«Nosotros» (1924)

Yevgeny Zamyatin, por Boris Kustodiev (1923)

Yevgeny Zamyatin, por Boris Kustodiev (1923)

“El nosotros proviene de Dios, y el yo, a su vez, del diablo”. Esta concisa y pragmática frase soltada a bocajarro y con más reflexión de la deseada por D-503, protagonista de la novela de Zamiatin, podría ser un resumen perfecto de la sociedad y el pensamiento uniformado al que están sometidos desde la más ingrata creencia en la libertad los habitantes del inexistente país en el que se desarrolla la trama de la mejor obra distópica de las que he tenido el gusto de leer. El remate a la faena puede de igual manera determinarse gracias a las mecánicas conclusiones extraídas de una mente de inexistente individualidad, con número de identificación cual código de barras en clara disonancia con el concepto de ser humano que ni aparece de forma concreta en toda la novela, y cuyas ideas han sido concebidas, como en implante, para asentir sin discernir en cualquier momento y lugar: “con absoluta certeza uno está enfermo cuando siente su propia personalidad”.

“Nosotros”, la obra de visionario futuro concebida por Zamiatin y prohibida hasta 1988 en su país natal, fue escrita sorprendentemente en 1921 y supuso la irrupción clara en la literatura del género distópico y todas sus características tipo más allá del primer acercamiento de Jack London a principios del siglo XX con su novela “El talón de hierro”. El propio Orwell reconoció abiertamente la influencia de “Nosotros” a la hora de lanzarse a escribir “1984” pocos meses después de leer al escritor soviético (el Bienhechor y El Gran Hermano son hermanos univitelinos), y aunque las resonancias en “Un mundo feliz” de Huxley no son tan meridianamente claras como en el caso del autor de “Rebelión en la granja”, por mucho que el británico renegara de haber tenido conocimiento de la obra de Yevgeni Zamiatin antes de escribir su novela más conocida el choque cultural ciudad versus mundo salvaje, reminiscencias religiosas de marcado componente cristiano, los lavados de cerebro o los métodos reproductivos son evidentes rescoldos de lo expuesto metódica y taxativamente en “Nosotros”.
     Tras disfrutar (verbo he de decir no del todo apropiado en virtud del mal cuerpo) con la lectura de esta poderosa creación tanto en el plano narrativo como estilístico -ambos cargados de sarcasmo, ironía, directividad y lapidación de innumerables fundamentos ideológicos- no es de extrañar las vicisitudes de la obra y su autor a lo largo y ancho de una vida de exilio y diáspora. Algunas perlas contenidas en la novela de Zamiatin sobre las maldades de la individualidad pasan por la consideración socio-política de que “el hombre ha podido ser una criatura civilizada al levantarse el primer muro” , que “el alma es una enfermedad”, que la fantasía y los deseos hay que curarlos aunque sea atando a los seres más predispuestos a creer en los sueños a una mesa de laboratorio e inyectarles la libertad de no pensar, o a hacer un comentario jocoso a años vista sobre las elecciones libres de antaño (según nuestro a veces sujeto de compasión D-503) realizadas “en forma secreta, es decir, se escondían como ladrones.”

De igual modo y acierto al estilo directo que emplea Zamiatin a la hora de desarrollar la trama y el argumento, es la manera epistolar en la que están divididos los capítulos de la novela, compartidos por un narrador equisciente, que a partir de unos inicios nada titubeantes parece ir modificando su conducta y forma de entender el mundo que le rodea desde el preciso instante en el que gracias a la única realidad que nadie es capaz de controlar: el amor y la capacidad natural de ver al otro como persona, sintiéndose por momentos hasta incapaz de asumir y justificar sus propios pensamientos y valores en una especie de renuente e inmediata paradoja entre lo que escribe y lo que piensa.

Pero no nos engañemos, ese narrador, único conocedor de la historia y que parece querer otorgar frustrada esperanza al interlocutor futuro es el protagonista de una obra distópica y no ha de esperarse o presuponerse el milagro del individuo libre frente a la masa informe. En las distopías, por desgracia, como en la realidad que tantas veces supera a la ficción, no es spoiler hablar de finales desastrosos y ausentes de esperanzas.

