León Felipe, por angeloide |
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Ley y justicia
Podría recurrir sensatamente a aquella norma atávica y común a toda cultura y ética -desde el Código de Manú hasta la Biblia-, la cual afirma sin remilgos que no debemos hacer a los demás aquello que no deseamos que nos hagan a nosotros mismos. Podría hacer mención incluso a que la vida es un derecho fundamental de todo individuo, de tal forma y manera que, cada estado ha de buscar subterfugios -y vaya si los encuentra- para poder dar muerte a un ser humano sin sentir por ello el vértigo de la conciencia. Podría decir…
Pero en realidad, voy a recordar uno de los primeros capítulos de la serie El príncipe de Bel Air; aquél en el que Will acudiera por primera vez al College con una corbata que le caía por encima de la cara perfectamente anudada alrededor de la frente. El profesor se le acerca, claro, al contemplarle de tal guisa sentado en su pupitre de clase, y le espeta algo así:
– Oiga, ¿qué hace con la corbata? ¿No ha leído el reglamento sobre el vestuario?
En esto, Will, con cara divertida, extrae del bolso una especie de manual que abre por una de las páginas iniciales y contesta con academicismo.
– ¿Se refiere a este artículo que explica que la corbata debe ir correctamente anudada, pero no dice dónde?
Tiene la ley tantos vacíos y huecos que atenerse a ella con la firmeza y la inflexión de una tabla de planchar sin hacer antes uso de la sesera supone un desatino mayor que lanzar dardos a un botón de chaleco con los ojos vendados. Como la justicia.
Y toda esta digresión viene a cuento tras el auto de la jueza María del Carmen Serván, quien instruía la causa de los 15 inmigrantes muertos en las costas del Tarajal, por el que, primero, archiva el caso liberando de toda responsabilidad a la Guardia Civil y, segundo, como, obviamente, la culpa siempre tiene que ser de alguien para que todo quede bien resuelto, el chivo expiatorio de turno -que suele hallarse en el miembro más débil- ha resultado ser el grupo de inmigrantes, por saltarse las reglas a fin de intentar vivir más dignamente. En palabras de la magistrada, notoriamente más objetivas que las mías aunque se me siguen abriendo con ellas las carnes: “los inmigrantes asumieron el riesgo de entrar ilegalmente en territorio español por el mar a nado, en avalancha y haciendo caso omiso a las actuaciones disuasorias tanto de las fuerzas marroquíes y de la Guardia Civil». Esto debe de significar entonces que si alguien realiza un acto ilegal -y no por ello ilícito, que esa es otra cuestión-, los cuerpos y fuerzas de ‘seguridad’ del estado están autorizados para usar todos los medios a su alcance para impedirlo, pues la culpa es de los otros, onde va a parar.
Pero el aspecto que me resulta desalentador hasta la bilis no es en sí la muerte, por terrible que sea, sino que existan excusas legales para tal atrocidad y se hable de ellas con la impunidad de un asesino a sueldo. ¿Hay alguna lógica que justifique la certeza de que 15 seres humanos hallan perdido la vida mientras un grupo de supuestos defensores de la ley les lanzaba pelotas de goma, bombas de humo y no les auxiliaba cuando los contemplaban perder sus salvavidas y hundirse en el agua? ¿En serio que la señora Serván cree que esto es lo normal en las fronteras de un país civilizado y que los ‘negros ilegales’ tienen menos derechos a que se les respete que, por ejemplo, una casta de políticos a los que no se les puede ni rodear el Congreso so pena de ir a prisión? Coño, ¿que tiene más delito un escrache que la muerte de 15 inocentes?
Esta es una forma de lo más digna de proteger la seguridad de la nación. Me imagino a un subsahariano viendo esta noticia en su país, y acojonado, seguro, negándose ya a venir, porque puede morir y quedar tal circunstancia impune. Como si los pobres africanos fueran subnormales y no supieran de antemano que el ahogamiento entra dentro de los planes, con una probabilidad muy elevada. Eso sí, al menos ya no sufrirán el bombardeo de pelotas de goma en mitad del mar, por mucho que no pasara nada al no estar prohibido legalmente por aquel entonces no demasiado lejano, pues a raíz de lo sucedido en el Tarajal ya no pueden usarse en el agua. Sólo podrán lanzárselas a la cara con sensibilidad inaudita si se les ocurre escalar las concertinas.
