«El baile» (1930)

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Le Bal by gordi-dina

Lo dijo don Antonio Machado: «por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre», y desde el inicio lo olvidan las tristes y patéticas vidas que inundan las estancias de la casa de la familia Kampf.

Ese olvido, que hace reposar las esperanzas de los protagonistas en lo que desde una absurda vanidad creen ser aparte de sencillos seres humanos, lo golpea Antoinette, con la cruel e inocente maldad de una adolescente que lo único que siente es rabia, impotencia… y lo trasforma en ridícula verdad, en desnuda evidencia en el mismo instante en el cayeron estrepitosamente los diamantes.

Irène Némirovsky lo sabe: quien siembra vientos recoge tempestades, pero es tan sutil, tan comprensiva con la decadencia, tan objetiva y obvia con cada miseria que conforme avanzan las páginas no puedes sentir otra cosa que sorpresiva compasión ante la ignorancia de Rosine, de Alfred… ante su inseguridad nunca compartida.

No sabemos si una sorpresiva compasión hacia sus verdugos acompañaría a Iréne Némirovsky mientras era conducida al campo de exterminio de Auschwitz donde moriría de tifus en 1942, probablemente sus sentimientos se asemejaran más a los de su antiheroína Antoinette, con su rabia y su impotencia, con su maldita soledad acompañada. Lo que sí la rodeó hasta el éxtasis fue la decadencia.

Roguemos a cualquier Dios, que exista una Antoinette que sin querer siquiera nos despierte de nuestras necedades y orgullos, y que lo haga de tan maravillosa forma como Irène, para cogernos desprevenidos, desprovistos de amarres y así hacernos capaces de acceder al perdón más difícil, ese que se dirige a uno mismo a pesar de descubrirnos en la poca cosa que somos.

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«Las uvas de la ira» (1939)

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John Steinbeck (1962)

     John Steinbeck es posiblemente el escritor estadounidense que más nos ha acercado la realidad del sur de su país, junto con Faulkner en el otro extremo de la balanza por divergencia de estilos y sin olvidar a las tres grandes damas cuasi desconocidas y que centraron más sus esfuerzos en el relato: O’Connor, Anne Porter y McCullers. 
     La sencillez demoledora de Steinbeck nos golpea, tanto que «Las uvas de la ira», para muchos su mejor obra, a pesar de recibir el premio Pulitzer le granjeó de inmediato la animadversión de sus compatriotas del sur de EE.UU. No en vano describe concienzudamente y sin rubores el proceso por el cual los pequeños productores agrícolas son expulsados de sus tierras por cambios en las condiciones de explotación de las mismas y obligados a emigrar a California donde el tipo de agricultura requiere mano de obra durante la cosecha.

     El final de esta obra magistral es con toda certeza uno de los más impactantes en la historia de la literatura. Tanto que John Ford, director de la película del año siguiente basada en la obra de Steinbeck, renuncia a él, tal vez, por ser excesivamente elocuente en tiempos de posguerra.

     Esta vez no hay fragmentos, os dejo con escenas del filme de Ford bajo el ritmo de una de las canciones clásicas durante la Gran Depresión: «Brother can you spare a dime?».
     La película es quizá tan sólo un palmo menos imprescindible que la novela de Steinbeck.

[youtube https://www.youtube.com/watch?v=LRjpqJozOcI]

«Mendel el de los libros» (1929)

Stefan Zweig and wife by mervekahraman

Deseando ser creyentes transmisores de buenas noticias podríamos admitir que Zweig fue un hombre justo, en el sentido más espiritual y metafísico del que me hago cargo y que el propio escritor, judío por ‘accidente de nacimiento’ que diría él, entendería con plácida cordura: un ser coherente, responsable, digno y atrevido hasta no poder más. Probablemente no pudo cuando, harto de desesperanza frente a esa oleada del nazismo que consideró imposible de extirpar, acabó quitándose la vida al lado de su esposa en plena II Guerra Mundial.

