Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

Reseñas de «Mishasho»

mishasho     Como uno no es famoso, ni conocido, ni nada que se le asome, pues le hace ilusión que, de repente, en un mismo día y desde contextos totalmente distintos, aparezcan en la red dos reseñas de su novela «Mishasho».

     La primera en una revista web alternativa de cultura, Arte-factor, y la otra en una página muy familiar donde compartir lecturas de la que soy usuario desde hace bastantes años: Sopa de libros.

     Pues gracias a uno y a otro, lo primero por leerme sin cortarse las venas (digo yo), y lo segundo por vuestra generosidad y sinceridad.

      Lecturas descompuestas hoy: Mishasho de Rafa Poverello

     Poverello nos cuenta la historia de unos personajes víctimas de la adicción y nos hace ver como sufren, viven e incluso intentan vencer al demonio de la droga, y como tanto sus actos, decisiones e incluso palabras pueden llegar a afectar a las personas que más te quieren. Mishasho es una historia muy humana, llena de sentimientos y frustraciones, pero también es una historia que nos ayudará a comprender e incluso sentirnos identificados con los personajes y sus vivencias e  un mundo donde mirar para el otro lado y hacer como que “aquí no pasa nada” está a la orden del día.

     Sopa de libros: Sorprendente envidia

      Una (¿sencilla?, más sobre ello más adelante) historia coral alrededor del submundo de pobreza que se esconde en nuestra consumista sociedad nada más cruzar dos calles que ¿no debías?, como muy bien recoge la sinopsis. Un libro para reflexionar y leer despacio a la vez que se disfruta porque además presenta una estructura no lineal, con bastantes personajes que, como un puzle (aunque nada especialmente enrevesado), te obliga y tienta a ir atento disfrutando de las conexiones entre las diferentes piezas. Incluso con alguna sorpresa (al menos para mí) como puede ser el ocupante de cierto vehículo en cierta escena.

 

«The Florida Project» (2017)

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The Florida Project, by frenci DA

     Elena es madre soltera, tiene dos nenas menores de edad, ni un jodido ingreso mensual fijo y vive en un alquiler social en un barrio de exclusión de Córdoba capital. Cuando saca algo de pelas tras ir pidiendo a propios y extraños de aquí para allá compra ajos o perfumes y se pasa buena parte del día tratando de venderlos un poco más caros de lo que los pudo comprar. A veces resulta difícil saber cómo sobrevive sino fuera por la buena voluntad de sus vecinas y de algún que otro tendero de la zona que, sin tener demasiado dinero, no deja de fiarle a pesar de las pocas esperanzas de que en alguna ocasión Elena pueda ponerse al día.

     Elena no dispone de demasiado tiempo para tener sueños (sus hijas aun sí), y a lo poco que aspira es a dejar de tener miedo de que, algún día, servicios sociales le retire la custodia de sus hijas, por más que le diga uno cada dos por tres que situaciones peores se han visto y que la Junta no tiene demasiado interés en invertir el dinero en centros de menores. No retiran una custodia ni aunque fuera un acto de caridad.

     El caso es que con sólo cambiar el nombre de Elena por el de Halley, la mami protagonista de «The Florida Project», sumarle una hermanita a Moonee, su hija de seis años, y situar la acción en Estados Unidos en vez de en Andalucía para que todo encaje de una manera tan absolutamente perfecta y demencial que no hiciera falta ser un lince a la hora de darse cuenta de que la pobreza y la exclusión son idénticas en todos los países occidentales. ¿Por qué? Porque el capitalismo es igual de cabrón en todos los países occidentales; destruye todo lo que toca y fagocita lo que no desea ser tocado.

     El director Sean Baker sabe de lo que habla, mucho, no podría decirse que demasiado, pero lo parece, y los paralelismos de marginación mantienen unas líneas paralelas que asustan e indignan, porque muestran bien a las claras la asquerosa sociedad del descarte, donde tanto tienes tanto vales, y un método que pretende ser infalible para vivir felices: mantener a quienes peor lo pasan en los márgenes y haciéndoles responsables de cuanto les sucede. Sigue leyendo

Civismo

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Juramento de los Horacios, de Jacques-Louis David (1784, Museo del Louvre)

      Me contaba la semana pasada un amigo un hecho, tan verídico como increíble, que le sucedió a un familiar durante sus meses de estancia en Suiza, el país del civismo.

