«El ahorcamiento» (1968)

Nagisa Oshima

Aunque tan sólo cuatro pelagatos sepan poner correctamente el nombre de Nagisa Oshima, la cosa cambiaría notablemente de color si se hace referencia a uno de sus filmes, que sin duda más de uno habrá gozado -en todas las acepciones de la palabra- o al menos ha oído hablar a propios y extraños: “El imperio de los sentidos” (1976).

Podría decirse que es una verdadera desgracia que Oshima se haya hecho mundialmente famoso gracias a dicha cinta erótica que rompiera moldes en su día y a la que se recurre por sistema para nombrar determinados géneros y escenas procaces, cuando, en realidad, el trasfondo de la película es un meridiano puñetazo al centro del conservadurismo de la sociedad nipona. Aspecto que, con precisión quirúrgica, nos señala el director japonés en “El ahorcamiento” (también llamada “Muerte por ahorcamiento”).

En la década de los 60, Francia era sin duda el referente internacional en el séptimo arte debido, entre otras cosas, a las geniales inventivas y reformulaciones cinéfilas de Truffaut o Godard. No obstante, en el otro lado casi del mundo, Japón continuaba dando rienda suelta a un cine comprometido, pero escasamente personal y rompedor con el estilo clásico, aunque a nivel global contara con magníficos ejemplos que crearan obras maestras del cine, sobre todo del género de terror y de drama psicológico: “Samurai” (Masaki Kobayashi, 1962), “La mujer de arena” (Hiroshi Teshigahara, 1964), Onibaba (Kaneto Shindo, 1964), “El ángel negro” (Yasuzo Masumura,1966)…

Entonces apareció Oshima quien, junto con el genial Shôhei Imamura (“La mujer insecto”, 1963), acogió con beneplácito algunos aspectos realistas, de narración objetiva y semidocumentales del cine francés, principalmente de Godard, y decidieron crear una serie de películas que aún hoy resulta del todo increíble que pudieran ver la luz en la estructurada y conservadora sociedad del país del sol naciente. Obviamente, “El ahorcamiento” es una de ellas. Sigue leyendo

«Mademoiselle Fifi y otros cuentos de guerra» (1882-1887)

Guy de Maupassant

Allá por la segunda mitad del siglo XIX era Maupassant -y de manera que muchos contemporáneos hubieran firmado ciegamente- un escritor más que reconocido en los ambientes culturales de la época en cuestión, con notoria particularidad en el difícil arte del relato de terror. Dicen algunos malpensados -entre los que no me hallo- que buena culpa de ello tienen las drogas y alucinógenos que había de engullir a diestro y siniestro debido a las múltiples dolencias y enfermedades, tanto físicas como mentales, que acabaron por dar con sus huesos en un psiquiátrico del que ya saldría cadáver. También podríamos achacar su fama, igual que si fuéramos seres atolondrados, a su profusa amistad con otro misógino empedernido, Flaubert (quizá con menos excusas familiares que el propio Guy), maestro y al que consideraba como su padre, el cual le abrió las puertas de las veladas de Médan, donde conocería a Zola y Turguénev. Por mi parte, no obstante, prefiero quedarme con la tercera opción, más justa a mi parecer, y que, obviamente, compartiera en vida su exigente y perfeccionista mentor, el nombrado autor de «Madame Bovary»: que Maupassant, más allá de sus locuras y excesos, era un genio.

Precisamente el primer relato de la obra que nos ocupa y que ya te golpea en la cara sin pudor, “Bola de sebo” -en el que se basaron en buena medida Ernest Haycox y Dudley Nichols a la hora de elaborar el guión del paradigmático filme de John Ford “La diligencia” que marcó todo el western posterior de personajes estándares- le supuso tras su publicación una notoriedad inmensa y, desde luego, más que merecida.

