«Teatro» (1957)

Gerhart Hauptmann, 1904, por Wilhelm Fechner

Gerhart Hauptmann, 1904, por Wilhelm Fechner

Primavera fue el punto de origen de un nuevo shock personal ante lo incomprensible que resulta a veces la historia de la literatura; ya me pasó con O’Brien. En abril del pasado año, gracias a una de las obras teatrales de un tal Hermann Sudermann, me topé con Gerhart Hauptmann, al ser nombrado en su sinopsis como iniciador de la nueva corriente dramática ‘Youngest Germany’. Investigo y entre lo más llamativo descubro que inauguró el movimiento naturalista alemán, que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1912 y que hasta el mismísimo James Joyce lo menciona en el último capítulo de su novela «Retrato del artista adolescente». Curiosamente, a pesar de ello, de granjearse a su vez la enemistad de los críticos ortodoxos de su país por su impulso en la renovación del género dramático e incluso de ser considerado un intelectual radical (si bien sobrevivió sin demasiados sobresaltos a Weimar y Hitler), apenas puedo recabar información alguna sobre su vida más allá de cuatro párrafos mal dichos y leo perplejo que las últimas ediciones en castellano de su producción teatral son de 1958. Más anonadado aún me quedo cuando descubro que, sorpresivamente, uno de esos volúmenes de mediados del siglo pasado se encuentra en la Biblioteca Provincial y me dispongo a leerlo: “Teatro. Volumen II”. Si hiciera caso a Steinbeck (“por el grosor del polvo en los libros de una biblioteca pública puede medirse la cultura de un pueblo”) en Córdoba somos muy, pero que muy incultos. El ejemplar está prácticamente deshilvanado, con la cubierta casi suelta y no da la impresión de haber sido sometido a estudio o lectura en las últimas décadas. Como es de 1958 y todas las ediciones están extintas no puedo llevármelo a casa, paso a la sala de lectura y en dos días lo embebo. Apenas tres días antes acababa de terminar su única obra de teatro disponible vía Internet y una de las más conocidas (dentro del ostracismo en el que se halla): “Los tejedores”, que me dejó con ganas.

‘¡Qué injusto desapercibimiento!’, pensé tras leer “Los tejedores”; ‘me quedé muy corto’, asevero después de terminar “Henschel, el carretero” y “Rosa Bernd” (sobre dicha condena a la ignorancia cabe resaltar que la breve y alegórica obra sobre la cuestión judía que cierra el presente volumen: “Las tinieblas”, subtitulada ‘Requiem’, es como si no existiera al margen de esta inclusión y no puedo averiguar ni el año en que fue escrita o publicada).

Influido de manera notoria por el teatro social y realista del noruego Henrik Ibsen y los personajes románticos de Dickens (desde una perspectiva más clásica) e incluso Maupassant (en una línea más dolorida y visceral), Gerhart Hauptmann crea un estilo depurado y propio, que avanza desde el naturalismo y compromiso social más marxista y revolucionario presente en “Los tejedores” -posiblemente una de las primeras obras donde el héroe es la clase obrera y su ideología como grupo social y político junto con su anterior “Antes de amanecer”-, hasta llegar a una recreación de personajes tan morales o inmorales como el mejor Ibsen y que también son objetos y víctimas de sus propios excesos y debilidades como seres humanos. A veces su naturalismo llega a un punto tan desgarrador y descarnado que el testigo que te queda por recoger es asumir que en variopintas ocasiones las buenas personas poco pueden hacer ante el marcaje y empuje de las malvadas.

En este punto llega posiblemente lo más impactante de Hauptmann. Donde Ibsen entrega un halo de esperanza (olvidemos el ‘El pato silvestre’, aunque la redención a veces es más necesaria que la esperanza) el alemán te sigue dando en la boca: sus obras son pura tragedia en el sentido más doloroso y cruel de la palabra. La muerte del inocente y la injusticia no resarcida están tan presentes en todas sus obras que cuando terminas, con el impacto, casi te dan ganas de quemar el puñetero libro. Salvaré “Los tejedores”, por el simbolismo que tal vez encarne en este caso el asesinato de uno de los personajes, sacrificado por el autor en virtud de tanta fe y tan poca lucha, aunque su final siga siendo trágico y ridículo. Y otra cosa, Hauptmann no es Ibsen, no te asomará ni la más leve sonrisa.

