Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

¿En qué consiste el capitalismo?

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CAPITALISM by tasosantoniou

 

     Cuentan una anécdota los hagiógrafos de Francisco de Asís que, a fuerza de haberse transmitido tanto a través de Tomás de Celano como de Buenaventura o en las Florecillas, tiene bastantes visos de ser verídica.

     «Un novicio se acercó a Francisco y le dijo: ‘Padre, sentiría una gran alegría si pudiera conseguir un Salterio’. El bienaventurado Francisco le dijo: ‘Cuando tengas un salterio, anhelarás tener un breviario; y cuando tengas un breviario, te sentarás en un sillón como un gran prelado y dirás a tu hermano: ‘Tráeme mi breviario’».

     Hay quien extrae de esta leyenda que il Poverello d’Assisi proclamaba su rechazo al saber, a los libros y a la ciencia como fieles devotos del demonio. La cosa es bastante más simple si se dedica uno, aunque sea sólo un ratico, a leer la biografía y los textos que nos dejó el hijo de Pietro di Bernardone; lo que hizo Francesco fue augurar los excesos del capitalismo y de su hija predilecta: la sociedad de consumo.

     Tengo una amiga que se ha comprado este fin de semana una nevera.

     – ¡Ay, que falta nos hacía!

     – La necesitábamos ya.

     – ¡Qué contenta que estoy con la nevera!

     Fueron éstas las tres frases que más salieron de sus labios en apenas hora y media. Incluso como alelada se quedaba delante del aparatejo de marras.

     – Es que ya no nos cabía nada dentro.

     Eso fue la cuarta frase de rigor, que repetiría dos o tres veces tipo letanía. Que se había quedado pequeña. Huelga decir que la actual era como un armario empotrado de dos puertas.

     El caso es que, con su primera nevera, de esas de toda la vida que no tenían ni el congelador separado, en el piso vivían cinco personas, de buen comer, todo hay que decirlo, con dos nenas pequeñas metiditas en el padrón. Más tarde la cambiaron por una más moderna, no sé el tiempo, cuando seguían siendo cinco, más un arcón congelador; ahora, que sólo son tres  –y uno no a tiempo completo– tienen un frigorífico que parece sacado del chalé de la Preysler. Y ya verán qué hace la unidad familiar con el arcón; lo mismo se lo dan a alguien que lo necesite porque, por supuesto, ella ya no lo necesita. Sigue leyendo

«Se marginan ellos» (II)

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Social exclusion, Discrimination, by Kurt Löwenstein Educational Center International Team

    Si la semana pasada lográbamos demostrar, sin resquicio de duda y con escaso esfuerzo intelectual, que prácticamente el 100% de las personas que habitan en un barrio en exclusión social mantienen actitudes furibundas y resultan ser más malas que la quina para cualquiera de sus congéneres, tan sólo quedaba probar que, además, no son capaces de relacionarse con las personas normales sin mentir o soltar medias verdades.

    Un ejemplo que puede servir de paradigma es el de Samir, un chico de 12 años de padre gitano y madre árabe y cuyo domicilio familiar está inserto en mitad del barrio de Las Moreras, una de las tres zonas más empobrecidas de Córdoba capital, que no está de más repetirlo.

    El asunto es que, desde que era pequeño y comenzó a tener relaciones sociales, tanto la madre como él mismo ocultaban al resto de familias dónde vivían, con la idea errónea a todas luces de que, si se les ocurría decir la verdad ¡las iban a tratar de manera diferente y no iban a querer relacionarse con ellos! ¡Qué mal pensados! En una sociedad tan generosa y poco clasista como la nuestra. Es más, la madre, aunque el núcleo familiar no contaba con excesivos recursos económicos, a fin de que su hijo tuviera apoyo social y pudiera formar un grupo de iguales, iba a tooooooodos los cumpleaños de los compañeros de clase con un regalo para la ocasión. ¡Y no decía nada del esfuerzo que le estaba costando todo aquello! Si será falsa. Sigue leyendo

«Se marginan ellos» (I)

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AR Demolition, by Elliott Brown

    Dice la sabiduría popular que la ignorancia es madre del atrevimiento. Una frase atribuida a tanta peña en sus diferentes formulaciones que ya tiene licencia Creative Commons de obra derivada. No voy a atreverme a negar lo evidente, pues es casi una verdad de Perogrullo el aceptar que resulta más fácil encontrar el cerebro a un cruasán que al 98% de la clase política, y hasta puede que me haya quedado corto por aquello de darle culto a la mesura como virtud ínclita. Pero lo cierto es que la ignorancia tiene una hija mucho más dañina y perversa que el atrevimiento, y es la injusticia, y asumirla como mantra, porque lo peor de la ignorancia es que se contagia a mayor velocidad que una mala gripe, porque los resultados de su virus son tan reconfortantes para el espíritu como un caldito de la abuela o una bolsa de agua caliente colocada en la cama debajo de los pies. ¿O es que existe un remedio mejor para la insolidaridad que aquel que logra liberar de toda responsabilidad?

    «Se marginan ellos solitos». Es un mantra, injusto, cruel, despiadado que se basa en la ignorancia. Al desconocimiento me siento dispuesto a darle alguna mínima oportunidad, porque acostumbra a tener los oídos bien dispuestos y le suele costar menos dar su brazo a torcer cuando lee, cuando investiga, cuando compara. La ignorancia es que no sabe ni leer y, francamente, le importa un bledo, tanto como a Clark Gable el futuro de Vivien Leigh, sólo que la ignorancia, para más inri, no llora, ni por pensar en sí misma.

    Por otro lado, no hay que olvidar que dichos mantras socio-comunitarios siguen siendo repetidos con la solidez de un martillo pilón por quienes ostentan el poder, a fin de hacer carrera con la desgraciada sentencia –también de amplio espectro mántrico y que ha sido heredada de ignorante a ignorante cual desastroso gen de tres al cuarto– de que una mentira repetida muchas veces se convierte en verdad. Sigue leyendo

«Made with love»

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Campaña Fundación PROCLADE 2016/2017

     Una etiqueta de tal guisa vi impresa la semana pasada en la base interior del cuello de una blusa, que dicen los entendidos (o la estulticia machista en cualquier caso) que es como debe de llamarse a una camisa cuando es de señora o de niño, porque es más fina. Era bonita la jodida prenda, fondo blanco con listas de un tono celeste. Y encima «fabricada con amor». Joder, que casi se me cayeron dos lagrimones; aunque, claro, uno es capaz de llorar hasta viendo Terminator.

     «Green Coast» ponía justo encima de la leyenda de los huevos, una de las firmas de moda de El Corte Inglés. En medio de la costura lateral derecha se podía leer impreso en otra etiqueta, justo antes de la avalancha con las características de tejido, lavado, materiales: importado por no sé qué mierda de empresa, con no sé qué mierda de CIF e, inmediatamente después, la marca de marras, en mayúsculas, no vaya la peña a despistarse: El Corte Inglés.

     Juro por lo más sagrado que pensé en la niña india, camboyana o bangladesí quien, sentada desde buena mañana delante de su máquina de coser en mitad de un local ruinoso de un edificio ruinoso, si acaso con el único alimento de un té de hierbas entre pecho y espalda, sin descanso matinal, ni contrato y con nulos derechos laborales, estaba cosiendo la blusa del carajo por menos de un euro al día en una jornada de 16 horas. Puede que hasta sean esas mismas niñas las que acaban metiéndole el hilo y la aguja a la puñetera etiqueta del amor. Sigue leyendo