Tal vez por eso, cuanto más se avanza en la lectura de ‘Mendel el de los libros’ menos capaces nos sentimos de sacarnos de la cabeza a su coetáneo Bertolt Brecht, otro hombre justo, también dolorido por el horrible realismo que rezumaba en cada esquina de su país. Exiliado de Alemania Brecht, autoexiliado de Austria Zweig, tan críticos y moscas cojoneras frente al autoritarismo y la intolerancia que sus obras comparten el gozoso privilegio de haber sido prohibidas por el nacionalsocialismo. Más aún a raíz de Mendel, de su inocencia interrumpida, de los nazis, del Imperio austro-húngaro o la madre que los trajo a todos, transcribo el texto atribuido a Brecht, y que cobra más sentido si cabe en boca de su verdadero autor, un pastor luterano de nombre irrecordable que lo soltó en un sermón haciéndonos ver que “el silencio de los buenos es lo peor de la gente mala”, si parafraseamos a Gandhi:
«Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista,
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata,
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista,
Cuando vinieron a buscar a los judíos, no protesté, porque yo no era judío,
Cuando finalmente vinieron a buscarme a mi, no había nadie más que pudiera protestar.»

Mendel, el viejo judío de memoria que tiende a infinito, fue uno de esos a los que se llevaron y la peña no hizo nada, digamos que justamente disculpada y perdonada por esa tan cruel como realista ética de situación. Porque si bien es cierto que ‘Mendel el de los libros’ es básicamente un comprometido alegato contra lo absurdo de las ideas posbélicas defendidas a ultranza so pena de campos de exterminio, no es menos verdad que golpea profusamente a quien se hace cómplice de la injusticia hacia el débil y el inocente, provenga esta del miedo a alzar la voz (la buena señora Sporschil) o de la desvergüenza de aprovechar la caída de la víctima y la victoria de sus verdugos para sacar tajada (el deshonroso señor Gurtner).

El estilo natural y directo de Zweig, su prosa austera y exenta de artificios (cuánto me recuerda también a otra desangrada literata: Irène Némirovsky, ejecutada en Auschwitz justo el mismo año en que perdíamos al austríaco) es una justa medida para una historia justa, aunque en algún párrafo le pierda descaradamente su necesidad imperiosa de exponer principios como si fuera necesario explicar el sinsentido y se acabe revertiendo lo duro en panfletario. Mas no me importa, porque a imagen del narrador afectuoso que recuerda al hombre extraordinario que fue Mendel cuyo hogar y vida sencilla fueron destrozados por el despropósito, me acojo a lo que debería saber: “que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”. Particularmente, me resisto a olvidar a Mendel, pasando por encima de esas debilidades que alejan a la obra del virtuosismo, tan sólo desde la elegante simplicidad de sus 57 páginas. Poco más.

Si hemos de sobrevivir a nuestro propio suicidio, a la vacuidad de la desesperanza, si decidimos saber a qué atenernos en la lucha que, queramos o no, estamos obligados a batir de parte de uno de los bandos, he de terminar casi como empecé, con Brecht, esta vez de verdad, sin atribuciones: «No te regocijes en su derrota, tú, hombre. Porque aunque el mundo se levante y detenga a los bastardos, la madre que les dio a luz está de nuevo en celo».

Para terminar, como siempre, algunas frases y fragmentos:

“¿Para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas?”.

“Dejando a un lado los libros, aquel hombre singular no sabía nada del mundo, pues todos los fenómenos de la existencia sólo comenzaban a ser reales para él cuando se vertían en letras, cuando se reunían en un libro y, como quien dice, se habían esterilizado”.  

«En Jakob Mendel, aquel pequeño librero de viejo de Galitzia, contemplé por primera vez, siendo joven, el vasto misterio de la concentración absoluta, que hace tanto al artista como al erudito, al verdadero sabio como al loco de remate, esa trágica felicidad y desgracia de la obsesión completa».

«Las aventuras del buen soldado Svejk» (1923)

The Good Soldier Svejk by marrciano

Se podría decir mucho sobre la vida bohemia y la ideología del novelista y periodista checo Jaroslav Hasek, pero decidió dejárnoslo escrito por entregas en las páginas de su obra satírica «Las aventuras del buen soldado Svejk», tristemente inconclusa tras su muerte por tuberculosis en 1923.

De claro componente autobiográfico -Hasek fue soldado durante La Gran Guerra- la novela es una clara denuncia despiadada a la guerra y a su absurdo, con duro trasfondo político y críticas nada piadosas a otros estamentos como la religión, la monarquía y hasta la medicina… No deja títere con cabeza.

