«Walden, o la vida en los bosques» (1854)

 

H. D. Thoreau

Si algún día me viera obligado por las circunstancias, supongamos, de la fama o de la conciencia individual a dar rienda suelta a mis experiencias vitales y narrarlas con todo lujo de detalles a modo de autobiografía a fin de compartir un ideario al que se aferra mi espíritu pues de él depende mi banal existencia, si hubiera de escribir tal cosa, decía, el bueno de Henry David Thoreau me ha ahorrado la molestia desde la primera a la última letra.

“Hay cierta clase de incrédulos”, comenta el narrador y filósofo en los primeros envites de Walden, “que a veces me hacen preguntas tales como si creo que puedo vivir solamente de verduras; y para dar con la raíz del asunto de una vez -porque la raíz es la fe- suelo responder que yo puedo vivir hasta con clavos. Si no pueden entenderme, tampoco comprenderán mucho de lo que tengo que decir”. No sólo lo entiendo sin ningún esfuerzo, sino que lo comparto con esa fe inquebrantable que ha de servir de raíz a toda opción y que quizá, haga inescrutable e intrascendente cada rincón de esta obra y cada sílaba de esta reseña. Si un individuo se encuentra verdaderamente convencido de algo, lo hará, por más impedimentos que parezcan existir, y tan sólo la muerte será capaz de separarlo de esa visión.

De rigor resulta, antes de tener la convicción de que a este tipo se le fue la olla cuando decidió irse a vivir a una casa destruida cerca del lago Walden sin apenas utensilios ni dinero, que Thoreau, fiel a sus principios hasta las últimas consecuencias, acabó por estar un único día en prisión -episodio que se recoge en el libro precisamente, al suceder durante una de sus escasas visitas a la ciudad mientras vivía en el bosque- por negarse durante seis años a pagar impuestos que apoyaran tanto la situación de esclavitud de miles de seres humanos como la guerra contra México: «bajo un gobierno que encarcela a cualquiera injustamente, el lugar apropiado para el justo es también la prisión”. La influencia de su pensamiento en todo el movimiento pacifista de mediados del siglo pasado y en figuras de la talla de Tolstoi y Gandhi es inconmensurable. El ensayo que nos ocupa fue escrito en la década de los años cincuenta del siglo XIX y muchos de los argumentos y soluciones que propone, así como el grueso de su ideología, constituyen el eje del debate actual sobre un modelo alternativo de sociedad y de consumo. Hace poco más de un año, en un Foro, basándose en el título de un artículo de Anthony Appiah, profesor de filosofía de la Universidad de Princeton, preguntaba al auditorio el ponente Óscar Mateos, sociólogo y profesor de cooperación y desarrollo: “¿por qué nos condenarán las futuras generaciones?”. Una de las respuestas que se le antojaba obvia hacía referencia al hacinamiento sistemático de animales como los cerdos, con un cociente intelectual similar al de un niño de tres o cuatro años, para alimentación. Thoreau es categórico al respecto: “no me cabe la menor duda de que es parte del destino de la raza humana, en su progreso gradual, el dejar de consumir animales, de igual modo que las tribus salvajes dejaron de comerse entre sí cuando entraron en contacto con otras más civilizadas”.

De comunes y ordinarias cuestiones que asumimos a diario como de lo más normales (¿qué ser perverso inventaría el concepto de normalidad?) trata el padre de la desobediencia civil en Walden, y partiendo de una base práctica y poética que intentara hacer suya a lo largo de toda su vida: “nadie puede ser observador imparcial y certero de la raza humana, a menos que se encuentre en la ventajosa posición de lo que deberíamos llamar pobreza voluntaria”, destruye desde sus fundamentos la teoría del utilitarismo de una sociedad basada en el descarte, en el beneficio material, en la que sólo tiene valor aquello que puede comprarse y que se aprecia sin remilgos en el fragmento más conocido de Walden: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida… para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido”. Extensos capítulos dedica Thoreau a describir con la humildad y la admiración de un chiquillo el despertar de la primavera, las gotas de rocío, el renacer de las flores, las idas y venidas de los animales… el agua del lago que es vida. “El hombre consciente conserva la impresión de que existe una inocencia universal”, expone con lucidez,“¡Sencillez, sencillez, sencillez! Que os baste la uña del pulgar para llevar las cuentas”. ¿Es una pérdida de tiempo admirarse contemplando un árbol, un amanecer, una ardilla? ¿Es el arte y la belleza una pamplina? En una respuesta afirmativa o negativa tal vez radique el alma de a qué dedicamos buena parte de nuestro quehacer. “Si busco en mis recuerdos los que me han dejado un sabor duradero, si hago balance de las horas que han valido la pena, siempre me encuentro con aquellas que no me procuraron ninguna fortuna”, consumaba Saint-Exupéry.

