«Muero por dentro» (1972)

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Robert Silverberg

Hay tipos de esos injustamente desconocidos y casi condenados al ostracismo para la mayor parte de los mortales. Tipos que supieron adaptarse para lo bueno y para lo malo, que crearon cuentos bazofia (según sus propias palabras, justo después de recibir el Premio Hugo en 1956) para ganarse la vida usando el simple don de la ubicuidad de sus obras, pero que fueron capaces de crear novelas inmortales durante casi una década, novelas de una clarividencia que las conducen al camino inigualable de sortear géneros a pesar de que, al igual que le sucediera a su contemporáneo Ray Bradbury, se le encuadre de manera habitual y poco ortodoxa en la ciencia ficción.

Si buscáis a ese tipo se llama Robert Silverberg, y si queréis esa obra de dimensiones cósmicas que puede servir de paradigma es “Muero por dentro”, un exquisito tratado filosófico sobre la esencia del ser humano y que fue creado de manera ejemplar a partir de la simple y manida idea de la telepatía.

Que el pobre David Selig, protagonista terrible de “Muero por dentro”, tenga el poder de leer la mente es un aspecto obviamente transversal, pero en cierta medida trivial. De lo que trata la novela de Silverberg y que el autor plasma de manera inequívoca y omnímoda desde el mismo título es de la relación entre los seres humanos, la incomunicación y la forma de entenderse a sí mismos. No es difícil hallar paralelismos entre este libro y “El increíble hombre menguante”; ambos tratan de dos personas diferentes al resto, una por su capacidad para leer el pensamiento y otra porque poco a poco va reduciendo de tamaño hasta desaparecer, y esas realidades condicionan su visión del mundo y de sí mismos. Incluso en los finales de sendas obras se hace referencia explícita a Dios y al Cosmos como la nada que somos y la necesidad de aprender a relacionarse desde lo que somos. No ha de ser casualidad pues que, en “Muero por dentro”, cada vez que Selig usa el maldito don con las personas que ama las acaba perdiendo. Siempre e indefectiblemente.

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«Memorias de la casa muerta» (1862)

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My sleepy Dostoievski by raquelcronopia

Decía Dostoiveski aquello de que el grado de civilización de una sociedad se mide por el trato a sus presos. Una vez leída la terrible crónica autobiográfica “Memorias de la casa de muerta” es obvio que para el autor de “Crimen y Castigo” la Rusia zarista de mediados del siglo XIX se asemejaba más a una selva que a un estado civilizado.

En 1849 existía en San Petersburgo el conocido grupo liberal llamado Círculo Petrashevski, de discusión filosófica y literaria, el cual -en virtud del habitual temor de los que ostentan el poder a perderlo y habida cuenta de que la mayor parte de sus militantes se oponían al régimen y a la servidumbre- clausurara a golpe de maza el zar Nicolás I encarcelando y condenando a fusilamiento a todos sus miembros. El joven Dostoievski era uno de ellos, pero momentos antes de ser ejecutado la pena le fue conmutada por cinco años de trabajos forzados en Siberia y otros cinco -de los que se librara en parte debido a su epilepsia- de servicio en el ejército ruso.

Varios años después de esta terrible experiencia y antes de convertirse en un genio ineludible Dostoievski recrea sus vivencias (o moriencias, más bien, de existir tal sustantivo) e inaugura, de paso, el género de biografías de prisión que se haría tristemente célebre a lo largo de todo el siglo XX. Tan cruda presenta la historia que, a fin de sortear la probable censura, el escritor se vio en la necesidad de recrear la obra a partir del falso hallazgo de un manuscrito del también falso conde Aleksandr Petróvich Goryánchikov en el que éste, en primera persona, refleja sin renuencias las lindezas llevadas a efecto contra su persona durante su estancia en una cárcel de Siberia.

Dostoievski, tal vez necesitado más de un inicial expurgo, muestra en un principio aquellos sentimientos de angustia que le suponen la imposibilidad de soledad y la convivencia forzosa, así como la necesidad autoimpuesta, con el único y sacro objetivo de sobrevivir, de hallar fórmulas mágicas que no anulen la esperanza -un tema recurrente en todos y cada uno de los personajes que van formando parte de la muerte en vida del tal Goryánchikov- dentro de una microsociedad de crueldad asumida, de violencia acostumbrada.

