No miento cuando digo que desconfío, con un pulcro y medido pragmatismo inmensamente lógico, de quienes se atreven a escribir al menos una novela al año (o a dirigir una película, como el caso de Woody Allen). Si además las novelas tienen un mínimo de 500 páginas estamos hablando de palabras mayores. La escritora estadounidense Joyce Carol Oates podría presumir de prolífica, si ello fuera un aspecto positivo en sí mismo, pues, de momento, de su pluma han visto la luz más de cien obras si solo nos atenemos a las novelas y a los libros de relatos, obviando la poesía, el teatro, los ensayos y la literatura infantil y juvenil. Este dato, que conocía de antemano antes de lanzarme con su novela La hija del sepulturero, no jugaba precisamente a su favor.
Pero como diría el ínclito Sheldon Cooper de la serie The Big Bang Theory: «¡Zas, en toda la boca!». Resulta que La hija del sepulturero es una novela excelente y lo mismo habremos de hacer caso a la propia Oates cuando decía en alguna que otra entrevista que «jamás en mi vida me he tomado un día de vacaciones» o «si no estoy escribiendo, pienso en escribir». Los numerosos episodios de taquicardia sufridos a lo largo de su vida también han hecho experimentar a la escritora la necesidad de escribir rápido, de que el tiempo es limitado y no se puede ser perezosa. Adjetivo que, definitivamente, no se le puede colgar.
Por encima de cualquier otro aspecto literario hay un detalle en La hija del sepulturero que me ha hecho recordar de manera indefectible otras obras de representantes del gótico sureño como William Faulkner, Cormac McCarthy o Carson McCullers: esa escena final, mínima incluso, que logra dar sentido a cada una de las decisiones llevadas a cabo por alguno de los personajes protagonistas, para lo bueno o para lo malo, sea Anse Bundren en Mientras agonizo, Rinthy en La oscuridad exterior, John Singer en El corazón es un cazador solitario o Rebecca Schwart en la novela que nos ocupa. Sigue leyendo