Es mordaz, atrevido, cínico y divertido en la crítica a los sostenes de la cultura del ‘bienestar’ y no deja escapar ninguna oportunidad ante lo cotidiano:
“[A la mayoría] les sería mucho más fácil renquear por la villa con una pierna quebrada que con un pantalón roto (…). Y así es que conocemos sólo a unos pocos hombres, y una gran cantidad de chaquetas y calzones”.
“Más de uno, que no habría muerto de frío en una caja [de madera] como ésa, se ve agobiado hasta la muerte por tener que pagar la renta de otra, sólo que más grande y lujosa”.
No se salva de la quema ni la falsa y oportuna filantropía que evita el compromiso y las posibilidades reales de cambio global: “Si yo supiera con toda seguridad que un hombre se dirige a mi casa con el resuelto propósito de hacerme bien, correría por mi vida igual que ante ese viento seco y abrasador de los desiertos africanos llamado simún, que te llena la boca, los ojos, la nariz y los oídos de arena y te ahoga, y eso tan sólo por miedo de que me hiciera algo de aquel bien, que ese virus penetrara en mi sangre (…). Aseguraos de que prestáis al pobre la ayuda que verdaderamente necesita (…). Si se trata de dar dinero, daos con él”.

En determinada ocasión cuando el obispo de su ciudad le ofreció unos terrenos, Francisco de Asís, uno de esos locos necesarios que trabajaban por la paz, le respondió: “si tuviéramos propiedades, necesitaríamos armas para defenderlas”. No podía opinar de manera distinta el pionero del camino de la no-violencia y que debiera servir de piedra de toque a nuestro desnaturalizado modelo socio-económico: “estoy convencido que si todos los hombres vivieran con igual sencillez que yo entonces, no habría más hurtos ni robos, pues estos tienen lugar en comunidades donde unos tienen más que suficiente mientras otros carecen de lo necesario”.

No somos ratas en una bodega, sino seres que han de tender a la excelencia. Por eso concluyo con una de las nutridas reflexiones que nos regala, nos plantea, a la que nos invita Thoreau, como gozosa posibilidad de cambio, de revertir aquello que no consideramos justo, aunque hayamos de sobrevivir con clavos: “El universo es más ancho de lo que creemos. Pero debiéramos mirar con más frecuencia por encima de la popa de nuestro navío, como pasajeros curiosos, en lugar de limitarnos a hacer el viaje como zafios marineros enfrascados en hilar estopa”.

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«Matadero cinco» (1969)

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Kurt Vonnegut by Lysistrata

Uno de los ejemplos paradigmáticos acerca de ese dicho de que la historia la escriben los vencedores es sin duda el bombardeo de Dresde, llevado a efecto durante tres días consecutivos por la aviación aliada pocas semanas antes de la capitulación alemana en la Segunda Guerra Mundial, que devastara toda la ciudad con bombas y dispositivos incendiarios dejando a su paso decenas de miles de cadáveres, la mayoría civiles. Los datos, casi imposibles de confirmar, van desde los 25.000 muertos a los más de 200.000 según las fuentes.

Este incidente, que tal vez debería nombrarse como vergüenza nacional en todos los países con fuerzas implicadas, apenas es nombrado en las noticias cuando aún persisten dudas más que serias de si debería ser considerado como crimen de guerra.

Vonnegut, un tipo supuestamente de lo más corriente, quien siendo soldado formó parte del ejército de infantería de Estados Unidos en la batalla de las Ardenas, fue capturado por las tropas alemanas a finales de 1944 y conducido a Dresde donde fue encerrado en un sótano llamado matadero 5, en el que, junto con otros compañeros, logró sobrevivir al bombardeo de la ciudad. Tan tremenda experiencia fue una constante en su producción literaria, donde hace referencia a ella en varias de sus obras aparte de dedicarle la satírica novela que nos ocupa.

