¡Emergencia, emergencia!

800px-Ringing_the_elevator_alarm

Ringing the elevator alarm by Dieselducy

     Dice el Diccionario de la Lengua Española que la locución de emergencia significa algo que se lleva a cabo o sirve para salir de un apuro o una situación de peligro. Si nos vamos al adjetivo urgente el asuntico es de lo más similar, o incluso aún menos comedido: que precisa de su pronta ejecución o remedio.

     Está claro que, o se le hace al diccionario tanto caso como a la Constitución cuando nos resulta beneficioso a nuestros nada parcos intereses o es que algunas cosas funcionan al revés de como debieran. Lo malo es cuando estas definiciones -casi capciosas cuando se llevan a la realidad- nos llevan a pensar, en un alarde de ignorancia, que en una supuesta democracia la igualdad de oportunidades y los derechos están tan al alcance de todo el mundo que no merece la pena ni darle más vueltas al tarro. A veces sólo nos falta corear aquello de «y si somos los mejores bueno y qué».

     Francisca vive en su domicilio con un hijo de veintitrés años con problemas graves de trastornos de conducta y de adicciones. Lo que ha dado por llamarse patología dual entre los entendidos que no suelen sufrir las consecuencias. El hijo, aunque ella insista en restarle importancia, le tiene la casa destrozada, y no le queda casi ningún mueble en pie que no haya sido reventado de una patada. Acaban de quedarse sin ingresos, más allá de los bolsas de calcetines o de braguitas que vende ella cuando le prestan dinero para hacer algún pedido. Sigue leyendo

Lo peor de lo que nos pasa

5_Simon_el_Cirineo_ayuda_a_Jesus_a_cargar_la_cruz

Via Crucis by Cubonegro

    En su libro de cuentos “¿Quién puede hacer que amanezca?” el teólogo y terapeuta Tony de Mello nos regalaba esta historia:

    “Necesito desesperadamente que alguien me ayude… o voy a volverme loco. Vivo en una pequeña habitación con mi mujer, mis hijos y mis parientes, de manera que tenemos los nervios a punto de estallar y no dejamos de gritarnos y de increparnos los unos a los oros. Aquello es un verdadero infierno…”

    “¿Me prometes que harás lo que yo te ordene?”, le dijo el Maestro con toda seriedad.

    “¡Te juro que lo haré!”.

    “Perfectamente. ¿Cuántos animales tienes?”

    “Una vaca, una cabra y seis gallinas”.

    “Mételas a todas en una habitación y vuelve a verme dentro de una semana”.

    El discípulo quedó horrorizado, pero ¡había prometido obedecer…! De modo que lo hizo y regresó al cabo de una semana quejándose desconsoladamente:

    “¡Vengo hecho un manojo de nervios! ¡Qué suciedad, qué peste, qué ruido…! ¡Estamos todos a punto de volvernos locos”.

    “Vuelve otra vez”, dijo el Maestro, “y saca a todos los animales fuera”.

    El hombre se marchó a su casa corriendo y regresó al día siguiente radiante de alegría:

   «¡Qué felicidad! Han salido todos los animales y aquello es ahora un paraíso. ¡Qué tranquilidad, qué limpieza, qué amplitud…!”.

    Ya, una memez. Pero lo mismo una memez que no tomamos en demasiada consideración en nuestro día a día. Estamos tan liados, con tantos follones que no tenemos ni tiempo para salir de nuestras preocupaciones y tratar de ser felices sin vernos en la oblicua necesidad de ir por la vida cargándonos con cruces a la espalda.

    Reflexionemos sobre nuestros problemas, sobre el estrés, los nervios, la cantidad ingente de personas que nos hacen sufrir. ¡Vaya angustia! Sigue leyendo

Hacerse un igual

stairs-1036882_960_720

stairs by Samueles

     Dicen que si alguien lo ha explicado ya del todo bien, para que vas a darle tú vueltas al tarro.