      A buena hora de la madrugada, un vecino suyo le dio aviso porque había comenzado a tener graves problemas respiratorios y parecía a punto de asfixiarse. Ni corto ni perezoso lo cargó y lo metió en su propio coche para llevarlo con urgencia al hospital, que estaba a varias manzanas del domicilio. A fin de llegar cuanto antes y que atendieran con premura a su vecino, tras reflexionar sobre el estado de salud de su vecino y que no podría ocasionar ningún accidente al no haber vehículos en tránsito a tan altas horas de la madrugada, circuló en dirección prohibida durante un tramo de veinte o veinticinco metros. Sacó al vecino del auto, los celadores lo colocaron encima de una camilla y él lo acompañó hasta que fue atendido por el personal de urgencias.

      Al cabo de unos dos meses, recibió una multa en su casa tras haber sido denunciado por circular en dirección prohibida. ¡La denuncia la había puesto el mismo vecino al que llevó al hospital!

      Y como se juntan un poco las cosas para poder ponerlas en relación, hace unos días me encontré con Desirée a la puerta de la oficina de Cáritas. Desirée tiene alrededor de veinticinco años y es madre de dos nenes menores, uno de ellos bebé. Tuvo que salir por patas de su vivienda social en uno de los barrios más castigados de Córdoba, Las Palmeras, por problemas de reyertas, y la trasladaron a otra vivienda de iguales características en otro barrio de similares características y entorno, Moreras. En la casa no entra el más mínimo ingreso, y al no llevar aun un año empadronada en el domicilio, aunque está recibiendo apoyo por parte de servicios sociales comunitarios, no pueden tramitarle ninguna ayuda social ni de emergencia. Como es común en familias en exclusión, la red socio-familiar de Desirée tampoco cuenta con demasiados recursos económicos más allá de alguna pensión de jubilación no contributiva (poco más de 400 euros) que hay que distribuir entre los tres o cuatro hijos de media que suelen vivir en cada domicilio o que se enganchan a la teta materna. Pero los hijos de Desirée, especialmente el de meses, tienen necesidades bien específicas de leche infantil y pañales, así que ella, sin pensárselo mucho ni poco, requisa de las estanterías del Carrefour aquellos productos adecuados a tales necesidades sin pasar por caja. La han pillado dos veces, y la han denunciado, y como es reincidente, el juez le ordenó que pagara una multa de 300 euros, creo recordar, en quince días o ingresaría quince días en prisión. Vi las diligencias, no me lo ha tenido que contar un vecino. Sigue leyendo

«Siempre hemos vivido en el castillo» (1956)

serveimage     Alguna que otra vez, mi cerebro inclemente se ha preguntado por qué buena parte de las mujeres norteamericanas que se han dedicado a escribir a mediados del siglo XX lo hacían desde el noble y difícil arte del cuento o del relato. Es casi norma que todas ellas –Carson McCullers, Eudora Welty, Alice Munro, Katherine Anne Porter, Flannery O’connor…– tan sólo publicaran alguna novela. Y no es que se les diera mal; la única novela de Anne Porter, «El barco de los locos» (1962), fue la más vendida ese año en Estados Unidos y Welty, quien podría ser la excepción que confirma la regla al haber visto publicadas varias de sus obras, ganaría el Pulitzer con «La hija del optimista» en 1973, aunque ambas siguieran cultivando el relato el resto de su vida.

     Shirley Jackson está en un punto medio, seis novelas y más de cien cuentos, pero si hacemos caso a su biografía y a las anécdotas que de ella contaba su familia no es difícil encontrar paralelismos con lo que de sí misma decía Alice Munro y que nos ayudan a dar respuesta a la cuestión con la que daba inicio a estas letras. La cuentista canadiense afirmaba que se había dedicado al relato porque, literalmente, sus labores como madre y ama de casa no le daban rato para más y su amor por la literatura le hacían aprovechar los escasos minutos que le dejaba la siesta de sus retoños para poder escribir unas líneas. Los hijos de Jackson recuerdan que su madre se pasaba todo el día dejando anotaciones e ideas para sus cuentos en la nevera o en lo alto de los muebles y que solía acostarse a altas horas de la madrugada porque sus tareas domésticas apenas le permitían dedicarse a su pasión: la escritura. Mientras tanto, su marido, un conocido crítico literario podía pasar el día fuera de casa e incluso minimizar la calidad literaria de la obra de su esposa, no fuera a sacar los pies del tiesto.

     Todo ello no impidió que Shirley Jackson fuera una mujer ampliamente conocida en Estados Unidos gracias a las publicaciones de algunos de sus cuentos en el New York Worker y algunas revistas, y que su influencia en autores posteriores tan dispares como Stephen King o Neil Gaiman. Sin embargo, debido a su situación familiar acabó sus días cada vez más aislada del mundo, con agorofobia y serios problemas de salud; aspectos que ya se reflejaban en sus obras, de manera particular en su última novela: «Siempre hemos vivido en el castillo». Sigue leyendo