Tocables

     Ante el escrache
The Untouchables by jon rubin

The Untouchables by jon rubin

      De memoria escribo con renuentes aunque vívidos recuerdos. En pantalla aparecen en plano americano Costner/Ness y Connery/Malone a las puertas de uno de los ascensores de la oficina del FBI de Chicago despidiéndose del agente del tesoro Oscar Wallace, interpretado en escena por el bajito y más feo del grupo Martin Smith. Cuando se cierran las puertas, en una de las más brillantes escenas del filme y recurriendo a uno de sus habituales planos-secuencias, De Palma decide seguir con la cámara a Eliot Ness y al policía raso Jim Malone reconvertido en agente federal con el objetivo marcado de capturar a Capone. Ambos recorren los pasillos de las oficinas divagando sobre los futuros pasos de la operación para acabar con Scarface; la cámara los escolta en su trajín sin perder detalle, atraviesan varias salas e intercambian comentarios con los compañeros; al cabo de unos minutos el espectador comprende que algo ha roto el monótono soniquete de las máquinas de escribir y los faxes; algunos agentes se muestran más acelerados y extrañados al tiempo que comienzan a escucharse de fondo las primeras notas de la percutora partitura de Morricone. Ness y Malone preguntan, es el ascensor, se ha quedado bloqueado y el llamador no funciona. Martilleante banda sonora in crecendo; la cámara persigue a los agentes que con los rostros desencajados y perdiendo el temple suben las escaleras a pasos de gigante. Al fondo de la pantalla se aprecia a un grupo de agentes observando más allá de las puertas abiertas del elevador cuyo interior aún no puede contemplarse. Ness y Malone se acercan nerviosos, sempiternamente acompañados por la cámara. Un giro y sobre el suelo frío del ascensor, en un malogrado escorzo, desparramado en sangre y con el pecho atravesado por una ráfaga de ametralladora puede verse al agente del tesoro Wallace. A un metro escaso de la cabeza mortalmente apoyada en la pared del fondo se lee en grandes letras mayúsculas pintadas con sangre: UNTOUCHABLES (INTOCABLES).

Sin ánimo de invitar a la violencia sino al pragmatismo: t
odos somos tocables. 
     Este simple hecho, tan efectivo como evidente y que devuelve a la realidad a Eliot Ness haciéndole consciente de la inmensa empresa a la que está destinado, es al que debieran sin duda acogerse con la más sensata de las humildades aquellos que creen a pie juntillas estar hechos de otra pasta distinta y de mejor calidad a la del resto de mortales, cual si ellos mismos no fueran tales. Si hay algo manifiesto en el fondo de cualquier discurso -sea espontáneo o calculado- es que detrás de las palabras que lo componen preexiste siempre una ideología. Una frase mal dicha y puntual es perdonable en virtud de múltiples factores, pero un discurso… el discurso no tiene disculpa posible. Justo este aspecto recurrente y cíclico que incide en la afirmación rotunda del acto delictivo y antidemocrático en el que incurren los ciudadanos que realizan escraches es el coyunturalmente alarmante, porque más allá de sus argumentos estériles y vacuos persiste una forma de entender el poder. El endiosarse como punta destacada de un asumido onanismo, el “Complejo de Mesías” obviando la voluntad del pueblo, la egolatría normalizada dentro de determinada clase social… todas ellas son características típicas del totalitarismo y del fascismo, dos regímenes políticos construidos a imagen de los añejos emperadores romanos, intocables para el vulgo y cuya única voluntad orgásmica se podría resumir en el deseo explícito de Calígula: que todo el pueblo dispusiera de un solo cuello para ser decapitado de una vez. 
      El caso es que el escrache a los poderosos es coacción y perceptivo de delito. Ahora…
Reducir servicios de ambulancias, el co-pago sanitario o la negación de la seguridad social a las personas inmigrantes que no tienen todos los papeles en regla no es presión ni crea alarma social.
Las altas comisiones hipotecarias de la Banca -ilegales en Europa por otro lado- no deben prohibirse ni impedir que sus Consejos de Administración sigan imponiendo normas y criterios injustos e inviables de cumplir por sus clientes.
Pretender, bajo decretos y modificaciones legislativas de escasa publicitación, nombrar a los rectores universitarios es altamente democrático.
Enviar a los Cuerpos de “Seguridad” del Estado como servicio público que atiendan las necesidades de los bancos en los desahucios contra ciudadanos que lo único que exigen en la mayoría de los casos es que se les reconozca un derecho constitucional no debe de ser delito, aunque se le pueda parecer.
Limitar el derecho de manifestación, la libertad de expresión de los fiscales y de prensa en virtud de la supuesta estabilidad de los poderes fácticos tampoco es coacción.