    ¡La doctrina de la igualdad!… Pero si no existe veneno más venenoso que ése: pues esa doctrina parece ser predicada por la justicia misma, mientras que es el final de la justicia…»Igualdad para los iguales, desigualdad para los desiguales» – ése sería el verdadero discurso de la justicia: y, lo que de ahí se sigue, «no igualar jamás a los desiguales».

    La idea la expuso Friedrich Nietzsche. ¿Quién iba a ser si no? Uno de los maestros de la sospecha. Porque llega un punto en el que, tristemente, lo más sensato resulta ser sospechar de muchas cosas. Y no me refiero a la CIA, la NSA, Féisbuk, Guguel o el gobierno de turno. Que también. Ni se trata de desconfiar de la persona que tienes al lado en la casa, en el curro, en el colectivo del barrio. Que seguramente deberá de ser algo menos.

    Hay que sospechar de quienes hablan de igualdad desde el privilegio de clase. No hace falta subirse en un pedestal para ser de ese grupo, claro. Todo el mundo lo sabe. Hay mogollón de peña que se mueve por la vida mirando por encima del hombro, pero piensa que todo lo afronta en un plano de igualdad. Quizá porque el concepto de igualdad que manejan se parece una barbaridad a ese que explicaba Nietzsche y que poco tiene que ver con la justicia y con una visión global.

    El asunto es muy sencillo y me golpeó en la cara una vez más en mitad de una de esas reuniones solidarias y constructivas donde tratábamos de enfocar cómo realizar una aproximación positiva a las personas de determinado barrio en exclusión.

    – Tenemos que acercarnos a sus casas como si fuéramos uno más.

    – Hacernos como ellos, unos iguales.

    Ah, pero ¿es que no lo somos? Uno más, iguales… Pues vaya. Sigue leyendo

¡Caracoles!

 caracoles    Seguro que la banalización del tema viene de lejos. De la tierna infancia y de Niebla, el perro de Heidi (o de su abuelo), al que le gustaba comerlos a diestro y siniestro. Sí, sí, quienes se acerquen a mi edad o la sobrepasen ligeramente sabrán a la perfección de qué hablo: los caracoles.

     El asuntillo no es que sea de suma importancia, pero como que me da musho coraje, que dicen mis paisanos y paisanas de por aquí, a la orilla del Guadalquivir. Es un poco mezcla de insensibilización y mentira camuflada.

     Respecto al primer punto, lo normal es que cuanto más grande sea un bicho más pena nos da, más subterfugios nos buscamos para ver como de lo más natural matarlo y comérnoslo a mandíbula batiente. Va a ser lo mismo una vaca, un cerdito o incluso un pollo que un miserable caracol. Para manducarse a un caracol (que, al fin y al cabo, no es más que una especie de babosa algo más bonita porque tiene concha) no hay que hacer de tripas corazón ni pensar si con su tamaño sufre o no sufre.

     Y ahora toca contar la historia de mi primer encuentro con un guiso casero de caracoles. Con una inconsciencia de la que costaría hacer gala, una amiga muy dada a la cocina y a los caracoles en salsa, se puso a guisarlos en mi casa dentro de una olla. No recuerdo qué leñes le surgió al inicio de la cocción que tuvo que salir durante un rato, y no tuvo otra idea más brillante que la de dejarme a mí, vegetariano de pro, a cargo de los curiosos moluscos. Como es bien sabido por los amantes de esta comida, a los caracoles hay que engañarlos (por lo que de entrada se da por hecho que tontos no son), bajar el fuego y cuando sienten el calor y sacan el cuerpo fuera de la concha para escapar de la olla, subir la cocción sin remilgos y asfixiarlos y abrasarlos. Cierto que no es preciso ser tan puntilloso, porque para algo dan en los puestos de venta unos mondadientes que ayuden a extraerlos cómodamente del interior de la concha. El caso es que cuando los bichitos comenzaron a sentir el calor salieron de su refugio para huir de la cazuela como alma que lleva el diablo y el trabajo del menda, al lado del guiso con cara de pena, consistía en irlos derribando de las paredes por las que trepaban para tratar de huir a fin de que se cociesen preceptivamente. Sigue leyendo