Hasek creó un estilo con esta obra, que sin duda ha influido en la sátira y el antibelicismo de autores posteriores (estamos hablando de 1923), tanto literaria como cinematográficamente (hasta el mismísimo Bertolt Brecht escribió una segunda parte). Y bueno, a ser idiotas, pero como Svejk, que se pasa toda la obra reconociéndolo lo que le hace «superar» la historia, no como el resto que morirán siendo absurdos idiotas por no darse cuenta de ello.

Recomendación sin duda del mes. Os dejo enlace con una directa y clara reseña de lo que puede llegar a transmitir esta obra y, si os apetece, disfrutad con este fragmento:

«La comisión de médicos forenses que debía decidir si el estado mental de Svejk correspondía o no a alguien capaz de cometer todos aquellos crímenes de los cuales se lo acusaba, estaba compuesta por tres señores extremadamente serios, cuyas opiniones diferían de forma considerable.
Representaban tres escuelas científicas distintas y tres teorías psiquiátricas diferentes.
El hecho de que en el caso de Svejk tres campos científicos opuestos coincidiesen en una opinión unánime sólo se explica por la abrumadora impresión que Svejk suscitó en los tres examinadores; cuando entraba en la sala de consulta, Svejk, al percibir el retrato del monarca austríaco colgado en la pared, exclamó:
– Señores, ¡viva el emperador Francisco José I!
El asunto no dejaba lugar a dudas. La manifestación espontánea de Svejk ahorraba toda una larga lista de preguntas y sólo fueron necesarias unas cuantas, las mas esenciales, para confirmar la opinión inicial sobre el estado mental del detenido. Las preguntas se basaban en tres metodologías psiquiátricas: la del doctor Kallerson, la del doctor Heveroch y la del inglés Weiking.
– El radio es más pesado que el plomo, ¿sí o no?
– No lo sabría decir, nunca los he pesado – contestó Svejk con una sonrisa afable.
– ¿Cree en el fin del mundo?
– Primero tendría que ver ese fin del mundo – contestó Svejk con negligencia-, pero seguramente no me tocará verlo mañana mismo.
– ¿Sabría calcular el diámetro del globo?
– Eso sí que no –respondió Svejk-; pero ahora, señores, a mí también me gustaría proponerles una adivinanza: hay una casa de tres pisos y en cada piso hay tres ventanas. El tejado tiene dos claraboyas y dos chimeneas. En cada piso hay dos inquilinos. Y ahora díganme, señores, ¿en que año murió la abuela del portero?
Los médicos forenses intercambiaron algunas miradas significativas, pero pese a todo uno de ellos quiso hacer todavía una pregunta:
– ¿Conoce la profundidad máxima del océano Pacífico?
– No la conozco –fue la respuesta-, pero creo que debe de ser mayor que la del Moldava bajo la roca de Vysehrad.
El presidente de la comisión preguntó con brevedad: “¿Suficiente”?, pero uno de los miembros quiso formular la última pregunta:
– ¿Cuánto es 12.897 multiplicado por 13.863?
– 729 –contestó Svejk sin parpadear.
– Me parece que ya tenemos suficiente –declaró el presidente del comité-. Pueden llevarse al acusado.
Cuando Svejk estuvo fuera, la comisión de los tres concluyó unánimemente que Svejk era un majadero y un idiota según todas las leyes descubiertas por las ciencias psiquiátricas.
El informe entregado al juez de instrucción decía, entre otras cosas:

     Los médicos forenses abajo firmantes basan su juicio, relacionado con la estupidez absoluta y el cretinismo innato de Josef Svejk, comparecido ante la citada comisión, en el hecho de que el sujeto se expresa con palabras como “¡Viva el emperador Francisco José I!”, exclamación que, por si sola, es suficiente para demostrar que su estado mental es el de un idiota absoluto. Debido a ello, la comisión propone lo que sigue: 1) la suspensión del examen de Josef Svejk, y 2) su traslado a una clínica psiquiátrica para que sea sometido a observación y se determine en qué punto su estado mental es peligroso para las personas de su entorno.