El sábado pasado estuve de minireunión en la parroquia; alrededor de media hora duró la cosa. De cuatro pegos mal contados hablamos, pero como eran importantes había que hacer de tripas corazón y revertir el deseo de no salir de casa con la que estaba cayendo.
De qué fue el encuentro es lo de menos, pero volví a ser consciente de lo tonticos que somos a veces sin darnos cuenta y la de anuncios que hacemos de nuestra forma de entender la sociedad y las relaciones humanas con que el oyente esté un poco atento sin tener que ser filólogo de la lengua.
Agustín es un cura joven de mi pueblo al que no veía hace años, hasta lustros podría decir sin usar la más mínima hipérbole. Lo de usar el adjetivo joven puede deberse a que tiene mi edad y, como todo el mundo sabe, sólo son mayores las personas que tienen más años que uno. La chapa consistía en explicar al respetable, compuesto por el Consejo Pastoral, el equipo de evangelización y el párroco, en qué iban a consistir determinadas visitas por el barrio a fin de llevar a buen término una especie de actividad misionera. Así, a bote pronto, frases sueltas:
–La idea es que vosotros vayáis formando las parejas en esta semana y ya habláis con Don Antonio…
–Fulanito puede ir haciendo los emblemas, que seguro que no tarda nada…
–Menganito que se encargue de…
–Podéis hacer la misa de envío el fin de semana y si Don Antonio…
La retahíla de frases de similar hechura que podría compartir de aquella media horita resultaría de lo más jartible incluso para un santo de descomunal paciencia y como creo que me voy a hacer entender, trataré de no ponerme más pesado. Estaríamos en aquel salón unas diez personas, hombres y mujeres de diferentes edades y categorías sociales, y resulta que la única que merecía el título honorífico de don fue Don Antonio. Seguro que no hace falta falta romperse los cuernos para saber quién era Don Antonio. Sí, sí, el párroco, que no creo yo que se acostumbre a tanta parafernalia por más cera que le unten. Sigue leyendo