«Los desposeídos: una utopía ambigua» (1974)

Anarchy! by Phootprint Collective

    No voy a ser tan lerdo como para pretender descubrir a nadie, a estas alturas de la película, la novela clásica de ciencia ficción Los desposeídos ni a su autora Ursula K. Le Guin, fallecida en 2018 de un infarto de miocardio, quien posee la triste distinción de ser la primera mujer galardonada como Gran Maestra por la Asociación de escritores de ciencia ficción y fantasía de Estados Unidos. Triste no porque no se lo mereciera, sino porque parece ser que ninguna mujer se mereció tal privilegio hasta 2003.

    Por si alguien no lo sabe (aspecto bastante dudoso), Los desposeídos, libro que forma parte del universo de Ekumen creado por la escritora estadounidense, narra la historia de las gentes de un planeta, Urras, y de su satélite, Anarres; el primero fundamentado en un sistema capitalista y el segundo, formado por personas provenientes del destierro, en el pensamiento anarquista y libertaria. El agua y el aceite, vamos.

    Pero lo peculiar, en contra de lo que pudiera desprenderse tras su lectura, no es el evidente conocimiento que muestra Le Guin sobre los procesos y estructuras que pueden hacer realidad una sociedad anarquista, sino que a una persona libre, o que va en su búsqueda sin remilgos ni miedos insensatos, como el protagonista Shevek o su compañera Takver, no la quieren en ningún sitio; porque los peligros del totalitarismo y el deseo de poder están presentes en el más prudente de los seres humanos. Dicen que lo soltó Voltaire: «proclamo en voz alta la libertad de pensamiento y muera el que no piense como yo». No es baladí que la novela en cuestión tenga por subtítulo Una utopía ambigua.

    En realidad hay tantas cosas escritas y reflexionadas sobre Los desposeídos que lo único alternativo que se me ocurre decir es que la leáis e, incluso a quien ya lo haya hecho, que la relea con perspectiva. Continue reading

El dolor

Sacrificio en viernes santo, by S. Alexis

      Otra de cofradías. Córdoba, finales de marzo; no es culpa mía, a ver, se alían todos los astros. Y el que suscribe que, por quedarse corto o pasarse de largo, se mete en el embolado.

      Esta mañana a ver el ensayo del paso de una virgen, con mi sobrino, que le gusta más una procesión que a un político las loas. No tiene uno bastante con las salidas procesionales de verdad que desde hace un mes todas las cofradías se ponen a ensayar con sus costaleros (el masculino no es genérico) por las calles de la ciudad ante la atenta mirada de los viandantes a quienes parece importarle bien poco que ni lleven sobre las andas la preceptiva figurita de madera.

      No lo entiendo, y a veces, como hoy, lo he intentado. Ese arduo espíritu de sacrificio, de ensalzamiento casi agónico del dolor, ese cruel concepto de un dios veterotestamentario y medieval que se goza con nuestros sufrimientos y nuestras fatigas y que necesita de nuestra penitencia para sentirse resarcido de nosébienqué.

      Ya digo, lo intento, pero me imagino a Jesucristo y a su mamá querida echándose las manos a la cabeza contemplando los rostros y los cuerpos crispados de los costaleros aguantando en sus hombros 1000 kilogramos de peso (al andamiaje del cristo habría que sumarle unos 500 más de propina) equitativamente repartido «tos por iguá, valientes». Que no veo yo valor por ningún lado, leñe, sino inconsciencia y cumplimiento.

     Dios me perdone, pero de lo máximo que he llegado a acordarme es de este poema de Amalia Bautista, que no voy a jurar que firmaría el maestro de Galilea, aunque es probable que lo escuchara con más gusto que una saeta en la Carrera Oficial.

EL DOLOR

El dolor no humaniza, no ennoblece,
no nos hace mejores ni nos salva,
nada lo justifica ni lo anula.
El dolor no perdona ni inmuniza,
no fortalece o dulcifica el alma,
no crea nada y nada lo destruye.
El dolor siempre existe y siempre vuelve,
ninguno de sus actos es el último
y todos pueden ser definitivos.
El dolor más horrible siempre puede
ser más intenso aún y ser eterno.
Siempre va acompañado por el miedo
y los dos se alimentan uno a otro.