«El ahorcamiento» (1968)
Nagisa Oshima |
Aunque tan sólo cuatro pelagatos sepan poner correctamente el nombre de Nagisa Oshima, la cosa cambiaría notablemente de color si se hace referencia a uno de sus filmes, que sin duda más de uno habrá gozado -en todas las acepciones de la palabra- o al menos ha oído hablar a propios y extraños: “El imperio de los sentidos” (1976).
Podría decirse que es una verdadera desgracia que Oshima se haya hecho mundialmente famoso gracias a dicha cinta erótica que rompiera moldes en su día y a la que se recurre por sistema para nombrar determinados géneros y escenas procaces, cuando, en realidad, el trasfondo de la película es un meridiano puñetazo al centro del conservadurismo de la sociedad nipona. Aspecto que, con precisión quirúrgica, nos señala el director japonés en “El ahorcamiento” (también llamada “Muerte por ahorcamiento”).
En la década de los 60, Francia era sin duda el referente internacional en el séptimo arte debido, entre otras cosas, a las geniales inventivas y reformulaciones cinéfilas de Truffaut o Godard. No obstante, en el otro lado casi del mundo, Japón continuaba dando rienda suelta a un cine comprometido, pero escasamente personal y rompedor con el estilo clásico, aunque a nivel global contara con magníficos ejemplos que crearan obras maestras del cine, sobre todo del género de terror y de drama psicológico: “Samurai” (Masaki Kobayashi, 1962), “La mujer de arena” (Hiroshi Teshigahara, 1964), Onibaba (Kaneto Shindo, 1964), “El ángel negro” (Yasuzo Masumura,1966)…
Entonces apareció Oshima quien, junto con el genial Shôhei Imamura (“La mujer insecto”, 1963), acogió con beneplácito algunos aspectos realistas, de narración objetiva y semidocumentales del cine francés, principalmente de Godard, y decidieron crear una serie de películas que aún hoy resulta del todo increíble que pudieran ver la luz en la estructurada y conservadora sociedad del país del sol naciente. Obviamente, “El ahorcamiento” es una de ellas. Sigue leyendo
«Walden, o la vida en los bosques» (1854)
H. D. Thoreau |
Si algún día me viera obligado por las circunstancias, supongamos, de la fama o de la conciencia individual a dar rienda suelta a mis experiencias vitales y narrarlas con todo lujo de detalles a modo de autobiografía a fin de compartir un ideario al que se aferra mi espíritu pues de él depende mi banal existencia, si hubiera de escribir tal cosa, decía, el bueno de Henry David Thoreau me ha ahorrado la molestia desde la primera a la última letra.
“Hay cierta clase de incrédulos”, comenta el narrador y filósofo en los primeros envites de Walden, “que a veces me hacen preguntas tales como si creo que puedo vivir solamente de verduras; y para dar con la raíz del asunto de una vez -porque la raíz es la fe- suelo responder que yo puedo vivir hasta con clavos. Si no pueden entenderme, tampoco comprenderán mucho de lo que tengo que decir”. No sólo lo entiendo sin ningún esfuerzo, sino que lo comparto con esa fe inquebrantable que ha de servir de raíz a toda opción y que quizá, haga inescrutable e intrascendente cada rincón de esta obra y cada sílaba de esta reseña. Si un individuo se encuentra verdaderamente convencido de algo, lo hará, por más impedimentos que parezcan existir, y tan sólo la muerte será capaz de separarlo de esa visión.
De rigor resulta, antes de tener la convicción de que a este tipo se le fue la olla cuando decidió irse a vivir a una casa destruida cerca del lago Walden sin apenas utensilios ni dinero, que Thoreau, fiel a sus principios hasta las últimas consecuencias, acabó por estar un único día en prisión -episodio que se recoge en el libro precisamente, al suceder durante una de sus escasas visitas a la ciudad mientras vivía en el bosque- por negarse durante seis años a pagar impuestos que apoyaran tanto la situación de esclavitud de miles de seres humanos como la guerra contra México: «bajo un gobierno que encarcela a cualquiera injustamente, el lugar apropiado para el justo es también la prisión”. La influencia de su pensamiento en todo el movimiento pacifista de mediados del siglo pasado y en figuras de la talla de Tolstoi y Gandhi es inconmensurable. El ensayo que nos ocupa fue escrito en la década de los años cincuenta del siglo XIX y muchos de los argumentos y soluciones que propone, así como el grueso de su ideología, constituyen el eje del debate actual sobre un modelo alternativo de sociedad y de consumo. Hace poco más de un año, en un Foro, basándose en el título de un artículo de Anthony Appiah, profesor de filosofía de la Universidad de Princeton, preguntaba al auditorio el ponente Óscar Mateos, sociólogo y profesor de cooperación y desarrollo: “¿por qué nos condenarán las futuras generaciones?”. Una de las respuestas que se le antojaba obvia hacía referencia al hacinamiento sistemático de animales como los cerdos, con un cociente intelectual similar al de un niño de tres o cuatro años, para alimentación. Thoreau es categórico al respecto: “no me cabe la menor duda de que es parte del destino de la raza humana, en su progreso gradual, el dejar de consumir animales, de igual modo que las tribus salvajes dejaron de comerse entre sí cuando entraron en contacto con otras más civilizadas”.