La prosa exquisita de Maupassant, que podría verse como antecesora del realismo y del naturalismo a pesar de un estilo marcadamente romántico, se hace presente de manera tan fría y directa en los 17 cuentos que componen esta colección: la emoción se transmite hasta el tuétano por lo descriptivo y pragmático de las crueldades narradas a través de la mirada de un narrador siempre omnisciente, siempre ajeno. Lo corto y directo del relato de inocencia interrumpida de “Dos amigos”, la crueldad presentada en “La loca”… Incluso los dos relatos cómicos, “La aventura de Walter Schnaffs” y “Un golpe de estado”, son molestas piedrecitas en el zapato de la República.
   
Y tantos otros. La guerra no deja un mínimo resquicio para la ternura o la bondad, y Maupassant lo sabe. Su presencia todo lo justifica, por más bárbaro y horrible (en el sentido que se emplea en el cuento homónimo) que objetivamente sea. La impertinencia y autocomplacencia que muestran los indignos viajeros de la diligencia en “Bola de sebo” como honorables servidores del deber cumplido me repugna. La prostituta no es quien entrega su cuerpo; la gran ramera, la burda Babilonia es quien no tiene el más mínimo reparo en vender su alma por salvar el culo y justificarlo con la legítima defensa o la patria, el último refugio de los canallas, que diría Samuel Johnson.

Esto consigue la guerra, esto hace Maupassant en sus relatos, que abraces por momentos al pesimismo como único futuro esperable. Será fruto de su vida, de sus intentos de suicidio, o quizá, sólo quizá, nuevamente de una tercera opción menos dúctil: que en verdad seamos así.

Puedes leer todos los cuentos (y muchos más) recogidos en este recopilatorio pinchando aquí.

Para abrir boca, os dejo con el primer párrafo de «Bola de sebo»:

«Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaban sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables, prontos al terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes».

«Conducta» (2014)

 

Ernesto Daranas en el rodaje de «Conducta»

“Si quieres un delincuente, trátale como un delincuente”. Esta máxima, esgrimida como a golpe de florete, por la dignísima maestra Carmela (una sensacional Alina Rodríguez) puede resumir a la perfección el sentido que el contestatario director y guionista cubano Ernesto Daranas quiere conceder, sin ambages ni dulzainas, a este su segundo largometraje de ficción: “Conducta”. Se nota que el tipo es licenciado en pedagogía.

Especializado en documentales, por los que ha recibido innumerables galardones internacionales, la película -que tampoco adolece de premios en numerosos festivales- no baja en absoluto de nivel y mantiene -de una manera peculiar, pero poco dada a la condescendencia- la seriedad y la denuncia social tan marcada desde siempre en buena parte del cine latinoamericano. Hay filmes que prometen y que al final acaban engañando y hasta torciendo el gesto para hacerlo lo más agradable a ojos del respetable por más chutes de realismo que digan aportar. El último ejemplo puede ser “Trash, ladrones de esperanza” (Stephen Daldry, 2014), y el paradigma la laureada y -bajo mi humilde opinión- manipuladora y sobrevalorada “Slumdog Millionaire” (Danny Boyle y Loveleen Tandan, 2008). Curiosamente ambas del Reino Unido, nada que ver con los golpes de efecto que provienen, tal vez, de quien sufre y ve desde la infancia aquello de lo que habla: “Ciudad de Dios” (Fernando Meirelles y Kátia Lund, 2002), “Tropa de élite” (José Padilha, 2007) o la más reciente “La jaula de oro” (Diego Quemada-Díez, 2013).

Quizá, la cinta de Quemada-Díez sea técnicamente más impecable que la de Daranas, al que tampoco se le pueden poner desde luego muchas faltas, pero los entrañables personajes creados por el director nacido en La Habana, tan creíbles como la propia historia en la que los hace subsistir, transmiten una indiscreta emoción de la que resulta difícil abstraerse y aun sobreponerse.

    Dentro de la densa amalgama de ideas que recorren “Conducta” (prostitución, presos políticos, educación, inmigración, infancia…), el fundamento obvio que inspira cada fotograma -excelentemente representado por las palomas- es el concepto de la libertad, al que más allá de excusas/motivos a los que decidamos aferrarnos estamos unidos indisolublemente por el mero hecho de ser individuos capaces de decidir. Pueden existir condicionantes, variables, ambientes… pero a la postre es el propio ser humano, con el bagaje de toda su historia personal, quien opta por adaptarse (a la pobreza, a la exclusión, a la norma…) o por abrazar otras posibilidades, que suponen igual dosis esfuerzo como de apertura a algo mejor.