‘No estéis pesarosos de que nadie os conozca; trabajad para haceros dignos de ser conocidos’, que dijo Confucio. No sé lo que se lo curró Hauptmann, pero sin duda es muy digno de ser reconocido.

Para terminar comparto un fragmento del drama «Los tejedores».

Pfeifer — Están lucidos nuestros tejedores: merma en cada pieza entregada. ¡Ah! En mis tiempos no hubiera aceptado eso el amo. Pero entonces no sucedía lo que hoy, había que saber el oficio. Ahora, a la vista está… Reimann, diez groschen.

Reimann — Sin embargo, hay derecho a una libra de merma.

Pfeifer — No tengo tiempo. Está arreglado. ¿Qué es lo que trae usted?

Heiber — (Deposita su pieza de tela. Mientras Pfeifer la examina, Heiber se acerca a él y le dice a media voz, pero con emoción). Perdone usted, señor Pfeifer; pero si fue­ra un efecto de su bondad, si quisiera usted hacerme el favor, me haría usted un gran servicio de no descontar­me esta vez el adelanto.

Pfeifer -— (Midiendo la tela y examinándola, responde con un tono de burla). ¡Está bien elegido el momento para pedir­me eso! ¡ Si al menos me trajese usted labor un poco limpia!

Heiber— (Continuando en el mismo tono). La semana próxima podré arreglarlo todo. Pero esta semana he tenido que hacer dos días de jornada gratuita… Y además tengo a mi hija enferma.

Pfeifer—(Dando a pesar la pieza). Le digo que lo que me entrega aquí es trabajo echado a perder. (Examinando una nueva pieza). ¡Y esto! ¡Demasiado ancho por un lado, de­masiado estrecho por otro! Y además, estos hilos de la tra­ma, mezclados unos con otros, o bien flojos. ¡ Y ni siquiera sesenta hilos por pulgada! ¿Dónde está lo demás? ¿Qué ha hecho usted de ello? ¿Qué hace usted de lo que se le da? (Heiber contiene sus lágrimas y permanece consternado, sin atreverse ya a decir nada).

Baecker—(En voz baja, a Baumert). ¡Qué animal tan in­mundo! Querría tal vez que comprásemos el hilo nosotros mismos.

«Mientras agonizo» (1930)

Portrait of Faulkner by JackRaz

Portrait of Faulkner by JackRaz

“Mi padre decía que el sentido de la vida era prepararse para estar muerto mucho tiempo”. Esta angustiosa afirmación, puesta en boca de Addie en el único e indispensable capítulo que Faulkner le concede a la matriarca del clan Bundren -protagonistas y antagonistas absolutos desde la primera a la última línea de esta obra maestra de incalculable valor literario-, resume todas las miserias que decide atravesar dicha familia en su perverso y fétido viaje en pos de la nada. Cada uno de los hijos de Addie -Cash, Jewel, Darl, Dewey, Vardaman- y aun más su patético marido Ase tienen intransferibles motivos para cargar con el ataúd de la madre y esposa a través del Sur de los Estados Unidos y agonizar a la vez que ella, aunque prácticamente todos ya se estaban pudriendo desde hacía mucho tiempo. Lo más ridículo y absurdo es que ni el más mínimo de esos motivos está movido por un leve atisbo de generosidad y respeto hacia el ser que les dio la vida; cabe pensar con escaso margen de error que incluso ese último deseo de Addie, ser enterrada en Jefferson a insufribles kilómetros de distancia de su hogar, tiene como única inspiración seguir hostigando a Ase hasta después de muerta. Pero Addie, en su extraña bondad y en su sentimiento de culpa, es con todo el miembro más amable y tierno de la familia Bundren; tal vez porque la forma más eficiente para que hablen bien de uno es estar ya descansando en la tumba.

El propio título, “As I Lay Dying”, es toda una declaración de intenciones sobre el trajinar peregrino de esta dolorida familia del sur. Como ya sucediera con «El ruido y la furia», Faulkner lo hace recurriendo a un verso de una obra clásica, esta vez a la Odisea de Homero: “mientras moría, con la espada clavada, y ella, la de cara de perro, se apartó de mí y no esperó siquiera, aunque ya bajaba al Hades, a cerrarme los ojos ni juntar mis labios con sus manos”. Sólo que en esta ocasión la Addie agonizante es Agamenón y Ase, metódicamente descrito por Faulkner como el ser con expresión de perro apaleado, su cruel esposa Clitemnestra quien, en el colmo de la indecencia, otorga a la literatura uno de sus más brillantes e inesperados finales cuando aún no ha sido soltada la pala con la que excava la tumba.

