Hacerse un igual

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stairs by Samueles

     Dicen que si alguien lo ha explicado ya del todo bien, para que vas a darle tú vueltas al tarro.

    ¡La doctrina de la igualdad!… Pero si no existe veneno más venenoso que ése: pues esa doctrina parece ser predicada por la justicia misma, mientras que es el final de la justicia…»Igualdad para los iguales, desigualdad para los desiguales» – ése sería el verdadero discurso de la justicia: y, lo que de ahí se sigue, «no igualar jamás a los desiguales».

    La idea la expuso Friedrich Nietzsche. ¿Quién iba a ser si no? Uno de los maestros de la sospecha. Porque llega un punto en el que, tristemente, lo más sensato resulta ser sospechar de muchas cosas. Y no me refiero a la CIA, la NSA, Féisbuk, Guguel o el gobierno de turno. Que también. Ni se trata de desconfiar de la persona que tienes al lado en la casa, en el curro, en el colectivo del barrio. Que seguramente deberá de ser algo menos.

    Hay que sospechar de quienes hablan de igualdad desde el privilegio de clase. No hace falta subirse en un pedestal para ser de ese grupo, claro. Todo el mundo lo sabe. Hay mogollón de peña que se mueve por la vida mirando por encima del hombro, pero piensa que todo lo afronta en un plano de igualdad. Quizá porque el concepto de igualdad que manejan se parece una barbaridad a ese que explicaba Nietzsche y que poco tiene que ver con la justicia y con una visión global.

    El asunto es muy sencillo y me golpeó en la cara una vez más en mitad de una de esas reuniones solidarias y constructivas donde tratábamos de enfocar cómo realizar una aproximación positiva a las personas de determinado barrio en exclusión.

    – Tenemos que acercarnos a sus casas como si fuéramos uno más.

    – Hacernos como ellos, unos iguales.

    Ah, pero ¿es que no lo somos? Uno más, iguales… Pues vaya. Sigue leyendo

Subjetividades

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Cruise Ship by Tabanoffi

       Hoy toca contar una historia

     Un matrimonio que ronda los setenta y cinco años celebra sus bodas de oro. Con inmejorable entusiasmo, todo sea dicho, que no es fácil celebrar algo así en tiempos de obsolescencia programada.

     Como regalo de aniversario deciden irse de crucero por el Mediterráneo: Nápoles, Florencia, Roma, Niza… Un barco espectacular, con todas las comodidades habidas y por haber a pesar de ser de una categoría intermedia. No de gama alta, digamos, y a un precio asequible para dos jubilados con ganas de una experiencia única e inolvidable: sauna, discoteca, gimnasio, piscina, casino… Vacaciones en el mar.

     Parten un sábado por la tarde de Barcelona dirección Nápoles. Hay temporal, bastante, pero nada arriesgado, por lo que continúan la travesía sin mayores inconvenientes. Pero al marido no le sientan bien los ajetreos. Comienza a vomitar y no para. Una vez tras otra.

     Cuando llegan a la costa del sur de Italia, ya en domingo, tienen que trasladarlo a un hospital y le inyectan suero, porque se encuentra muy debilitado. Observa el equipo médico que en los vómitos hay bastante sangre, y tras varias pruebas deciden hacerle una transfusión sanguínea y, finalmente, el lunes de madrugada, es intervenido por desgarro de esófago. Parece ser que producido por las propias arcadas.

     La suerte es que el matrimonio ha contratado un seguro. La compañía contrata a un intérprete, que acompaña a la mujer a lo largo de todo el día, le paga todas las comidas y le busca un hotel hasta que puedan marcharse de alta. Le devolverán el importe del crucero y en el momento oportuno tramitarán los billetes para el regreso a España.