Sólo deben ser considerados delito de coacción o extorsión los escraches, aunque algunos consistan tan sólo en la inocente actitud de adherir pegatinas en la puerta de una sede o en lanzar cuatro consignas al paso decidido del ministro de turno; son delito por el mero hecho de que les afecta a ellos, a los que ostentan el poder desde alturas remotas y entonces hay que legislarlo, metódica y concienzudamente, porque son intocables y la libertad y la lucha del pueblo que sufre jamás ha de anteponerse a la tranquilidad estamental de quienes lo gobiernan con puño de hierro.
Hasta el nacional-socialismo comenzó de forma menos manifiesta su “solución final” (evidentemente este último comentario es escrache y sujeto de delito, porque ha salido de los labios de un servidor, que al fin y al cabo es un don nadie y no gobierna ni en su piso de alquiler).

Ante la indecencia y la estupidez y por encima de la imposible renuncia a la protesta y a la justicia, he de reiterar la necesaria y asumible verdad: todos somos pasta marchita, células moribundas a lo largo de una determinada existencia. “¿Qué importaba dónde uno yaciera una vez muerto? ¿En un sucio sumidero o en una torre de mármol en lo alto de una colina? Muerto, uno dormía el sueño eterno y esas cosas no importaban. Petróleo y agua eran lo mismo que aire y viento para uno. Sólo se dormía el sueño eterno, y no importaba la suciedad donde uno hubiera muerto o donde cayera.”* Dentro de poco ellos también estarán durmiendo el sueño eterno.


* “El sueño eterno”, Raymond Chandler. Alianza editorial, 2002.

«Grandes esperanzas» (1860)

Charles Dickens by Juan Osborne

Charles Dickens by Juan Osborne

“Cuando rezamos hablamos con Dios, pero cuando leemos es Dios quien habla con nosotros” (San Agustín).

Dios me ha hablado, a través del don gratuito reservado a uno de sus hijos: Charles Dickens. Comentar que estoy mudo y ahogado de emoción es quedarse muy corto, pues diría -de la manera quizá menos objetiva posible- que jamás gocé algo semejante; sólo sería capaz de acercarse un poco a este sentimiento desgarrador que me invade aquello que experimenté tras leer la visceral «Cumbres borrascosas». Mas ni de la forma ahora más subjetiva posible osarían mis labios comparar ambas. Y eso que no fue un inicio fácil: edición menuda y letra aun más; casi sin ganas. Pero merece la pena el riesgo de quedarse ciego leyendo (y hasta sordo y mudo) con tal de gozar lo inconmensurable de la narración y la prosa del buen Charles. Por momentos me contemplaba a mí mismo y no me era sencillo distinguir si lloraba de turbada emoción o de forzar hasta tal extremo la vista. No exagero un ápice.

De Dickens sólo había tenido la oportunidad de leer y recordar varios de sus cuentos navideños («Historia de dos ciudades» me pilló demasiado púber y en una de esas ediciones… cutres, digamos, con viñetas añadidas cada ciertas páginas); esos relatitos que escribió para sacarse unas pelillas en época tan propicia a la buena voluntad y a la mejor fe. ‘Si por el mero hecho de embolsarse unas libras escribe así, como sin demasiado esfuerzo -me decía-, y construye a bote pronto algunos personajes tan entrañables como Trotty («Las Campanas»), ¿qué será cuando se ponga en serio?’. Cuando le da por meterle interés le sale «Grandes Esperanzas». La prosa y el estilo narrativo de Dickens -ese don por el que ningún pago a cuenta hubo de hacer- da hasta rabia y desesperada envidia. Su cadencia natural, espontánea, fluida y esa innata capacidad para amarrar al potencial lector entre las dos emociones más alejadas de rango (la risa más abierta y el llanto más ahogado) en apenas dos párrafos supera toda humana posibilidad. Obra cumbre en medio de la vorágine del movimiento romántico y sin que pueda decirse que forma parte de él, el escritor depura hasta el culmen en «‘Grandes esperanzas» su poderoso estilo narrativo, reteniendo lo mejor, obviando lo menos realista y resulta casi infructuosa la búsqueda de esos personajes unidimensionales tan enjuiciados como protagonistas de sus historias. Los hay tremendamente bondadosos (Joe, Biddy…) y rematadamente perversos (Compeyson, Plumblechook…), pero los actores principales de la trama, Pip, Estella, la señorita Havisham…, son tan comprensiblemente humanos que has de repetir una y otra vez con Pip que “yo mismo necesito demasiado que me perdonen y me orienten como para mostrarme severo con usted”. Claroscuros.