Con un estilo sobrio y directo, que irremediablemente tiene resonancia en el Primo Levi de “Si esto es un hombre”, el cual se limita a describir meramente los hechos tal y como sucedieron, Dostoievski regala al lector con la misma sequedad una colección de situaciones escalofriantes e inauditas que sirven de reflexión acerca de la progresiva degradación del ser humano llevado a efecto desde la estulta necesidad de sepultar su dignidad bajo el peso de unos grilletes inútiles en medio de una prisión en medio de un desierto de temperaturas extremas, hasta la permitida venta de condena de ricos a pobres a cambio de varios rublos. Hasta el verdugo está bien visto y acepta/pide propinas para ser más benévolo a la hora de endilgar al recluso los preceptivos latigazos o para matarlo sacándole la piel a tiras.

Y lo tragicómico, que le costó entender al noble y que de idéntica manera mostrara casi un siglo después Jean Renoir en su magnífica “La gran ilusión”: entre rejas da igual el delito que hayas cometido, seas asesino, ladrón, revolucionario o ácrata, seas turco, ruso, de derechas o izquierdas… lo que otorga realmente un carácter peculiar y crea distancia con el preso común aun sin sentirte por ello juzgado es la clase social, el que puedas comer el pan a deshoras mientras otro se muere de hambre.

Para terminar algunos fragmentos y si deseas leer la obra completa puedes leerla pinchando aquí.

    «¡El hombre sobrevive! El hombre es un ser que se acostumbra a todo; ésa es, pienso su mejor definición».

«Como sólo trabajaban bajo la amenaza del látigo, eran perezosos y depravados. Los que aún no habían sido corrompidos por completo, lo eran en cuanto pisaban el penal. Recluidos a pesar suyo, eran enteramente extraños los unos a los otros».

    «Es difícil hablar de gente resuelta. En el penal, como en todas partes, son raros estos hombres. Se les adivina por el terror que inspiran y se les mira con recelo. Un sentimiento irresistible me impulsó al principio a alejarme de ellos, pero cambié en seguida de manera de pensar, aun respecto a los homicidas más espantosos.
    Existen individuos que no han cometido jamás un asesinato, y son, no obstante, más feroces que el que ha matado a seis hombres».

«Trastorno» (1966)

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A poster of Thomas Bernhard, por Williamdallwitz

Algo suavecito, como un bolero, quería yo. Para no pasar ni un mal rato ni perderme en escabrosos laberintos de letras y estilos. Una novela de transición después de un par de obras de esas que te sientan mal por argumento, por muy bien escritas que estén.

Alguno que otro ya se estará tronchando de la risa, claro, porque esta introducción aclaratoria y necesaria tipo catarsis es de un libro de Thomas Bernhard que, encima, se llama Trastorno. Pero el caso es que me atraía la sinopsis, y el haber oído eso de que el austríaco es uno de los mayores escritores en lengua alemana (y más) de todo el siglo XX. Pues eso, como no tenía el Nobel ni nada me lancé a la piscina con la inconsciencia de un bebé de pecho sin ponerme a leer antes ni una coma del estilo del autor. Cosa harto extraña en mi caso.

La obra dispone de dos capítulos de desigual longitud. El primero me sorprende por su pulcritud, perfectamente escrito, con unas características peculiares en los diálogos y enfoque de personajes, donde el protagonista de la historia no es el que la narra en primera persona y en el que, a partir de las enfermedades físicas de diferentes actores que trata un médico rural, Bernhard comienza a desentrañar con contundencia las dolencias que arrastra la sociedad que le rodea: muerte, desesperación, asesinatos, suicidio, individualismo… Todo ello sin renunciar un segundo a un marcado componente filosófico y metafísico y una exquisita sensibilidad en medio del caos que, incluso en nada veladas referencias del mismo autor, recuerda irremediablemente a Kafka. Tanto El castillo como La metamorfosis… y la inseguridad vital de El proceso aparecen en buena medida dentro de las páginas de toda la novela.

