Tenía Joseph Roth un lema cardinal al que intentaba ajustarse más que un calcetín al pie: «ser capaz de decir en medio folio cosas interesantes». Si hay una obra que puede emerger como paradigma de tamaña empresa es “La rebelión”. Y es que no resulta nada nimio aplicar tanta cera en una novelita de menos de 150 páginas de la que podría decirse que se lee de un tirón.
Me agradaría mucho compartir que el propósito de la pluma afilada de Roth al contarnos sin florituras la historia del anodino, patriótico y políticamente correcto Andreas Plum, alma máter a pesar suyo del título que nos ocupa, es un llamado consciente y digno a la rebelión -como indica el propio título- contra los mecanismos injustos y absurdos del estado antes de que la vejez o el cansancio lo hagan imposible transformando al supuesto revolucionario en un ser infinitamente cabreado pero notoriamente impotente. Quisiera decir eso, pues no me cabe duda de que, en buena medida, es lo que logra transmitir al lector la inicial vida gris del lisiado organista marcada de manera definitiva e inesperada por una situación tan trivial como dramática, que a todos y cada uno puede acontecer con igual dosis de indignación; pero no sería lícito separar la creación del escritor y proviniendo la desesperanza que vierten las páginas del libro de un autor asqueado, casi apátrida desde su juventud, de mujer esquizofrénica finalmente gaseada por los nazis en su solución final, y cuyo alcoholismo acabó matándolo presa del delirium tremens no será el que suscribe quien se atreva a afirmar que en la resignación que se desprende de la última línea de la novela acerca de un hombre corriente al que no echarán en falta ni Dios ni sus amigos exista algo más allá de la nostalgia de un improbable y la desolación de un tipo común en cuya tumba del cementerio de Thiais puede leerse humildemente: “escritor austríaco muerto en París”.
Es cierto, que quizá fuese involuntario eso de dar por saco a la conciencia del respetable a partir de la felicísima existencia de un individuo que en época de bonanza hasta se permite el lujo de denostar a quien osa provocar a la nación y que permanece en la más cordial imparcialidad mientras no se sienta afectado por el sistema, pero en esa falta de voluntariedad, mordaz y repleta de sarcasmo, descubro que he de darme prisa antes de ser demasiado viejo como para convertirme en rebelde, que no quiero ir al infierno porque me acomodé a la sin razón mientras no me tocara a mí la china y que la futilidad de la vida es algo a lo que se acoge en parte quien la vive y que de cada ser humano depende que se le eche de menos, aunque sólo sea por limpiar unas letrinas, o que se silbe su ausencia, sean propios o extraños, porque el mundo no haya cambiado ni un ápice tras pasar por él.
Y para terminar un fragmento:
«¿En qué había creído? En Dios, en la Justicia, en el Gobierno. Había perdido su pierna en la guerra. Le dieron una condecoración. Ni siquiera le proporcionaron una pierna ortopédica. Durante años había llevado la condecoración con orgullo. Su licencia para manejar un manubrio en los patios le parecía la máxima recompensa. Pero un día resultó que el mundo no era tan sencillo como lo había visto en su devota simplicidad. El Gobierno no era justo. No sólo perseguía a los ladrones y asaltantes, a los infieles. Podía ocurrir, al parecer, que incluso llegase a condecorar a un criminal, puesto que encerraba a Andreas, el piadoso, aunque éste lo reverenciase. Y así actuaba también Dios: se equivovaba. Y si Dios se equivocaba, ¿seguía siendo Dios?».