Decía el grueso periodista Abbott Liebling que «la gente confunde lo que lee en los periódicos con las noticias». Buena parte de razón no le faltaba y si echamos la vista a los libros de historia podemos decir sin rubor tres cuartos de lo mismo. Lo mejor antes de meterle mano a cualquier ensayo es investigar sobre quién lo ha escrito y de quién depende la editorial que lo publica.
Incluso el acto más vil tiene dos perspectivas al menos y dejarnos guiar sólo por la del que vence es mal augurio. Tras el atentado de las Torres Gemelas compuse esta canción, que no sé yo si me la distribuirían en EE.UU.
Esta de regalo no es la mejor versión que hicimos, pero fue en un ensayo improvisado y me trae magníficos recuerdos.
El palabro en cuestión lo acuñó la martilleante voz de Nietszche en su ensayo «Genealogía de la moral«. Cuando lo leí me quedó tan cristalino como el surtidor de un manantial aún no expropiado por una multinacional: odio al gobierno, entendido éste como fuente de poder, y no hay por donde agarrar a la clase política, la casta que llaman algunos. Sólo he tenido un amigo íntimo que decidió meterse de lleno en política. Podría obviar la ideología, pero no sería justo. Entró como concejal por Izquierda Unida, una persona seria, responsable, veraz y tenaz, que a los dos años ya estaba hasta los huevos de la peña, de las concesiones a la galería y del partido.
Escuchar a alguien que tiene más oportunidad de cambiar las cosas y no lo hace justificarse en la entelequia me repugna. En su epístola «Carta al padre» le espetaba Kafka a su progenitor una frase realmente terrible que emplean con frecuencia los que ostentan la autoridad, que no el respeto: “la confianza que tenías en ti mismo era tan grande, que no necesitabas ser consecuente para seguir teniendo siempre la razón”. No tenéis razón, por más que una mentira se repita adecuadamente mil veces no se convierte en verdad.
El tema del enlace, que da título a la entrada, se grabó en un festival en Salamanca hace casi 25 años (¡qué lástima que la cosa haya cambiado tan poco).
MISARQUÍA
Son eunucos de la realidad, chusma que exige pero no es capaz
de dar respuestas a la sociedad; impotentes sin más.
Los malos de los films de Costa-Gavras, perros que nunca avisan, siempre atacan;
ascetas Nietzcheanos de la virtud, haciendo vudú.
Y es tan creíble así creer la Misarquía; vender mi alma a Goethe cada día,
igual que venden destrucción al mundo entero: “Mataos si yo consigo mi dinero”.
Antropofagia, antropofobia.
Escatólogos del más acá, que entre sus heces saben respirar;
fieles discípulos de Pinochet, autócratas per se.
Francotiradores de la verdad que apologizan a la sin piedad;
humanistas del último Reich: ¡Viva el Apertheid!
Levantan muros de Berlín en su eutopía y continúan con sus nuevas guerras frías:
sus largas noches de cristales rotos y burdas parafilias con su odio.
Antropofagia, antropofobia.
Son eunucos de la realidad y su nihilismo dogmatizarán;
seres clónicos creados por algún disfraz, algún condón.
No hay nada tan reconfortante para el común de los mortales como el hecho de que un colectivo, una sociedad, una nación cometa la más atroz de las tropelías. Lo de menos es que uno mismo forme parte del grupo en cuestión, pues la responsabilidad personal dentro de una decisión global se diluye igual que un azucarillo en una taza de café hirviendo.
La maldad de otros tiene un efecto impermeabilizante que ya quisiera para sí cualquier bota de montaña. Se encuentra uno tan ocupado protestando, lanzando sapos y culebras, indignándose con el comportamiento ajeno que no le queda tiempo para darle pábulo a la propia grosería y es sencillo pasar de puntillas sobre las tropelías e insolidaridades individuales. Pero el caso es que cada ser humano es injusto en la medida de sus posibilidades, y que la UE se haya comportado como la peor madrastra posible no justifica que en nuestra vida cotidiana, en nuestra historia personal no luchemos por el derecho de toda persona a buscar una vida mejor. Y no hablo sólo de los refugiados, ni de los países empobrecidos… sino de mi vecino del quinto, de los ciudadanos considerados de segunda y que malviven en barrios en situación de exclusión o a la vera del camino.
Cambiar la historia a beneficio de todos no depende de los poderosos; no son ellos precisamente quienes lo han intentado siquiera una vez. Lo han hecho personas que no pasaron de puntillas, que observaron los acontecimientos con rigor y a las que les importó más el futuro que el hecho de recoger frutos inmediatos.
Que nadie se atreva a vivir en paz mientras la paz sólo sea propiedad de unos pocos.
El vídeo de la canción corresponde al acto de presentación del libro “Con patente de corso” de mi amiga, la escritora Mercedes Gallego. Para escuchar el tema en estudio puedes pinchar aquí.
Un ángel caído, de Giambattista Tiepolo, cerca de 1752
José Luis tiene esa edad indeterminada de la persona adicta con dientes cariados, delgadez famélica de pómulos hundidos e indómito nerviosismo. No lo dice, pero entre dentro de los planes menos dúctiles que tenga VIH; todos sus amigos del barrio o han muerto de un mal pico o como consecuencia del «bicho». En los últimos quince años lleva tanto tiempo entrando y saliendo del trullo que sus pies se saben el camino de memoria. Metadona de 25 mg, algún que otro canuto y un par de birras cuando se encarta, pero según su proceso mental lleva un año sin meterse nada, algo que, en un barrio como el que habita, supone tanta fuerza de voluntad como la de un mal obispo en la santa obligación de perdonar las culpas a un apóstata.
Llegó a la oficina acompañado por su madre, una mujer de edad aún más indeterminada en virtud de las malas noches, días y hasta segundos, pero que no pierde la esperanza en la reconciliación por más que su cara sea una oda a la increencia. «Nesesito haséargo, no pueoestá tor día en el barrio sin hasé ná. De lo que sea; me gusta la jardinería, pero pueohasé de to«, dice José Luis, y la madre lo observa con tristeza ignota y lo escucha maldecir casi sin querer a su padre, que nunca lo ha querido, y ella no lo afirma, pero tampoco lo niega, lo que suele ser otorgarle un espacio infinito a la verdad.
Quedé con él otro día, tras algunas gestiones con unas personas la mar de sensibles que llevaban un huerto tradicional, le di diez euros para un bonobús, indicándole que iban a recogerle en una parada a las afueras y que demostrara al mundo que podía confiar en él. Su felicidad era directamente proporcional a su falta de voluntad, tan común en las personas resistentes al cambio o con demasiadas cargas sociales a cuestas. Ni qué decir tiene que no fue al huerto, que tuve que localizar a la madre para tratar de seguir deshaciendo el entuerto -nada debe darse por perdido- y que aún confío en que venga otro día a la oficina, a pedir disculpas, devolverme los diez euros cuando cobre su mísera paga o traerme el tique de haber comprado el bonobús y que decida ir de voluntario a un sitio mejor que el que lo rodea.
Soy un iluso, es probable, pero no necesitan confianza las personas con una sana autoestima, sino los tirados de la vida, los que nunca tuvieron esa experiencia. No todos los ángeles nacieron con idénticas alas.
Esta primera versión en directo del tema «Ángeles con alas de barro» (2002) es, curiosamente, de un concierto en la Comunidad Terapéutica de personas en rehabilitación con las que compartí vida y aprendí a vivirla durante varios años.