Y entonces llega la segunda parte, que comienzo a leer con verdadero interés y expectativas, en cuyo inicio se relata la llegada del doctor y de su hijo -que es en realidad el narrador de toda la obra- al castillo de Hochgobernitz para visitar al Príncipe Saurau, un tipo tan loco como genial, quien supuestamente está en tratamiento. En un principio el método parece discurrir de manera similar al de la primera parte, a base sobre todo de monólogos, esta vez en boca exclusiva del príncipe, sin apenas intervención de los otros dos personajes presentes y renunciando de forma expresa a cualquier apunte meramente descriptivo de situaciones o lugares más allá de dentro o fuera de las murallas. Pero de repente, en apenas unos párrafos, y debido especialmente a esa manía mía lectora de buscar el siguiente punto y aparte para colocar el separador al dar por terminada la lectura del momento, veo que el siguiente se halla cuatro o cinco páginas atrás. Voy echando pues un ojo al asunto, ya que la densidad y estilo de Bernhard además son exigentes en grado sumo y el discurso del soberano más que un monólogo semeja un soliloquio de mezcolanzas inverosímiles, palabras y frases en cursiva, diálogos de otros personajes conocidos a los que hace alusión Saurau, quien a su vez está hablando a través de los recuerdos de la primera persona del hijo del doctor, idas y vueltas a la misma idea… y todo ello, de nuevo, con un agobiante componente filosófico, trascendental y de mala baba hacia las convenciones sociales y los políticamente correcto… Decía que echo un ojo entonces y descubro que desde la página 152 hasta la 216 no hay ni un puñetero punto y aparte, lo que no quiere decir a la postre que el príncipe no cambie de discurso, de idea, de enfoque, de con quién o con qué meterse en medio de sus trastornos e incoherencias perfectamente hilvanadas… hasta se atreve a terminar la novela con unos puntos suspensivos que dan buena razón de que no hay fin a la debacle, a la desazón, al trastorno social. Sigue leyendo

«Daredevil» (1986-1991)

 
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Ann Nocenti por LuigiNovi2
      No debe de ser nada fácil coger el relevo de un genio. Si a la Marvel se le hubiera ocurrido proponerme, tras la marcha de Frank Miller, la continuación de Daredevil no sabría definir con claridad si buscaban mantener la serie en alza o una cabeza de turco en caso de que la cosa se torciese. El “Love and War” era bueno, pero el “Born Again” con Mazzucchelli a los lápices era inmenso y el mejor cómic de superhéroes que he tenido la oportunidad de leer en mi vida, y muchos han sido.

Eso debió de pensar Ann Nocenti, una novata en el género -con sólo a sus espaldas por aquel entonces algunos números de la olvidada Spider-woman-, mujer para más inri en un mundo dominado por machitos tanto en viñetas como en despachos, y que se encontró con el marrón de hincarle el diente al cuernecitos. Para ello contó únicamente con la obvia falta de fe de los propios editores de la Factoría de las Ideas, que no atravesaba uno de sus mejores momentos a finales de los 80, quienes a lo largo de sus primeros números decidieron invertir lo justo y necesario con un impenitente vaivén de dibujantes (algunos muy buenos, como el ínclito Windsor-Smith, o las más que solventes Leonardi y Sal Buscema, y otros de una simpleza tan ignota que no me atrevo ni a nombrarlos) que imposibilitaban el continuismo de las historias mensuales las cuales, por norma general, estaban avocadas a ser autoconclusivas y al recurrente estigma en un cuadro de texto en alguna parte inicial del episodio explicando los orígenes de los desarrollados sentidos del héroe (salvo la vista, claro, que el Diablo de Rojo es invidente).