Para finalizar, esta vez un único fragmento, que de nuevo deja ver bien a las claras el sentido global de la obra de Zamiatin:

«Incluso nuestros antepasados adultos sabían que la fuerza es el origen del derecho y que éste es una función de la fuerza. Imagínense dos platillos de una balanza: en una los gramos, en la otra una tonelada, en una «yo» en la otra «nosotros», el Estado Único. ¿No es evidente que suponer que yo pueda tener derechos sobre el Estado Único, y que un gramo pueda equivaler a una tonelada, es lo mismo? Por lo tanto, la tonelada es el derecho, el gramo es el deber. El único método para pasar de la parte ínfima a la magnitud es olvidar que uno es un gramo y sentirse como una millonésima parte de la tonelada».

 

«La ciudad y los perros» (1962)

Retrato Mario Vargas Llosa by letramuda

Retrato Mario Vargas Llosa by letramuda

No es un plato de gusto, no. El inicio, digamos. Entre varios cadetes agarraron a la gallina, si bien podría decirse de igual forma en base al léxico peruano del autor y del niño que narra la secuencia que la han cogido, con todas las letras. Es pulcro en detalles describiendo el evento, en esa especie de monólogo interior que introduce, aun sin desearlo, al lector en la escena. Tan pulcro que la naturalidad y el realismo con que se expone la pieza transmite una crudeza espontánea que hace verter bilis.

Pero es justo decir en el otro extremo que Teresa, la enamorada de uno de los cadetes, se pinta con tiza las rozaduras de sus blancos zapatos, que se muestran impolutos y relucientes durante un breve e inmediato tiempo posterior. Y que el cadete, en una escena de ternura infinita, se ha dado cuenta, y pide dinero de prestado, con cargo e inseguridad, para comprarle tiza, y entregársela cariñosamente una tarde cualquiera sin atreverse siquiera a decirle que son un regalo para ella, tan sólo acierta a soltar que se las han dado y él no va a usarlas.

Así es “La ciudad y los perros”. Una especie de dolor inmenso, duro y seco como las bravatas y exigencias a las que el honorable y recto teniente Gamboa somete a los alumnos en el colegio militar Leoncio Prado, o como el que los propios cadetes infligen en asumida cadencia a los perros de tercer curso. Y en el polo opuesto nos encontramos frente a una novela de exquisito sentir, de necesidades y de amistad, de absurda, pero en ocasiones, precisa fidelidad, de tan profunda sensibilidad que es capaz de revertir la angustia y el asco en comprensión y en afecto; paso a paso, como sin darse cuenta, hasta llegar a un final tan sorpresivo como esclarecedor que hace casi olvidar las horribles directrices y severa disciplina que se llevan a efecto en el colegio Leoncio Prado y de las que nos hacemos indeseados espectadores a lo largo de sus primeros capítulos. Posiblemente la influencia de Flaubert sobre Vargas Llosa sea muy notoria en esta doble vertiente a la hora de abordar a los personajes, mas he de dejar semejante exposición a alguien más versado y con más conocimiento de la obra del escritor francés.
      Lo que sí me atrevo a afirmar es que mucho le debe esta obra en estilo y estructura narrativa a aquel de quien el propio Vargas reconoce “que fue el primer escritor a quien leí con una pluma en la mano y un papel al lado del libro”: William Faulkner. La historia comienza de una manera simple con el robo de unos exámenes por parte de alguno o algunos de los cadetes que forman parte del Leoncio Prado. A partir de ahí, lejos de toda estructura común y lineal en un relato, Vargas Llosa disecciona con la eficacia de un bisturí y usando algunos de los recursos más marcados en la prosa de Faulkner (fluir del pensamiento, monólogo interior, saltos en el tiempo, narración en primera y tercera persona, ambigüedad en la información respecto a los personajes, retención de datos…) el pasado, el presente y el futuro de cada uno de los personajes que pululan a golpe de desgarro y asunción del espanto, por las páginas de esta obra necesaria para entender el devenir de toda la literatura latinoamericana desde mediados del siglo XX. La educación en la violencia, la falsa hombría, la obediencia ciega, el miedo o la observancia farisaica de la ley sirven al novelista como excusa para desgranar nuestro propio interior, el clasismo, nuestros propios prejuicios y preconcepciones a la hora de mirar y entender la vida y andanzas de los cadetes del Colegio Militar, e incluso nuestra forma de leer y concebir una historia. Vargas Llosa nos engaña, nos hace repeler determinadas actitudes y sentimientos, nos permite encontrar un destino justo y merecido para cada uno de los niños que se comparten o nos hablan de sí mismos: el Boa, el poeta… no he de nombrar más para al final darnos en toda la boca, con conciencia y en medio de aquello en lo que habíamos creído o interpretado a lo largo de cada uno de sus capítulos, pues cuando se pierde y se destroza la inocencia (simbolizada metódicamente en la muerte del cadete que menos líos busca), una vez decididos a escoger la rebeldía de la verdad quizá todos tengamos pleno derecho a tener un futuro gozoso y sobrevivir. Pues cualquier ser humano, llámese el Jaguar o el Poeta, es capaz de lo más noble y de lo más plebeyo, aún cuando no seamos muy capaces de percibirlo.