Difícil de encuadrar en un sólo género, “Matadero cinco” bebe de la ciencia-ficción, el surrealismo, la comedia y la distopía, pero en todo momento queriendo Vonnegut remarcar de manera preclara el realismo, la verdad, la historicidad de todo cuanto relata, de su tragedia personal por más inverosímiles que puedan resultar muchas de las narraciones que describe, y que enmarca repetidamente su álter ego Pilgrim dentro de la expresión común al final de cada una de ellas con un lacónico: así es la vida.

    «Todos somos insectos prisioneros en ámbar», se lee al final de uno de sus primeros capítulos, y puede servir esta expresión de resumen del sin sentido y de la crítica despiadada con los que Vonnegut nos describe la verdad que contiene en esa frase: la muerte metódica, sistemática de infinidad de personajes nada más ser sacados a escena. Ese punto infinito de eterno retorno casi imposible de sortear y puro choque de intereses entre el deseo y la fatalidad que se impone tiene su punto álgido en el enfoque inicial y más que imposible con el que el protagonista se enfrenta al bombardeo de Dresde, de atrás hacia adelante, como en un retorno al pasado imborrable, y que también queda definida de manera magistral, en una especie de confesión de autor que recuerda indefectiblemente la voluntad del papá Benigni en «La vida es bella» o del judío Williams en «Ilusiones de un mentiroso», en varias fases de la novela:
«Los dos intentaban rehacerse a sí mismos y rehacer el universo entero. Y por eso la ciencia ficción constituía una tan gran ayuda para ellos».
O esta otra aún más redonda que le suelta Rosewater, uno de los protagonistas, a un psiquiatra:
– Creo que ustedes van a tener que inventarse un buen montón de mentiras bien dichas, o la gente no querrá seguir viviendo».
Un enfoque narrativo y uso de las situaciones absurdas similar en parte a la controvertida «La espuma de los días», de Vian. Los dos autores parten de situaciones duras y reales (el francés de la enfermedad terminal de su mujer y el estadounidense del bombardeo de Dresde) y a raíz de los sentimientos de indefensión y desesperanza que ello provoca crean universos ficticios con los que revertir en cierta medida el mundo que les rodea y lograr explicarlo, como evasión sobre todo en el caso de Vonnegut, y como deformación de la realidad en el caso de Vian. Ambos otorgándole verdad a los sentimientos por encima de todo lo demás.

Pero en el fondo Vonnegut era un hombre crédulo en mitad del desastre, y podría decirse que al final de la novela no renuncia a la esperanza, del mismo modo que sucede con la familia terrestre en las «Crónicas marcianas» de Bradbury: siempre nos quedará Tralfamadore, un lugar desde el que comenzar una nueva vida a pesar de las tragedias y luchar sobrado de cuerda locura a imagen de Billy, o como Don Quijote contra los molinos de viento.

Puedes descargar la novela completa pinchando aquí.

   -Otra vez te he salvado la vida, necio bastardo. – Dijo Weary a Billy, en el hoyo. Había estado salvándole la vida continuamente. Con el muchacho era absolutamente necesario echar mano de la crueldad, pues él no hubiera dado un solo paso para salvarse. En efecto, Billy quería abandonar. Hacía frío, hambre, aturdimiento y era incompetente. Para él, en aquellos momentos apenas existían diferencias entre estar dormido o estar despierto; ya no distinguía entre andar o quedarse quieto. Deseaba que todo el mundo le dejara solo. «Muchachos, continuad sin mí», repetía una y otra vez. La guerra era una cosa tan nueva para Billy como para Weary. Porque también éste era un sustituto. formaba parte de una batería de artilleros, pero solamente había ayudado a disparar un proyectil, en un cañón antitanque de 57 milímetros. El cañón hizo un sonido desgarrado, como si se hubiera abierto la cremallera de la bragueta del Dios Todopoderoso, y barrió la nieve llevándose por delante la vegetación. El disparo, dio en el blanco, pero la huella dejada en el suelo mostró con toda exactitud a los alemanes el camuflado escondrijo del arma. El tanque «Tigre» a quien iba destinado el cañonazo giró lentamente su hocico de 88 milímetros, vio el rastro en el suelo y disparó. Murieron todos los de la batería menos Weary. Así fue.

