Después de años, resultó que tuvo que ser el lunes pasado el primero en la larga historia del blog en el que no subí ninguna entrada (si no contamos las vacaciones, claro). Aparte del cansancio acumulado que llevo, estaba tan saturado mentalmente y con un cabreo interno tan poco saludable que solo me surgían amalgamas de naderías. El coronavirus tenía algo que ver, aunque todavía, en Córdoba, no nos habíamos vuelto paranoicos y podíamos darnos besos y abrazos sin que te miraran con cara rara y sintieras que estabas comportándote como un irresponsable. Porque, más allá de la sana preocupación y de que no hemos de obviar medidas lógicas de seguridad, al final, como siempre, la culpa del coronavirus y de su expansión es únicamente del españolito de a pie que le da por salir de casa y por asaltar los supermercados sin darse cuenta de que pueden contagiar a propios y extraños. Pero a lo mejor lo que le preocupa al Estado del «bienestar» (perdonen las comillas) es que se colapse el sistema público de salud, maltratado y maltrecho con tanto apoyo a la privada que, por cierto, hasta que no ha sido declarado el estado de emergencia, no había sido obligada a compartir recursos como si no recibiera subvenciones ni tuviera convenios. #QuedateEnCasa, rezaba el hashtag surgido de la sanidad pública de Madrid. Normal que lo apoye todo el personal sanitario que están hasta la bola, aunque, sin por ello restarle importancia, el índice de letalidad del COVID-19 en personas reconocidas como infectadas es del 0,7% según la OMS. Y es importante señalar lo de reconocidas como infectadas porque, como pasa con otras enfermedades víricas, mucha gente infectada no lo sabe por lo que, según la mayoría de personas expertas en epidemiología, el porcentaje real de letalidad sería inferior. Es decir, el #QuedateEnCasa no significa, como parecen transmitir en todas partes, que vas a impedir que la peña la palme, sino que se den un paseo a urgencias. ¿Es absurdo quedarse en casa? Pues no, pero que quede claro que es un chute de realismo ante la situación de nuestro sistema sanitario que, encima, se encuentra en el top 10 de los mejores del mundo y hasta podríamos sacar pecho. Estados Unidos, sin sanidad pública y sin derecho a baja laboral por enfermedad, se ha convertido en una bomba de relojería en relación al coronavirus. Sigue leyendo
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Prohibir el suicidio
A todas y cada una de las almas de bien pro-vida, repletas de preocupación por la dignidad de todo ser humano, y de manera preferencial de aquellas personas con paraplejía, tetraplejía o enfermedad terminal que deben de vivir por cojones (o porque lo dice Dios Todopoderoso, que no sé qué es peor).
Tengo una mala noticia que transmitiros. Mala no, nefasta. Allá voy, y espero que sepáis entender que esta información la digo por un bien, porque se os escapan las mejores y algo habrá que hacer: el suicidio no es delito en España; digo más, la tentativa de suicidio, tampoco.