No sé si Vargas Llosa, durante su estancia en el Leoncio Prado recibió contundentes patadas en el culo mientras permanecía en pompa, pero habremos de agradecer que su padre decidiera someterle a un régimen tan excesivo como estricto, pues gracias a los años que permaneció internado en el colegio militar floreció su vocación de escritor para jamás marchitarse.


     «-Es por eso que estás fregado -dice Alberto-. Todo el mundo sabe que tienes miedo. Hay que trompearse de vez en cuando para hacerse respetar. Si no, estarás reventado en la vida».

     «Él es distinto. No lo han bautizado, Yo lo he visto. Ni les dio tiempo siquiera, Lo llevaron al estadio conmigo, ahí detrás de las cuadras. Y se les reía en la cara, y les decía: ¿Así que van a bautizarme?, vamos a ver, vamos a ver. Se les reía en la cara. Y eran como diez. […] Algunos se sacaron las correas y lo azotaban de lejos, pero les juro que no se le acercaban. Y por la virgen que todos tenían miedo, y juro que vi no sé a cuántos caer al suelo, cogiéndose los huevos, o con la cara rota, fíjense bien. Y él se les reía y les gritaba: ¿Así que van a bautizarme? Qué bien, qué bien».

     «-¿Qué pasa? -dijo la voz ronca del Boa, que acababa de despertar.

 

     -El negro dice que eres un marica, Boa -afirmó Alberto.

 

     -Dijo que le consta que eres un marica.

 

     -Eso dijo.

 

     -Se pasó más de una hora rajando de ti.

 

     -Mentira hermanito -dijo Vallano-. ¿Crees que hablo de la gente por la espalda?

 

     Hubo nuevas risas.

 

     -Se está burlando de ti -agregó Vallano-. ¿No te das cuenta? -Levantó la voz.- Me vuelves a hacer una broma así, poeta, y te machuco. Te advierto. Por poco me haces tener un lío con el muchacho.

 

     -Uy -dijo Alberto-. ¿Has oído, Boa? Te ha dicho muchacho.

 

     -¿Quieres algo conmigo, negro? -dijo la voz ronca.

 

     -Nada, hermanito -repuso Vallano-. Tú eres mi amigo.

 

     -Entonces no digas muchacho.

 

     -Poeta, te juro que te voy a quebrar.

 

     -Negro que ladra no muerde -dijo el Jaguar.

     El Esclavo pensó: “en el fondo, todos ellos son amigos. Se insultan y se pelean de la boca para afuera, pero en el fondo se divierten juntos. Sólo a mí me miran como a un extraño”».

«Desgracia» (1999)

     Si hace varios años a algún avispado lector se le hubiera ocurrido hablarme de Coetzee, mi respuesta me habría dejado absolutamente en ridículo poniendo al descubierto mi tosquedad literaria: 
     -¿Qué es un nuevo sabor de helado?
     Por fortuna para mí, otro tosco amigo, en variadas ocasiones ironizaba con sarcasmo en mi presencia sobre la tesis doctoral de su futura (y actual) esposa sobre ni Dios sabe qué escritor sudafricano. Los rebotes de ella eran manifiestos, y como soy en extremo curioso y muy dado a conocer lo desconocido le pregunté por el nombre, sus obras, su vida y me faltó exigirle sus medidas anatómicas: J. M. Coetzee, Premio Nobel de Literatura en 2003. También por fortuna para mí, Marichús, que se llama la susodicha, me tiene en alta estima en lo referente a mi bagaje cultural y ni corta ni perezosa me regala «Desgracia». Tardé en leerlo algo más de lo que Usain Bolt corre los 200m.

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Coetzee by frostyhut

     Y lo curioso es que ni hoy por hoy podría resumir a ciencia cierta de qué trata, porque es tan intensamente profundo y devastador que nos sugiere y enmarca a cada uno de nosotros; en esa mierdecilla que somos, pero que se niega a creerse merecedora de la más nimia de los desgracias o a atreverse a ver como tal aquello que, con nuestro desprecio a la vida, a la dignidad, a los otros…, nos hemos ganado a pulso.