De comunes y ordinarias cuestiones que asumimos a diario como de lo más normales (¿qué ser perverso inventaría el concepto de normalidad?) trata el padre de la desobediencia civil en Walden, y partiendo de una base práctica y poética que intentara hacer suya a lo largo de toda su vida: “nadie puede ser observador imparcial y certero de la raza humana, a menos que se encuentre en la ventajosa posición de lo que deberíamos llamar pobreza voluntaria”, destruye desde sus fundamentos la teoría del utilitarismo de una sociedad basada en el descarte, en el beneficio material, en la que sólo tiene valor aquello que puede comprarse y que se aprecia sin remilgos en el fragmento más conocido de Walden: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida… para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido”. Extensos capítulos dedica Thoreau a describir con la humildad y la admiración de un chiquillo el despertar de la primavera, las gotas de rocío, el renacer de las flores, las idas y venidas de los animales… el agua del lago que es vida. “El hombre consciente conserva la impresión de que existe una inocencia universal”, expone con lucidez,“¡Sencillez, sencillez, sencillez! Que os baste la uña del pulgar para llevar las cuentas”. ¿Es una pérdida de tiempo admirarse contemplando un árbol, un amanecer, una ardilla? ¿Es el arte y la belleza una pamplina? En una respuesta afirmativa o negativa tal vez radique el alma de a qué dedicamos buena parte de nuestro quehacer. “Si busco en mis recuerdos los que me han dejado un sabor duradero, si hago balance de las horas que han valido la pena, siempre me encuentro con aquellas que no me procuraron ninguna fortuna”, consumaba Saint-Exupéry.
Es mordaz, atrevido, cínico y divertido en la crítica a los sostenes de la cultura del ‘bienestar’ y no deja escapar ninguna oportunidad ante lo cotidiano:
“[A la mayoría] les sería mucho más fácil renquear por la villa con una pierna quebrada que con un pantalón roto (…). Y así es que conocemos sólo a unos pocos hombres, y una gran cantidad de chaquetas y calzones”.
“Más de uno, que no habría muerto de frío en una caja [de madera] como ésa, se ve agobiado hasta la muerte por tener que pagar la renta de otra, sólo que más grande y lujosa”.
No se salva de la quema ni la falsa y oportuna filantropía que evita el compromiso y las posibilidades reales de cambio global: “Si yo supiera con toda seguridad que un hombre se dirige a mi casa con el resuelto propósito de hacerme bien, correría por mi vida igual que ante ese viento seco y abrasador de los desiertos africanos llamado simún, que te llena la boca, los ojos, la nariz y los oídos de arena y te ahoga, y eso tan sólo por miedo de que me hiciera algo de aquel bien, que ese virus penetrara en mi sangre (…). Aseguraos de que prestáis al pobre la ayuda que verdaderamente necesita (…). Si se trata de dar dinero, daos con él”.
En determinada ocasión cuando el obispo de su ciudad le ofreció unos terrenos, Francisco de Asís, uno de esos locos necesarios que trabajaban por la paz, le respondió: “si tuviéramos propiedades, necesitaríamos armas para defenderlas”. No podía opinar de manera distinta el pionero del camino de la no-violencia y que debiera servir de piedra de toque a nuestro desnaturalizado modelo socio-económico: “estoy convencido que si todos los hombres vivieran con igual sencillez que yo entonces, no habría más hurtos ni robos, pues estos tienen lugar en comunidades donde unos tienen más que suficiente mientras otros carecen de lo necesario”.
No somos ratas en una bodega, sino seres que han de tender a la excelencia. Por eso concluyo con una de las nutridas reflexiones que nos regala, nos plantea, a la que nos invita Thoreau, como gozosa posibilidad de cambio, de revertir aquello que no consideramos justo, aunque hayamos de sobrevivir con clavos: “El universo es más ancho de lo que creemos. Pero debiéramos mirar con más frecuencia por encima de la popa de nuestro navío, como pasajeros curiosos, en lugar de limitarnos a hacer el viaje como zafios marineros enfrascados en hilar estopa”.
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