«Siempre hemos vivido en el castillo» (1956)

serveimage     Alguna que otra vez, mi cerebro inclemente se ha preguntado por qué buena parte de las mujeres norteamericanas que se han dedicado a escribir a mediados del siglo XX lo hacían desde el noble y difícil arte del cuento o del relato. Es casi norma que todas ellas –Carson McCullers, Eudora Welty, Alice Munro, Katherine Anne Porter, Flannery O’connor…– tan sólo publicaran alguna novela. Y no es que se les diera mal; la única novela de Anne Porter, «El barco de los locos» (1962), fue la más vendida ese año en Estados Unidos y Welty, quien podría ser la excepción que confirma la regla al haber visto publicadas varias de sus obras, ganaría el Pulitzer con «La hija del optimista» en 1973, aunque ambas siguieran cultivando el relato el resto de su vida.

     Shirley Jackson está en un punto medio, seis novelas y más de cien cuentos, pero si hacemos caso a su biografía y a las anécdotas que de ella contaba su familia no es difícil encontrar paralelismos con lo que de sí misma decía Alice Munro y que nos ayudan a dar respuesta a la cuestión con la que daba inicio a estas letras. La cuentista canadiense afirmaba que se había dedicado al relato porque, literalmente, sus labores como madre y ama de casa no le daban rato para más y su amor por la literatura le hacían aprovechar los escasos minutos que le dejaba la siesta de sus retoños para poder escribir unas líneas. Los hijos de Jackson recuerdan que su madre se pasaba todo el día dejando anotaciones e ideas para sus cuentos en la nevera o en lo alto de los muebles y que solía acostarse a altas horas de la madrugada porque sus tareas domésticas apenas le permitían dedicarse a su pasión: la escritura. Mientras tanto, su marido, un conocido crítico literario podía pasar el día fuera de casa e incluso minimizar la calidad literaria de la obra de su esposa, no fuera a sacar los pies del tiesto.

     Todo ello no impidió que Shirley Jackson fuera una mujer ampliamente conocida en Estados Unidos gracias a las publicaciones de algunos de sus cuentos en el New York Worker y algunas revistas, y que su influencia en autores posteriores tan dispares como Stephen King o Neil Gaiman. Sin embargo, debido a su situación familiar acabó sus días cada vez más aislada del mundo, con agorofobia y serios problemas de salud; aspectos que ya se reflejaban en sus obras, de manera particular en su última novela: «Siempre hemos vivido en el castillo». Continue reading

«La historia del camello que llora» (2003)

Camello que llora2    Si eres mujer, de Mongolia, te da por dedicarte al cine y encima haces semidocumentales tienes que ser muy buena para hacerte un hueco y ser además nominada a los Óscar.

     Todo eso en su conjunto lo tiene de sobras la directora Byambasuren Davaa, que con un estilo tan delicado como ausente de artificios sumerge al espectador en medio del desierto mongol y lo hace observador impaciente de pueblos que ya han sido olvidados y fagocitados por la sociedad de consumo capitalista.

     Codirigida por el director italiano Luigi Falorni, a quien conociera en Munich, «La historia del camello que llora» es el paradigma del lugar en el que pone la nota la directora y guionista residente en Alemania, tal y como volvería a mostrar al público con «El perro mongol»: hacerlo partícipe de la vida sencilla de los nómadas que habita en una yurta en mitad del desierto del Gobi. La excusa que le sirve de preludio es el nacimiento de una cría de camella albina que la madre rechaza sin que lleguemos a saber muy bien por qué. Antes, durante y después de dicho suceso, Davaa nos golpea la mente una y otra vez con la trascendencia de en dónde reside lo verdaderamente importante para tener una vida plena. Y no son los recursos, ni el progreso, ni un trabajo estable… sino el amor y el respeto a la naturaleza, a aquellas tradiciones que no han perdido ni su cordura ni su belleza; en definitiva, hacia toda realidad con la que nos relacionamos a diario y hacia la que debiéramos quizá hacer un mayor esfuerzo por comprender, como la única forma viable de hallar una solución o asumir con tranquilidad no lograr hallarla. Continue reading