     Coetzee es un amante radical de Sudáfrica, de sus gentes, de su malestar… una persona que odia el Apartheid, el concepto de raza desde lo más profundo. Por eso jamás describe la etnia de sus personajes, el lector ha de suponer si Petrus, por ejemplo, es negro o blanco, pues nunca se dice expresamente a pesar de que pueda resultar evidente el color de su piel a partir de determinados circunloquios. Esto tiene su función, que podrá agradar más o menos, pero la tiene, y es fundamental: Coetzee  nos habla del concepto de clase social y sobre todo del contraste entre la vida en la ciudad y en el campo. De ahí se desprende esa enorme diferencia casi de estilo y género cuando Lurie se marcha a lo salvaje, en la mayor y peor de sus acepciones. Se halla así escrito con total voluntariedad, del mismo modo que en «La edad de Hierro», el contraste brutal es entre la pobreza extrema y la riqueza, sin decir en ningún momento si el vagabundo coprotagonista de esa historia es blanco o negro. 

     Por todo ello, podría decirse que lo fundamental en Coetzee son las decisiones que va tomando cada actor, y la importancia de que nos resulte incomprensible tanto lo bueno como lo malo, porque sólo muestra la percepción de cada uno de ellos. En un mundo hostil, sólo imaginable para las personas que viven en un entorno rural, la decisión de Lucy, pongamos por caso, por incomprensible que pueda parecer para un lector occidental, es una opción por la vida en medio del desastre de su Sudáfrica, es la esperanza de la bondad, no mera adaptación y asunción, de igual modo que la inyección letal del final de la novela, haya de simbolizar la muerte del dolor del mal pasado, con el único fin de sobrevivir.

     Pudiera ser que en esta obra exista ya un problema de fondo y de inicio, y es su propio título: «Desgracia», pues el término inglés original es difícil de traducir al castellano. La desgracia no es lo que les sucede, que es el uso común que le damos al vocablo, desgracia es el sentimiento, y desde ahí debería repensarse el relato, ni como castigo ni como pecado. Cada uno de nosotros somos David Lurie, en su pecado y en su virtud, y eso nos ha de hacer tener esperanzas en la reconciliación, en el perdón, en el abandono de la culpa… 

     Y la película de Jacobs tiene pase, por qué no, pero no le llega al libro ni al betún de los zapatos (a la suela, sí).

     «El disfruta con la alegría de ella, una alegría sin afectación. Le sorprende que una hora y media por semana en compañía de una mujer le baste para sentirse feliz, a él, que antes creía necesitar una esposa, un hogar, un matrimonio. En fin de cuentas, sus necesidades resultan ser muy sencillas, livianas y pasajeras, como las de una mariposa. No hay emociones, o no hay ninguna salvo las más difíciles de adivinar: un bajo continúo de satisfacción, como el runrún del tráfico que arrulla al habitante de la ciudad hasta que se adormece, o como el silencio de la noche para los habitantes del campo».

     «Vuelve a entrar en Ciudad del Cabo por la N2. Ha estado fuera algo menos de tres meses, aunque en este lapso los asentamientos de los chabolistas han tenido tiempo suficiente para saltar al otro lado de la autopista y extenderse hacia el este del aeropuerto. El flujo de los vehículos debe ralentizarse mientras un niño con un palo arrea a una vaca extraviada para alejarla de la calzada. Es inexorable, piensa: el campo va llegando a las puertas de la ciudad. Pronto habrá ganado paciendo otra vez por el parque de Rondebosch; pronto la historia habrá trazado un círculo completo».

«Viaje al fin de la noche» (1932)

Louis-Ferdinand Celine by ridvan

Louis-Ferdinand Celine by ridvan

     Existen libros que comienzan a leerse desde el mismo diseño de cubierta. Unas tijeras. Abiertas, cuasi oxidadas. No lo comprendo, pero empiezo, con deseo, a batir las páginas como en un vuelo. Tal vez al final…

     Me sorprende la prosa directa, atropellada, telegráfica, sin respiro de Ferdinand. De los dos: autor y personaje, que son lo mismo. Sin empaques ni dulzuras me atrapa, me presiona… me duele. En ocasiones, cuando estoy convencido de que me estoy aburriendo con sus tropelías americanas, de repente, sin quererlo como que me despisto y me instala de nuevo dentro, en tan solo un par de párrafos. Tan raudos, tan cicatrizantes, tan doloridos. Con unas descripciones tan cortas, tan poco perezosas, tan admirables: «Las tejas musgosas caen rodando sobre los salientes adoquines, como sólo existen ya en Versalles y en las prisiones venerables». 