Ya, habráse visto, ¿verdad? Vergüenza de país. ¿Cómo es posible que cualquiera pueda tirarse por un balcón, colgarse de una viga, cortarse las venas o tragarse un bote de pastillas y que nadie haga nada? Además es la primera causa de muerte no natural en España: cerca de 3.700 personas se quitaron la vida en 2017 (que suele ser la media anual) y, encima, ¡la mayoría hombres! ¡Un 70%! Y vosotros, peña de la derecha y de la ultraderecha, preocupados por la minucia de la eutanasia y el suicidio asistido. Moco de pavo, lo que hay que hacer es legislar cuanto antes para que el suicidio esté penado, y ¿qué más dan las causas (desahucios, situación de paro, pobreza, exclusión…)? Lo importante es la sacralidad del derecho a la vida. Que te tiras de un puente y sobrevives, al talego, hubieras estado más espabilao y te hubieses lanzado desde un noveno piso. Lo que no puede permitirse en una democracia que se precie de serlo es que casi todo el mundo se pueda suicidar cómodamente sin tener consecuencias penales y ahora nos dediquemos a condenar sin tapujos a otra parte de la población que para poder hacerlo necesita un empujoncito (perdonad el chiste fácil, pero es que venía a huevo). Sigue leyendo
Inocente inocente
En una semana en la que no eran pocas las personas que la comenzaban bien ofendiditas al descubrir que en EE.UU. Antonio Banderas era calificado por algunos medios del país como actor de color (algún color sí que tiene, supongo que el sol de las playas normandas algo tendrá que ver), no esperaba yo terminarla de una manera tan ejemplarizante para nuestro habitual ombliguismo y etnocentrismo occidental. Tenemos tan claro que somos blancos, o al menos con más derechos y privilegios que estos pobrecitos que vienen de cualquier otro lado de la valla, que eso de sentirnos de repente de otra categoría (por más estadounidenses que sean quienes lo digan y sus premios parezcan lo más glorioso del planeta) nos toca mucho los huevos. Como si no existieran ya desde hace años los Grammy Latinos y los Emmy HispanicTime, no vaya esta peña de un color distinto al blanco a creerse en igualdad de condiciones de competir.
Pero nos queda la infancia, esa que mira las cosas con otra perspectiva, más en base a los sentimientos y a las relaciones que a los condicionamientos sociales. Paula es una niña de cinco años que tiene un tío postizo llamado Kaleab. Es postizo no por restarle valor, sino porque no es carnal. Kaleab, que ya está en la Universidad, llegó a España procedente de Etiopía más o menos a la edad que tiene Paula, porque tenía un tumor ocular y una asociación consiguió su traslado para que fuese operado en nuestro país; la mamá y los abuelos de Paula lo acogieron en su casa, a él y a su padre, cuando salió del hospital y los trataron como a su propia familia. Para Paula, Kalache es su tito, sin más, porque lo ha tratado desde que vio la luz y cada vez le ha cogido más cariño.
El caso es que, justo esta semana de ofendiditos, Paula llegó a casa del colegio y, vete tú a saber a cuento de qué o qué estuvieron tratando en su clase, le hizo a su madre la pregunta del millón, y con una extrañeza tal en su rostro inocente que mostraba bien a las claras que lo veía ridículo:
–Mamá, ¿el tío Kaleab es negro?
En fin. Ahí lo dejo, que me da la risa.
Microexclusiones
Conchi tiene apenas 40 años y dos hijos menores de edad. Dicen los documentos oficiales que también tiene pareja, aunque de manera oficiosa parece viuda o madre soltera en virtud del apoyo que recibe del cónyuge en cualquier ámbito más allá de contribuir activamente a los gastos diarios de la casa. Lo que le faltan de sobra son ingresos, pero no unos pocos, sino el más mínimo estable para que su vida no continúe resumiéndose en pedir fiado en la tienda de Antonio y limpiar el tramo de escalera de alguna vecina.
Como las cosas siempre pueden ir a peor según la aciaga hipótesis formulada por Murphy, a Conchi le cortaron el agua ayer. De hecho, para que la hipótesis resulte aún más aguda, el corte lo llevaron a cabo con premeditación y alevosía, pues se produjo cinco días antes de que cumpliera la fecha límite según la carta de aviso. Que la empresa de aguas sea municipal y haya un acuerdo en el que reza que no se puede dejar sin suministro de agua a familias sin ingresos es peccata minuta; al fin y al cabo han cambiado tantas veces el protocolo de actuación desde Servicios Sociales (también municipales) que puede que Conchi no haya cumplido con escrupulosidad las exigencias para que le concedan el mínimo vital. Si a mí, que soy trabajador social, me cuesta enterarme de los constantes cambios qué vamos a contar de personas que tienen demasiadas preocupaciones en la cabeza. Sigue leyendo