La necesidad de perdón planea a lo largo de esta renovada historia de hijo pródigo, pues eso es sobre todo Pip. Que nuestro querido muchacho sea pobre y aspire a revertir su situación económica es lo de menos, lo crucial es que cuando trabajaba en la fragua, compartiendo sus males y nulos remedios con gente tan vulgar como él mismo, era feliz aun sin ser siquiera consciente de ello. El divertido sarcasmo de Pip a través de su vigorosa narración en primera persona desaparece de cuajo tras el primer acto (excepto gloriosos detalles como la caótica y divertidísima representación de Hamlet del capítulo XXXI); justo cuando nuestro héroe decide coronarse de majestuosidad. ¡Cuán dolorosas y humildes las palabras de Joe que opacan con lágrimas la mirada agridulce de Pip!: “no me encontrarás tantas faltas si piensas en mí vestido como para trabajar en la fragua (…). Ni la mitad de faltas si, suponiendo que quieras verme alguna vez, vienes y asomas la cabeza por la ventana de la fragua”. No importan las grandes esperanzas de Pip, la bondad o la maldad de sus fines, como no debieran importar aquellas que nos mueven a cada uno de nosotros si al hallarlas perdemos a la vez la absoluta certeza de que la felicidad no la da el vil metal sino la seguridad de no estafarse a uno mismo (“todos los estafadores del mundo no son nada en comparación con los que falsean consigo mismos”) y el descubrir que no hay oro en el mundo que pueda servir de crédito frente a las ingratitudes cometidas (“nunca, nunca, nunca podría deshacer lo que había hecho”). Dickens -saltando más allá de sus propias incongruencias- no nos invita a la resignación, sino a la bondad y a la justicia que nos elevan por encima de la imagen social, de las apariencias o de ese engañoso elitismo que pretende, a base de esfuerzo inútil, otorgar dignidad a las personas por lo que tienen o visten en lugar de por lo que son. Esa digna invitación, en su siglo y en el nuestro… es mucho.

Tal vez termino exagerando, antes pido disculpas por mi ineptitud pues “una palabra mal colocada estropea el más bello pensamiento” (Voltaire) y soy consciente de que mis letras hacen escasa justicia a la obra de Dickens, pero me queda el maravilloso consuelo que avanzó Thoreau: “lee los buenos libros primero; lo más seguro es que no alcances a leerlos todos”. Sin duda, mi reposo será ya más calmo.

Para finalizar, de nuevo algunos fragmentos:

«Fue un día memorable, pues obró grandes cambios en mí. Pero ocurre así en cualquier vida. Imaginémonos que de ella arrancáramos un día especial y pensemos en lo distinto que podría haber sido su curso. Deténgase el lector y piense por un momento en la larga cadena de oro, de espinas o flores que, de no ser por la formación del primer eslabón en un día memorable, jamás le hubiese atado.»

«Dios sabe que no debemos avergonzarnos nunca de nuestras lágrimas, pues son lluvia que cae sobre el polvo cegador de la tierra que endurece nuestros corazones. Me sentí mejor que antes de haber llorado, más triste, más consciente de mi ingratitud, más manso.»