     Lo más curioso es que Ferdinand no me cae especialmente bien, ni siquiera siento compasión por él. No comparto el nihilismo sin límites ni en su idea de verdad («la verdad del mundo es la muerte»), ni en el sentido que le otorga a la existencia («somos más desgraciados que la mierda», aunque me partí de la risa al leerlo), ni en su desencantada concepción de la condición humana («confiar en los hombres, es ya, dejarse matar un poco»). Me daña ese estilo tan de Plauto («Lupus est homo homini») a pesar de la acidez de su discurso, de su descarnada y lacerante ironía. Su discurrir díscolo por las colonias francesas en África me hacen rememorar a Conrad, El corazón de las tinieblas. Tal vez de lo poco que me recuerda a algo literario anterior a Céline.

     Pero Ferdinand comparte dos cualidades con el embaucador Lord Henry de Wilde que lo han hecho absolutamente perdonable. Su enconado pragmatismo que me ganó, me dominó, me tronchó en muchos momentos: «(pensé) si no iríamos a canearnos, pero en primer lugar no teníamos sitio, siendo cuatro en el taxi». Y dos, su reconocido hedonismo: «la felicidad en la tierra sería morir con placer, en pleno placer… el resto no es nada». La generación beat, el underground… los trópicos sexuales a los que nos condujo Miller existen, dependen, fueron pensados en virtud de la abrupta claridad literaria y sin censuras de Céline. Incluso el inefable Ignatius de Toole bebe de las fuentes de El viaje… como toda la literatura posterior, como todo el siglo XX. Quizá.


     «El viaje es la búsqueda de esa nulidad», «y a fuerza de verte echado a la calle en todas partes, seguro que acabará descubriendo lo que da tanto miedo a todos, y que debe encontrarse al fin de la noche» se dice a sí mismo Ferdinand en mitad de la obra mientras avanza y retrocede en su indeseado camino sin retorno. Mientras, odia el empacho de los ricos y la tontería de los pobres («existen dos humanidades muy diferentes»), desprecia la generosidad («la miseria persigue implacable al altruismo»), la ética en cualquiera de sus formas («la moral de la humanidad me la trae floja, como a todo el mundo»)… Va a su rollo, una y otra vez. Sin esperar, sin confiar, tan solo como la única forma que entiende para lograr sobrevivir. Entonces, en medio de esa nulidad, cuando estás a punto de odiar a Ferdinand, a los dos, sucede. Todo cobra un sentido perfecto, inaudito, salpicado de propio fracaso: «no encontraba nada de lo que se necesita para diñarla, sólo malicias».

     Los dos Ferdinand, me la traen floja sus panfletos, lo que digan de él/de ellos sus paisanos… Unas tijeras. Cuasi oxidadas. Lo entiendo. Céline lo ha hecho todo trizas. Incluido a mí.

     Como si no fuera ya suficiente, dejo gratuitamente otros fragmentos supurantes:

     «Los hombres se aferran a sus cochinos recuerdos, a todas sus desgracias, y no hay quien los saque de ahí. Con eso ocupan el alma. Se vengan de la injusticia de su presente trabajándose en lo más hondo de su interior con mierda. Justos y cobardes son, en lo más hondo. Es su naturaleza».

     «Toda la juventud se ha ido a morir al fin del mundo en el silencio de la verdad. ¿Y adónde ir, fuera, decidme, cuando no llevas contigo la suma suficiente de delirio? La verdad es una agonía ya interminable. La verdad de este mundo es la muerte. Hay que escoger: morir o mentir. Yo nunca me he podido matar».

     «Para el pobre existen en este mundo dos grandes formas de palmarla, por la indiferencia absoluta de sus semejantes en tiempos de paz o por la pasión homicida de los mismos, llegada la guerra. Si se acuerdan de ti, al instante piensan en la tortura, los otros, y en nada más.¡sólo les interesas chorreando de sangre, a esos cabrones! Princhrad había tenido más razón que un santo al respecto. Ante la inminencia del matadero ya no especulas demasiado con las cosas del porvenir, sólo piensas en amar durante los días que te quedan, ya que es el único medio de olvidar el cuerpo un poco, olvidar que pronto te van a desollar de arriba abajo».