Las analogías y conexiones entre «El ruido y la furia» y «Mientras agonizo», escritas apenas con un año de espera, son tan notorias que a veces se me hace imposible no pensar en las dos obras como partes de un todo global y que no pueden ser entendidas la una sin la otra. La decadencia del sur y la autodestrucción familiar, tan presentes en toda la obra de Faulkner, cobran en ambas novelas un sentido profundo y metaliterario a través de ese estilo narrativo tan peculiar, complejo y creativo, tan doloroso y marcado por percepciones. Quizá sea un íntimo deseo personal que en nada cuadre con la voluntad del escritor norteamericano, pero se me antoja pensar que, para llegar a la cuadratura del círculo, Faulkner -tal vez influido por su propia experiencia vital- nos entrega un ápice de esperanza decidiendo que la maldad y aburguesada vida de los Compson los convierta en cenizas, mientras que en el otro polo la paciencia y el sacrificio de Addie transforme a los Bundren, una tradicional y sencilla familia del sur, en supervivientes -aunque destrozados- en medio de la tormenta. Puede ser que casi todos sean unos pobres desgraciados hijos de perra (que diría Marzal), pero comprendes tan bien aun sin justificarlos el por qué han llegado a serlo que uno apenas se atreve a ser eco del pensamiento de Addie: “pecado y amor y miedo sólo son sonidos que las personas que nunca pecaron ni amaron ni tuvieron miedo usan para eso que nunca sintieron y no pueden sentir hasta que se olviden de las palabras”. Todos tenemos algo de lo que avergonzarnos sin la necesidad de que surja alguien de la nada, tipo Cora Tull -uno de tantos figurantes que componen este retrato coral-, que nos recuerde, a fuerza de bien y de palabras mal entendidos, nuestro pecado e indignidad. Hasta ganas de tachar sus párrafos me entraban.

Con todo, «Mientras agonizo» me ha resultado más dúctil dentro de la peculiar idiosincrasia de su autor, digamos. Posiblemente porque el flujo de pensamiento característico en los personajes de Faulkner es menos marcado y sobre todo porque Vardaman, el menor de los Bundren, no es Benji Compson a pesar de sus evidentes similitudes expresivas y de estructura mental y esto hace que la narración avance con más naturalidad y se haga más asequible (el primer capítulo de «El ruido y la furia», escrito desde el punto de vista de Benji, discapacitado mental, es de una complejidad casi excesiva). De manera antagónica el personaje más extraño y hasta complejo de entender en «Mientras agonizo» puede que sea Darl, el hermano inteligente y reflexivo del que resulta infranqueable acertar si es narrador de sí mismo o del propio Faulkner: describe situaciones con una sutileza extraordinaria cuando es probable que ni estuviera presente y en el último capítulo del que es voz la narración sobre sí mismo la realiza en tercera persona. Su tour de force con Jewel a lo largo de toda la novela: hermano malo-predilecto versus hermano bueno-obviado, algo que la madre se siente incapaz de evitar a pesar de la supuesta injusticia del hecho, nos transmite con extrema lucidez lo débil de la condición humana y la inoportunidad de cualquier juicio. ¿Qué pretende Darl? ¿destruir el cadáver dañando a su hermano o, desde la única cordura del seno familiar, poner fin a lo absurdo y falso del viaje? Addie opta por Jewel, su particular Dios, con esa ilógica confianza que es blasfemia para los oídos abstrusos de su vecina Cora: “Él es mi cruz y será mi salvación. Me salvará de las aguas y del fuego. Incluso cuando haya soltado mi último suspiro, me salvará”.

Yo sé que opto por los Brunden, con sus incoherencias, mentiras y egoísmos, pues me reconozco a lo largo de mi vida en cada uno de ellos. He sido cruz y salvación, hermano bueno y malo, esposo sacrificado e infiel… pero tan sólo si el mago Faulkner hubiera sido capaz de trasladar a papel mi fluir de pensamiento se me reconocería en la sincera indignidad que merezco.

