona ni como creador, pero para clamar sobre esa posibilidad está Vallejo, por mucho que el propio autor dijera de sí mismo en su poema Espergesia que yo nací un día en que Dios estuvo enfermo, grave.

Desde el reconocimiento internacional hasta a la crítica más despiadada, desde la posición relativamente acomodada hasta el vagabundeo por falta de los más mínimos recursos económicos… César Vallejo pasó por todas las condiciones que puede un ser humano disfrutar y padecer, todo por no renunciar ni a sus ideas comunistas que le trajeron duros enfrentamientos tanto en su propio país como en oros de adopción como España o Francia, ni a su firme creencia en que había de revolucionar el mundo de la literatura creando obras ahora consideradas sublimes y capitales en la historia de la poesía por el uso del léxico y de neologismos, como su libro Trilce, y que serían acogidos con frialdad y hasta con burla por sus contemporáneos.

Su compromiso socio-político se refleja de manera especial en sus escritos posteriores a los años 30, poemas que serían recopilados por su esposa y publicados de manera póstuma.

Dos botones de muestra, el conocidísimo Masa y el incluido dentro de sus Poemas Póstumos Los nueve monstruos. Aunque a simple vista pueda parecerlo, en este último no hay erratas.

MASA

Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:
«¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: «¡Quédate hermano!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar…

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LOS NUEVE MONSTRUOS
I, desgraciadamente,
el dolor crece en el mundo a cada rato,
crece a treinta minutos por segundo, paso a paso,
y la naturaleza del dolor, es el dolor dos veces
y la condición del martirio, carnívora, voraz,
es el dolor dos veces
y la función de la yerba purísima, el dolor
dos veces
y el bien de ser, dolernos doblemente.
Jamás, hombres humanos,
hubo tanto dolor en el pecho, en la solapa, en la cartera,
en el vaso, en la carnicería, en la aritmética!
Jamás tanto cariño doloroso,
jamás tan cerca arremetió lo lejos,
jamás el fuego nunca
jugó mejor su rol de frío muerto!
Jamás, señor ministro de salud, fue la salud
más mortal
y la migraña extrajo tanta frente de la frente!
Y el mueble tuvo en su cajón, dolor,
el corazón, en su cajón, dolor,
la lagartija, en su cajón, dolor.
Crece la desdicha, hermanos hombres,
más pronto que la máquina, a diez máquinas, y crece
con la res de Rousseau, con nuestras barbas;
crece el mal por razones que ignoramos
y es una inundación con propios líquidos,
con propio barro y propia nube sólida!
Invierte el sufrimiento posiciones, da función
en que el humor acuoso es vertical
al pavimento,
el ojo es visto y esta oreja oída,
y esta oreja da nueve campanadas a la hora
del rayo, y nueve carcajadas
a la hora del trigo, y nueve sones hembras
a la hora del llanto, y nueve cánticos
a la hora del hambre y nueve truenos
y nueve látigos, menos un grito.
El dolor nos agarra, hermanos hombres,
por detrás, de perfil,
y nos aloca en los cinemas,
nos clava en los gramófonos,
nos desclava en los lechos, cae perpendicularmente
a nuestros boletos, a nuestras cartas;
y es muy grave sufrir, puede uno orar.
Pues de resultas
del dolor, hay algunos
que nacen, otros crecen, otros mueren,
y otros que nacen y no mueren, otros
que sin haber nacido, mueren, y otros
que no nacen ni mueren (son los más)
Y también de resultas
del sufrimiento, estoy triste
hasta la cabeza, y más triste hasta el tobillo,
de ver al pan, crucificado, al nabo,
ensangrentado,
llorando, a la cebolla,
al cereal, en general, harina,
a la sal, hecha polvo, al agua, huyendo,
al vino, un ecce-homo,
tan pálida a la nieve, al sol tan ardio!
¡Cómo, hermanos humanos,
no deciros que ya no puedo y
ya no puedo con tanto cajón,
tanto minuto, tanta
lagartija y tanta
inversión, tanto lejos y tanta sed de sed!
Señor Ministro de Salud; ¿qué hacer?
¡Ah! desgraciadamente, hombres humanos,
hay, hermanos, muchísimo que hacer.

«Promises» (2001)

Promises-frenteExiste una teoría social -que más que teoría es sin duda de un empirismo extremo- llamada de manera común la construcción del enemigo y en cuyas bondades se basa, por ejemplo, la última obra del escritor y filósofo italiano Umberto Eco titulada prácticamente igual: «Construir al enemigo».

Ahora, como suele corresponder en estas lides, tocaría hablar de los motivos ineludibles que me han llevado a colgar el documental que nos ocupa en el blog, así como hacer un recorrido a lo largo de la ínclita filmografía de sus autores y explicar finalmente la patente relación entre el odio entre pueblos y la educación y que mucho tiene que ver con los prejuicios hacia aquél que debemos odiar por norma como si fuera una verdad de Perogrullo.

El caso es que no voy a hablar de esos motivos ineludibles, porque siempre habrá quien le saque punta a todo (el filme es una producción israelí) y le dé por tirar piedras a los buenos intentos y propósitos; y sería demasiado corto lo de detenernos en el resto de filmes de las tres partes implicadas en su realización, pues a excepción del mexicano Bolado ni Shapiro ni Goldberg han rodado más; y por último lo de los prejuicios y la magnífica teoría de la creación del enemigo se refleja en sus imágenes más que en mil palabras.