     Cierto que el asunto se va complicando un poco por días. Desde el lunes, los médicos sólo dicen que el alta será “domani”. Pero el “domani” nunca llega. Bien porque han de esperar a ver cómo reacciona a la comida bien porque deben analizar las heces antes de darle el alta definitiva. Y mientras, como al marido lo han ingresado en una UCI, a ella sólo la dejan pasar a verlo una hora diaria: de una a dos del mediodía.

      Ha pasado una semana, y todavía están en Nápoles. De alta médica, pero no para poder viajar hasta que le realicen más pruebas.

     La historia no es inventada, aunque puede parecer un filme de Fellini, y sus protagonistas son mis padres. Sigue leyendo

Certificados de candidez

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     Lo decía el cura de mi barrio, que era muy listo él: “quien a sí mismo se capa, buenos cojones se deja”.

     Un poco basto, vaya, pero es que el cura era de Obejo, y muchas analogías seguro que provenían de los pastores y esa otra gente de bien que sabe muy mucho de la vida aunque no haya cogido un bolígrafo jamás de los jamases.

     – Oye, ¿qué te parece si te pago 3.000 euros y ha cambio demuestras todos los años que soy la persona más maja del mundo, con datos y tal?

     – Guay.

     – Hecho. Pero si no consigues convencer a la peña, a finales de año ya contrato a otro, ¿vale?

    – No te preocupes. Ya eres la persona más maja del mundo, sólo hay que ajustar parámetros y así te vas a mantener toda la vida.

    Una memez, sí, gorda, que llega a unas cotas de cinismo sólo al alcance de algunas políticas sociales, europeas y estatales. Tan estúpida que sólo puede surtir efecto dentro de los parámetros organizativos de una sociedad neoliberal y de unos grupos humanos víctimas (o partícipes) de un sistema competitivo y capitalista, siempre al servicio del dinero y del poder.

    El jueves asistí a una jornada organizada por la Junta de Andalucía sobre la nueva Ley de Servicios Sociales, la del 27 de diciembre de 2016, en la que a media mañana se nos habló de los estándares de calidad. El nivel de desvergüenza que se nos ofreció durante la hora y media de charla hablando acerca de los beneficios y las innovaciones de esta ley, pionera en España, merece mención aparte, y ya descargaré mi indignación en una ocasión no demasiado remota, así que detengámonos un poco en ese otro aspecto tan deseado por propios y extraños llamado certificado de calidad. Sigue leyendo

La pobreza de verdad

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Power by Bateri

    La verdadera pobreza no es que con tus ingresos no puedas llegar a fin de mes.

    O andar rastreando comida por los contenedores de basura. A la puerta de un supermercado o en la zona VIP de la ciudad.

    Tampoco consiste en ser un parado de larga duración, que ya se ha comido todas las prestaciones y está esperando a cumplir los cincuenta y cinco para poder cobrar el subsidio.

    La pobreza de verdad no es, per se, haber nacido en un barrio de exclusión, en un gueto, o pertenecer a una familia con graves problemas de desestructuración. Droga, prisión, colectivo en minoría.

    No depende de que los munipas te requisen los ajos, los calcetines, el romero de la buena ventura.

    Ni de que no tenga tu madre un euro para comprarte las ceras de colores o los cuadernos que exigen en la guardería pública.

    La verdadera pobreza es saber que eres pobre y tener asumido que así va a ser por siempre jamás. La verdadera pobreza consiste en creérselo. Y pasar esa fe a los hijos, a los nietos. Negarse las pocas oportunidades que llegan, porque “total, ¿pa’ qué?”.

    La pobreza de verdad es acostumbrarse. Y confiar en que se dejará de ser pobre por tener dinero, aunque te lo fundas con complacencia en la primera semana del mes, porque “total”.

    La pobreza real es negarse la posibilidad de un cambio, porque nunca te ha sido necesario para lograr sobrevivir. Y pensar que con sobrevivir ya es bastante, que no hace falta ser feliz, o que ni siquiera es posible. Sigue leyendo