«¡No acordarme! Eres parte de mi existencia, de mí mismo. Has estado presente en cada una de las líneas que he leído, desde que vine aquí, un vulgar y tosco pobrecillo cuyo corazón heriste ya entonces. Has estado presente en cada proyecto desde aquel día, en el río, en las velas de los barcos, en los marjales, en las nubes, en la luz, la oscuridad, el viento, los bosques, el mar, las calles. Has encarnado cada fantasía con la que mi mente ha tropezado. No son más reales las piedras de las que están hechos los más recios edificios de Londres, ni tendrías mayor dificultad en desplazarlos con la mano de lo que han sido y seguirán siendo para mí tu presencia y tu influencia, allí y en todo lugar. Estella, hasta el último instante de mi vida no podrás sino ser parte de mi carácter, parte de lo poco que de bueno hay en mí, parte de lo que de malo llevo. Pero en esta separación, sólo puedo asociarte a lo bueno y fielmente te recordaré vinculada a ello, pues tienes que haberme hecho más bien que mal, cualquiera que sea la punzante tristeza que ahora pueda sentir. ¡Que dios te bendiga! ¡Que dios te perdone!»

«El baile» (1930)

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Le Bal by gordi-dina

Lo dijo don Antonio Machado: «por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre», y desde el inicio lo olvidan las tristes y patéticas vidas que inundan las estancias de la casa de la familia Kampf.

Ese olvido, que hace reposar las esperanzas de los protagonistas en lo que desde una absurda vanidad creen ser aparte de sencillos seres humanos, lo golpea Antoinette, con la cruel e inocente maldad de una adolescente que lo único que siente es rabia, impotencia… y lo trasforma en ridícula verdad, en desnuda evidencia en el mismo instante en el cayeron estrepitosamente los diamantes.

Irène Némirovsky lo sabe: quien siembra vientos recoge tempestades, pero es tan sutil, tan comprensiva con la decadencia, tan objetiva y obvia con cada miseria que conforme avanzan las páginas no puedes sentir otra cosa que sorpresiva compasión ante la ignorancia de Rosine, de Alfred… ante su inseguridad nunca compartida.

No sabemos si una sorpresiva compasión hacia sus verdugos acompañaría a Iréne Némirovsky mientras era conducida al campo de exterminio de Auschwitz donde moriría de tifus en 1942, probablemente sus sentimientos se asemejaran más a los de su antiheroína Antoinette, con su rabia y su impotencia, con su maldita soledad acompañada. Lo que sí la rodeó hasta el éxtasis fue la decadencia.

Roguemos a cualquier Dios, que exista una Antoinette que sin querer siquiera nos despierte de nuestras necedades y orgullos, y que lo haga de tan maravillosa forma como Irène, para cogernos desprevenidos, desprovistos de amarres y así hacernos capaces de acceder al perdón más difícil, ese que se dirige a uno mismo a pesar de descubrirnos en la poca cosa que somos.

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«Las uvas de la ira» (1939)

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John Steinbeck (1962)

     John Steinbeck es posiblemente el escritor estadounidense que más nos ha acercado la realidad del sur de su país, junto con Faulkner en el otro extremo de la balanza por divergencia de estilos y sin olvidar a las tres grandes damas cuasi desconocidas y que centraron más sus esfuerzos en el relato: O’Connor, Anne Porter y McCullers. 
     La sencillez demoledora de Steinbeck nos golpea, tanto que «Las uvas de la ira», para muchos su mejor obra, a pesar de recibir el premio Pulitzer le granjeó de inmediato la animadversión de sus compatriotas del sur de EE.UU. No en vano describe concienzudamente y sin rubores el proceso por el cual los pequeños productores agrícolas son expulsados de sus tierras por cambios en las condiciones de explotación de las mismas y obligados a emigrar a California donde el tipo de agricultura requiere mano de obra durante la cosecha.

     El final de esta obra magistral es con toda certeza uno de los más impactantes en la historia de la literatura. Tanto que John Ford, director de la película del año siguiente basada en la obra de Steinbeck, renuncia a él, tal vez, por ser excesivamente elocuente en tiempos de posguerra.

     Esta vez no hay fragmentos, os dejo con escenas del filme de Ford bajo el ritmo de una de las canciones clásicas durante la Gran Depresión: «Brother can you spare a dime?».
     La película es quizá tan sólo un palmo menos imprescindible que la novela de Steinbeck.

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