El argumento es fácil. En una etapa de relativa calma entre las comunidades israelíes y palestinas, desde 1997 a 2000, los realizadores ponen en contacto a niños de ambos grupos en edades comprendidas entre los nueve y los doce años. El resto sólo puede verse.

Dicen que uno de los mayores ‘aciertos’ de la guerra global es que ya no es necesario enfrentarse cara a cara con el contrario, sino que con una bomba lanzada desde mil metros de altura puedes destruir a tu oponente sin resquemores y sin tener que mirarle a los ojos mientras lo haces. De similar modo que no es lo mismo comerse una loncha de jamón de york que te acaban de poner en el plato que tener que matar al cerdo tú mismo y descuartizarlo para obtener idéntico fin.

Nadie nace llamando al otro, a la otra enemigo, son procesos y ningún niño nace tampoco con prejuicios.

[vimeo 17230443 w=640 h=480]

PROMISES (Documental) from Sefaradi Torah on Vimeo.

Matar a un hombre

Gaza_15.07.2014

Niña herida en los bombardeos de Gaza

No existe nadie lo suficientemente estúpido como para justificar el asesinato de un semejante por motivos económicos o políticos. “Sí, el caso es que necesitaba una pelillas y se me fue la mano”, o “es que votaba a otro partido y ya me estaba tocando las pelotas”. Como visto así no tiene la más mínima lógica, el único argumento al que podría aferrarse un ser humano para acabar con la vida de otro y salir indemne de la purga sería de índole ético. Y ahí está lo chungo, convencer al público asistente de que la vida debe de considerarse un bien menos importante de proteger en relación con otros derechos. Cuando un ser de calidad moral media, no hace falta ser Gandhi, Luther King o Madre Teresa, observa en un medio de comunicación (si es que osan) algunas instantáneas de las consecuencias desastrosas de los bombardeos de Israel sobre la población infantil en la franja de Gaza hay que hilar muy fino para vender la moto al susodicho de que ese chico de nueve, diez u once años con la cara destrozada por proyectiles y metal líquido se lo merecía vete tú a saber por qué componente histórico y en virtud de la complejidad que asola el conflicto palestino-israelí desde finales de los años 40 del pasado siglo.

Uno de los motivos éticos más sólidos a los que aferrarse, generalmente falaz en virtud de la realidad por poco que se escarbe, es el de la legítima defensa; el cuál, por norma general ha de presuponer o una inmediatez que impide reaccionar de otro modo, o que el daño que se vaya a producir sea equiparable o al menos nunca mayor que el que se ha sufrido. Estos dos supuestos últimos de identidad viperina -más allá de que partan del hecho más o menos discutible de que la vida de otro es de inferior valor a la mía- se sustentan a su vez en dos teorías ancestrales y vetustas nunca demostradas en función de su utilidad: la Ley del Talión o la doctrina de la Guerra Justa, como si estas dos palabras no supusieran en sí mismas una neta contraditio in terminis.

En este sentido la realidad estadística sí que es sólida de cojones: en dos semanas de «enfrentamientos» (disculpad las comillas) dos israelíes muertos frente a 250 palestinos. Ni legítima defensa, ni Ley del Talión, ni Guerra Justa… ni partes nobles. Sólo resta entonces aquello a lo que, a pesar de que no pueda sustentarse ni sobre pilares de mármol, invoca el cruel con la connivencia y el silencio soez de las democracias occidentales:

«Detrás de cada terrorista hay decenas de hombres y mujeres sin los cuales no podría atentar. Ahora todos son combatientes enemigos, y su sangre caerá sobre sus cabezas. Incluso las madres de los mártires, que los envían al infierno con flores y besos. Nada sería más justo que siguieran sus pasos. Deberían desaparecer junto a sus hogares, donde han criado a estas serpientes. De lo contrario, criarán más pequeñas serpientes».

Lo dijo la diputada del Parlamento Israelí Ayelet Shaked, y aquí no pasa nada, porque es obvio y una verdad de Perogrullo que la vida de las serpientes vale mucho menos que la de los seres humanos, al fin y al cabo es lo que el régimen nazi opinaba de los judíos, que no podían ser considerados seres humanos; o lo que argüían los dueños de las plantaciones de algodón respecto a los esclavos negros, que eran menos dignos que las mascotas; o la comunidad Afrikáner frente a la mayoría de color durante la segregación racial del Apartheid.

Podríamos reconsiderar cualquier otra opción viable por muy ilógica que pudiera resultar, o incluso recurrir con éxtasis a la firmeza indócil de los motivos ideológicos, pero prefiero invocar a Jean-Luc Godard que en uno de sus últimos filmes, rememorando al teólogo Castellion, suelta una verdad que quizá necesite menos demostración empírica que el tema de las serpientes: “matar a un hombre para defender una idea no es defender una idea, es matar a un hombre”*.

Y aún no he hablado de la injusticia política y territorial de Israel con el pueblo palestino. Sería demasiado largo, así que dejo esa imagen que vale más que mil palabras.

palestina

* «Nuestra música» (Jean-Luc Godard, 2004) 

 

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