Es lo que cree Carmela, por lo que lucha contra todo fundamento legal si este es notoriamente injusto: ¿qué vale más la ley que prohíbe colocar la estampita de un santo en la clase o lo que significa a nivel vital para un alumno poner la estampita? La ley se hizo para el hombre, y no el hombre para la ley. Es lo que vive Carmela, hasta sus últimas consecuencias, que no hay que plegarse a lo mayoritario para evitar el conflicto. Y cuando hay argumentos sólidos para la resistencia, el enemigo queda retratado con los suyos propios que expone.

Hay un punto culminante en cualquier obra que distingue de manera radical aquellas llevadas por la buena intención (lo comercial) de aquellas otras que se sienten incapaces de renunciar a la crítica: en una película ese momento de inflexión suele acontecer en los últimos cinco o diez minutos y la convierten -aparte de otros aspectos, claro- en “Slumdog Millionaire” o en “Ciudad de Dios”. Daranas lo sabe y prefiere no dar palmaditas en la espalda a pesar de dar más o menos pábulo a la esperanza.

Para descargar la película completa pincha aquí.

«Madre India» (1957)

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Mehbood Khan

Tienen en la India su particular “Lo que el viento se llevó”, su drama histórico, su largometraje a color imprescindible… su perdurable obra maestra. Se trata de la monumental epopeya “Madre India”, rodada en 1957 por el polifacético Mehboob Khan.

Dos son la diferencias notable entre ambas joyas. En primer lugar que, mientras el filme de Hollywood forma parte de cualquier videoteca que se precie, la ha visto hasta quien en realidad no la ha visto, y puede hallarse en el más remoto rincón del planeta, desde centros comerciales nada cinéfilos hasta un videoclub de barrio o en cientos de web de descarga directa, la película de Bollywood es conocida por cuatro iluminados, de los cuáles la han podido disfrutar dos, y por muchos rincones recónditos del planeta en que la busques te mirarán con cara de repóquer y si hay suerte lo mismo la puedes descargar vía enlace eD2k y hasta tendrás que añadirle los subtítulos. El segundo es igual de obvio: no hace falta ser un friki empedernido para haber oído hablar de Victor Fleming, George Cukor o Sam Wood, el caso de Mehboob Khan (que cuesta hasta escribirlo sin un corta-pega) es meridianamente distinto.

Y el caso es que el bueno de Mehbood, guionista, actor, director y productor, es tan reconocido en su país natal como Gandhi (salvando las distancias nada someras) y a mediados de los años 40 del pasado siglo llegó a crear unos estudios cinematográficos con su nombre: Mehbood Studios, y la cinta que nos ocupa, “Madre India”, se convirtió tras su estreno y durante décadas en un punto de referencia indiscutible en el panorama internacional del séptimo arte.

Con claras vinculaciones con el cine comprometido y ciertamente pesimista de Douglas Sirk (“Sólo el cielo lo sabe”, 1955) y Nicholas Ray (“Johnny Guitar”, 1954), la película de Khan desentraña el tejido social a través del papel central de una mujer, en este caso, Radha, una campesina que sufre toda clase de penalidades y atropellos junto con toda su familia a manos de un codicioso terrateniente. Radha, interpretada magistralmente por la famosa actriz Nargis, otorga a su personaje de un realismo y una fuerza sublimes y poco habituales para la industria india, más centrada en el entretenimiento. Mientras contemplamos los primeros planos de la protagonista y su esfuerzo sostenido en numerosas escenas del filme se hace imposible no rememorar la planificación y el estilo épico y político de dos filmes soviéticos de los años 20: “La madre” (Pudovkin, 1926) y “Arsenal” (Dovzhenko, 1929). Sigue leyendo