Para terminar algunos fragmentos de esta obra del inimitable Faulkner:

    «Recordaba que mi padre solía decir que la razón para vivir era prepararse para estar muerto durante mucho tiempo. Y cuanto tenía que verlos día tras día, cada cual con sus pensamientos egoístas y secretos, cada cual con su sangre distinta a la de los demás y a la mía, y pensaba que al parecer era mi único modo de prepararme para estar muerta, odiaba a mi padre por haberme engendrado. Solía estar deseando que cometieran alguna falta, para así poder zurrarles. Cuando la vara caía, podía sentirla en mi propia carne; cuando les levantaba cardenales y verdugones, era mi sangre la que corría, y a cada golpe de vara pensaba: ¡Ahora vais a saber quién soy! Ahora soy alguien en vuestras vidas secretas y egoístas, soy quien ha marcado para siempre vuestra sangre con la mía».

    «Era como si mientras el engaño sucedía en silencio y monótonamente, todos nosotros hubiéramos aceptado ser engañados, favoreciéndolo con nuestra inconsciencia o puede que cobardía, pues toda la gente es cobarde y prefiere de un modo natural cometer una traición, ya que ésta tiene un aspecto cómodo».

    «Mi madre es un pez».

«Si esto es un hombre» (1947)

Primo Levi by monsteroftheid

Primo Levi by monsteroftheid

Difícil se hace hablar de literatura mientras y después de leer “Si esto es un hombre”, primera de las tres novelas conocidas como «Trilogía de Auschwitz», y que completarían «La tregua» (1963) y «Los hundidos y los salvados» (1989), cuyo título proviene, nada casualmente, de uno de los más lúcidos capítulos del libro que nos ocupa.

Lo crucial, desde luego, ante una obra de estas características, no parece que haya de ser detenerse en el estilo o calidad de Levi al mostrarnos los horrores vividos en primerísima persona. Me resulta absolutamente increíble que este señor fuera capaz de escribir esto menos de un año después de su liberación y reconversión a ser humano. Tal vez por esa experiencia desgarradora no hay más remedio que dar la razón a Adorno cuando decía: «escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie». Las constantes referencias a la bajada al infierno de Dante en «La Divina Comedia», de manera concreta sus referencias a Ulises, es de las pocas esperanzas que entrega Levi sobre la firme resolución de un ser humano a no renunciar a serlo en virtud de su dignidad. Pero lo más pasmoso es precisamente el estilo casi de diario personal y meramente descriptivo de las atrocidades: metódico, seco, pragmático, como comentaba cuando comencé su lectura… que anuncia una y otra vez la verdad explícita del título de la obra y a la que varias veces hace alusión a lo largo de la novela: “destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo; no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes”. No hay adjetivos calificativos que afloren espontáneamente a mis labios; Levi resume la asunción del terrible destino con un párrafo sobre uno de tantos compañeros que pasaron por el Lager: “me contó su historia, que he olvidado hoy, pero era una historia dolorosa, cruel y conmovedora; porque así son todas nuestras historias, cientos de miles de historias, todas distintas y todas llenas de una trágica y desconcertante fatalidad”.
Esa desconcertante fatalidad, mezcla de sarcástico optimismo y triste realidad de la experiencia vivida, lo acompañó hasta el fin de sus días y el mismo momento de su muerte, en circunstancias aún no clarificadas sobre si ha de atribuirse al suicidio o a un simple accidente.

Terminando las páginas, este que suscribe, metódico en la duda acerca de ciertas realidades sobre el Holocausto (recomiendo al respecto leer el ensayo “La industria del Holocausto”, del judío Norman Filkenstein), acierta a comprender con docilidad extrema que, más allá del uso político que el auge del sionismo hiciera del desastre a partir sobre todo de los década de los sesenta del siglo pasado, esta obra fue escrita en 1946, y me la trae al pairo si son ciertos los banales datos de si es o no imposible que fallecieron 6 millones de judíos en los campos de exterminio o “sólo” fueron como máximo un millón. Si un solo ser humano ha sido conminado de la forma cruel y severa de esta páginas amorales a creer que no lo es no hay salvación ni excusa viable. Lo escribió el propio Levi, en una carta en francés en abril de 1946 a Jean Samuel, un judío alsaciano a quien conoció en Auschwitz: “lo queramos o no, somos testigos y llevamos el peso de nuestro testimonio”.

ist das ein mensch by scheinbar

ist das ein mensch by scheinbar

«Los que vivís seguros
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:

Considerad si es un hombre

Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.

Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.

Pensad que esto ha sucedido:

Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle,
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.

O que vuestra casa se derrumbe,
La enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro».