Regla de tres


    Es merecedor de perdón el ignorante, mas difícil remisión puede recibir el manipulador. Al ignorante puede hacerle reaccionar una noticia desconocida, al manipulador tan sólo puede hacerle cambiar un milagro.

    Viene a cuento esto por las múltiples declaraciones de los dignatarios europeos (¿no habría otra palabra que no proviniera de la misma raíz que dignidad?), entre los que habríamos de incluir a nuestro ínclito presidente del gobierno, Don Mariano Rajoy Brey, tras la última y terrible tragedia cerca de las costas de Lampedusa en la que han perdido la vida cientos de seres humanos, acerca de la necesidad de fomentar un clima de estabilidad en los países de origen para evitar que estas personas se vean en la obligación de abandonar su hogar. Ya lo dijo el verano pasado, y ahora lo repite.

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Inmigration by MaxHierro

    Entonces reflexiono, hago cábalas mínimas y me acojo a una simple regla de tres suponiendo, sin dolo ni mala fe, que aunque don Mariano haya estudiado Derecho y lo mismo es de letras, si el que suscribe -un vil estudiante de BUP en latín y griego- sabe relacionar determinados aspectos Rajoy ha de saber hacer lo mismo, pues cuenta además con muchos más datos. Luego, si no puede ignorarlo o es imbécil (en el justo término empleado por la RAE en su primera acepción: alelado, escaso de razón) o manipula la verdad según el interés personal.

Mas como mi intento sólo pretende un mero ejercicio de mayéutica, es decir, para neófitos, llegar al conocimiento a través del cuestionamiento ayudando a una persona a que lo alcance a partir de sus propias conclusiones, habremos de atenernos a los hechos objetivos.
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Perpetua Navidad

Entre conflictos armados activos y latentes que pueden reventar en cualquier momento de despiste o desquite cerca de la centena van a despedir este año 2014. Habida cuenta de que casi el 100% de los mismos se mantienen o potencian -con el beneplácito de las democracias occidentales- por motivos económicos y estratégicos en esta Navidad que se acerca sólo tengo un aburrido deseo, sólo uno para que resulte fácil, entre todas las personas que habitamos este bendito planeta, poder alcanzarlo sin demagogias ni golpes de pecho: una tregua, infinita, aunque sea en principio un intento, y demostrar que se puede y debe amar al enemigo como esa parte que es de nuestra propia e inmunda humanidad. Una tregua simple, concordada, incomprendida por aquellos que ordenan desde sus despachos mas nunca se encuentran en el frente de batalla perdiendo las tripas.

CHRISTMAS TRUCE by roxination

CHRISTMAS TRUCE by roxination

Una tregua como la real de 1914, en plena Gran Guerra entre soldados prusianos y británicos contra las órdenes de los mandos quienes, a las puertas de sucesivas pascuas, realizaron bombardeos para tratar de evitar tamaña indigestión de empática emoción. Richard Attenborough, precisamente fallecido en el verano del año que ahora se despide, homenajea el hecho en una de sus primeras cintas: el musical «Oh! What a Lovely War» (1969), del que compartimos una escena en la entrada de hoy.

Vinieron más memorias del momento histórico: libros, un nuevo filme en 2005: «Feliz Navidad», el vídeo «Pipes of Peace» de McCartney, documentales… Es casi una tragedia, pues no debiera ser excepción lo bello, lo lógico, lo humano.

Un deseo para esta Navidad, que creamos que no es una fecha en el calendario, sino una actitud y un compromiso, que vivamos siempre en tregua, sin que ello signifique suspender la lucha justa, sino tan sólo la muerte, y jamás salga de nuestros labios “tengo la horrible sensación de que pasa el tiempo y no hago nada y nada acontece, y nada me conmueve hasta la raíz”*.

https://www.youtube.com/watch?v=fHObCL2luMw

 

    * «La tregua», Mario Benedetti