Pero el caso es que algo debió salirle mal a Jim Shooter, editor jefe por aquel entonces, especialista en llevarse mal con todo el mundo y detonante de la marcha de algunos de sus más reputados artistas a la competencia de DC (el propio Frank Miller, Roy Thomas, John Byrne…), porque lo que le hubiera resultado tal vez un gozoso momento para su conocida faceta ultraderechista: destituir como guionista a la reconocida activista de izquierdas Nocenti por malas ventas, se transformó poco a poco y ya de inmediato con la llegada para quedarse del excelente John Romita Jr. en la segunda mejor etapa de Daredevil.

Ya en un inicio, Noncenti no se pudo resistir a la despiadada crítica hacia determinadas posturas gubernamentales, de empresas de influyentes sectores o políticas sociales, pero lo hacía con cuentagotas, posiblemente recurriendo a la sensatez de al menos no dar demasiados quebraderos de cabeza a la editorial desde la primera viñeta. La cosa se fue poniendo cada vez más peliaguda, a partir de incisivas historias, ya con John Romita Jr. a la pluma, partiendo de un enfoque muy humano y profundo del honrado abogado de pobres Matt Murdock (Daredevil en sus ratos libres o al revés), sus dilemas morales, personales y conflictos con los poderosos, que casi siempre toman forma en la imagen rotunda y oronda de Kingpin. Los varios episodios dedicados al solidario vertido tóxico de una de sus empresas y que dejan ciego a un niño seguro que fueron del agrado de muchas de las multinacionales del sector, muy en boga por entonces por su respeto incondicional al medio ambiente. Pero ya era tarde para echarse las manos a la cabeza; a pesar de los múltiples problemas con la editorial todos sabemos que “la pela es la pela” y las ventas del Daredevil de Nocenti y Romita no sólo no decaían sino que merecían la pena.

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Typhoid Mary by davidyardin

     El punto álgido llegó con la saga de María Tifoidea, una heroína, ni buena ni mala, nada al uso que respondía a la necesidad de Nocenti de dar la influencia que se merece el género femenino en los cómics y que, partiendo de algunas líneas similares que dieron origen a Elektra, crea un personaje triste, complejo, sujeto de lástima y de compasión que conduce a Daredevil a un infierno que casi no fue capaz de imaginar Miller. Obligada por contrato, la guionista tuvo que plegarse de vez en vez a las habituales nociones de venganza, violencia y luchas sin cuartel tan precisas para la Marvel, pero jamás desoyó su fuero interno y en su amnésico periplo por Estados Unidos el Diablo en el Infierno topa y afronta todo tipo de situaciones sangrantes, que lo van transformando, pero en las cuales muchas veces es mero observador o colaborador silencioso, algo muy poco habitual en este género, desde la experimentación científica pasando por el maltrato animal y los movimientos animalistas sin olvidar uno de los últimos episodios en los que el héroe patriótico por excelencia, El Capitán América, critica la política exterior intervencionista de su país especialmente en Latinoámerica.

Para quien diga que la Nocenti no entendió nunca el personaje creado por Stan Lee y Bill Everett, en el último volumen de la serie: “El ocaso de los ídolos” -lastrado en parte por un nuevo ir y venir de artistas y algún que otro episodio quizá en exceso simbólico- el regreso del héroe, en todos los sentidos, a la cocina del infierno demuestra todo lo contrario. Eso sí, a quien se le ocurrió la obstusa idea de introducir en este tomo el Annual 4 USA de los años 60, fuera de contexto y de toda lógica, es para mandarlo a galeras.

No es el Daredevil de Nocenti recomendable para todos los amantes del género de superhéroes, pues no se parece en absoluto a lo que uno suele esperarse en los cómics de Marvel, pero la originalidad de su planteamiento, la libertad expresiva de su autora y la exquisita saga de María Tifoidea lo hacen una lectura necesaria e irrenunciable para quienes saben encontrarle gusto a la diferencia, al esfuerzo, a la ruptura de cánones… para quienes gocen de unos sentidos tan despiertos como Daredevil. Tanto que es preciso hacerle un hueco en un blog sobre indignación generalizada.

Para descargar el volumen de María Tifoidea podéis pinchar aquí.

daredevil_man_without_fear_tpb_by_summersetDaredevil: Man Without FearTPB,  por summerset