«Sucumbir es lo más sencillo: basta cumplir órdenes que se reciben, no comer más que la ración, atenerse a la dis­ciplina del trabajo y del campo. La experiencia ha demos­trado que, de este modo, sólo excepcionalmente se puede durar más de tres meses. Todos los «musulmanes» que van al gas tienen la misma historia o, mejor dicho, no tienen historia; han seguido por la pendiente hasta el fondo, natu­ralmente, como los arroyos que van a dar a la mar. Una vez en el campo, debido a su esencial incapacidad, o por desgra­cia, o por culpa de cualquier incidente trivial, se han visto arrollados antes de haber podido adaptarse; han sido ven­cidos antes de empezar, no se ponen a aprender alemán y a discernir nada en el infernal enredo de leyes y de prohi­biciones, sino cuando su cuerpo es una ruina, y nada podría salvarlos de la selección o de la muerte por agotamiento. Su vida es breve pero su número es desmesurado; son ellos, los Muselmdnner, los hundidos, los cimientos del campo; ellos, la masa anónima, continuamente renovada y siempre idén­tica, de no-hombres que marchan y trabajan en silencio, apagada en ellos la llama divina, demasiado vacíos ya para sufrir verdaderamente. Se duda en llamarlos vivos: se duda en llamar muerte a su muerte, ante la que no temen porque están demasiado cansados para comprenderla».

«Resurrección» (1869) vs «Guerra y paz» (1899)

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Leon Tolstoi by Parpa

     Lev Tolstói, conde y evidente aristócrata de cuna, que terminó “Resurrección” apenas a 10 años vista de dejar este mundo, ya abandonó el mundanal ruido 30 años antes siguiendo los pasos de su admirado Thoreau y abriendo camino al ashram de Gandhi con quien mantuvo correspondencia en los años finales de su vida; se retiró al campo, a su querida finca ‘Yasnaia Poliana’, reconociéndose no del todo coherente -como cada uno de nosotros, todo sea dicho-, pero harto, quemado y hastiado de la sociedad burguesa y acomodada, tan religiosamente ortodoxa e intransigente en lo peor, tan injusta y autocomplaciente a la que soportaba cada vez menos. Evidente fruto de este monumental cabreo espiritual y social fue aquella su última novela, y tras la cual se negó rotundamente a escribir. De lo profundo de esta visceralidad suele surgir en la persona tanto lo sublime como lo corriente y de ambos extremos no se libra “Resurrección”, polo opuesto en cordura y meticulosidad a su obra maestra “Guerra y paz”.

     En “Resurrección”, a raíz de un episodio sencillo: la toma de conciencia y el sentimiento de culpa de un aristócrata por el daño y el mal que ha ocasionado de por vida a una joven que ha tocado fondo y que le hace dedicar sus esfuerzos a intentar revertir su situación, Tolstói desgrana y destroza sin piedad cada institución o derecho adquirido que se pasea por la novela y que nadie tiene la más mínima intención de cambiar: la judicatura, la abogacía, el ejército, la política, y de manera mucho más recurrente el derecho a la propiedad privada de la tierra, las cárceles y el cristianismo ortodoxo ruso. Tolstói, por boca de su héroe Nejliúdov, dedica capítulos enteros a estos últimos fines mostrando su indignación y desprecio por el orden establecido y transformando al príncipe en mendigo en el mismo grado en el que se endurecen las situaciones vitales que le rodean y ante las que, primero por culpa y más tarde por conciencia recuperada, decide intervenir. Sobre la propiedad de la tierra remarca la injusta situación de semiesclavitud en la que se encuentran los mujik, campesinos que trabajan la tierra sin tener derecho a ella cuando era de suponer que ya había sido abolida la servidumbre. Especialmente crítico se muestra con el trato vejatorio e inhumano al que son sometidos los presos, así en las prisiones como en el traslado a Siberia. Sobre el uso político, interesado y caótico de la religión verdades tan altas y profundas que la obra fue censurada en Rusia no publicándose de forma íntegra hasta 1936 y el propio Tolstói se vio excomulgado de por vida (¡como si ya no se hubiera autoexcomulgado él años atrás!). Pero el conde no se conforma con atizar, lo menos soportable para quien ostenta el poder es lo que se atreve a hacer de manera inmediata: dar propuestas. En el germen de esta ingente protesta y lucha surge lo más embotado de “Resurrección”, cuando todo parece convertirse en un ensayo o un tratado sobre las injusticias a combatir, y poco parece importarle a Tolstói -más llevado por ese impulso caótico de la que hace bandera- que se pierda el ritmo y olvides por momentos a la Máslova y que toda esta resurrección del príncipe tiene si principio y su fin en ella. Sigue leyendo