Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

«Grandes esperanzas» (1860)

Charles Dickens by Juan Osborne

Charles Dickens by Juan Osborne

“Cuando rezamos hablamos con Dios, pero cuando leemos es Dios quien habla con nosotros” (San Agustín).

Dios me ha hablado, a través del don gratuito reservado a uno de sus hijos: Charles Dickens. Comentar que estoy mudo y ahogado de emoción es quedarse muy corto, pues diría -de la manera quizá menos objetiva posible- que jamás gocé algo semejante; sólo sería capaz de acercarse un poco a este sentimiento desgarrador que me invade aquello que experimenté tras leer la visceral «Cumbres borrascosas». Mas ni de la forma ahora más subjetiva posible osarían mis labios comparar ambas. Y eso que no fue un inicio fácil: edición menuda y letra aun más; casi sin ganas. Pero merece la pena el riesgo de quedarse ciego leyendo (y hasta sordo y mudo) con tal de gozar lo inconmensurable de la narración y la prosa del buen Charles. Por momentos me contemplaba a mí mismo y no me era sencillo distinguir si lloraba de turbada emoción o de forzar hasta tal extremo la vista. No exagero un ápice.

De Dickens sólo había tenido la oportunidad de leer y recordar varios de sus cuentos navideños («Historia de dos ciudades» me pilló demasiado púber y en una de esas ediciones… cutres, digamos, con viñetas añadidas cada ciertas páginas); esos relatitos que escribió para sacarse unas pelillas en época tan propicia a la buena voluntad y a la mejor fe. ‘Si por el mero hecho de embolsarse unas libras escribe así, como sin demasiado esfuerzo -me decía-, y construye a bote pronto algunos personajes tan entrañables como Trotty («Las Campanas»), ¿qué será cuando se ponga en serio?’. Cuando le da por meterle interés le sale «Grandes Esperanzas». La prosa y el estilo narrativo de Dickens -ese don por el que ningún pago a cuenta hubo de hacer- da hasta rabia y desesperada envidia. Su cadencia natural, espontánea, fluida y esa innata capacidad para amarrar al potencial lector entre las dos emociones más alejadas de rango (la risa más abierta y el llanto más ahogado) en apenas dos párrafos supera toda humana posibilidad. Obra cumbre en medio de la vorágine del movimiento romántico y sin que pueda decirse que forma parte de él, el escritor depura hasta el culmen en «‘Grandes esperanzas» su poderoso estilo narrativo, reteniendo lo mejor, obviando lo menos realista y resulta casi infructuosa la búsqueda de esos personajes unidimensionales tan enjuiciados como protagonistas de sus historias. Los hay tremendamente bondadosos (Joe, Biddy…) y rematadamente perversos (Compeyson, Plumblechook…), pero los actores principales de la trama, Pip, Estella, la señorita Havisham…, son tan comprensiblemente humanos que has de repetir una y otra vez con Pip que “yo mismo necesito demasiado que me perdonen y me orienten como para mostrarme severo con usted”. Claroscuros.

La necesidad de perdón planea a lo largo de esta renovada historia de hijo pródigo, pues eso es sobre todo Pip. Que nuestro querido muchacho sea pobre y aspire a revertir su situación económica es lo de menos, lo crucial es que cuando trabajaba en la fragua, compartiendo sus males y nulos remedios con gente tan vulgar como él mismo, era feliz aun sin ser siquiera consciente de ello. El divertido sarcasmo de Pip a través de su vigorosa narración en primera persona desaparece de cuajo tras el primer acto (excepto gloriosos detalles como la caótica y divertidísima representación de Hamlet del capítulo XXXI); justo cuando nuestro héroe decide coronarse de majestuosidad. ¡Cuán dolorosas y humildes las palabras de Joe que opacan con lágrimas la mirada agridulce de Pip!: “no me encontrarás tantas faltas si piensas en mí vestido como para trabajar en la fragua (…). Ni la mitad de faltas si, suponiendo que quieras verme alguna vez, vienes y asomas la cabeza por la ventana de la fragua”. No importan las grandes esperanzas de Pip, la bondad o la maldad de sus fines, como no debieran importar aquellas que nos mueven a cada uno de nosotros si al hallarlas perdemos a la vez la absoluta certeza de que la felicidad no la da el vil metal sino la seguridad de no estafarse a uno mismo (“todos los estafadores del mundo no son nada en comparación con los que falsean consigo mismos”) y el descubrir que no hay oro en el mundo que pueda servir de crédito frente a las ingratitudes cometidas (“nunca, nunca, nunca podría deshacer lo que había hecho”). Dickens -saltando más allá de sus propias incongruencias- no nos invita a la resignación, sino a la bondad y a la justicia que nos elevan por encima de la imagen social, de las apariencias o de ese engañoso elitismo que pretende, a base de esfuerzo inútil, otorgar dignidad a las personas por lo que tienen o visten en lugar de por lo que son. Esa digna invitación, en su siglo y en el nuestro… es mucho.

Tal vez termino exagerando, antes pido disculpas por mi ineptitud pues “una palabra mal colocada estropea el más bello pensamiento” (Voltaire) y soy consciente de que mis letras hacen escasa justicia a la obra de Dickens, pero me queda el maravilloso consuelo que avanzó Thoreau: “lee los buenos libros primero; lo más seguro es que no alcances a leerlos todos”. Sin duda, mi reposo será ya más calmo.

Para finalizar, de nuevo algunos fragmentos:

«Fue un día memorable, pues obró grandes cambios en mí. Pero ocurre así en cualquier vida. Imaginémonos que de ella arrancáramos un día especial y pensemos en lo distinto que podría haber sido su curso. Deténgase el lector y piense por un momento en la larga cadena de oro, de espinas o flores que, de no ser por la formación del primer eslabón en un día memorable, jamás le hubiese atado.»

«Dios sabe que no debemos avergonzarnos nunca de nuestras lágrimas, pues son lluvia que cae sobre el polvo cegador de la tierra que endurece nuestros corazones. Me sentí mejor que antes de haber llorado, más triste, más consciente de mi ingratitud, más manso.»

«¡No acordarme! Eres parte de mi existencia, de mí mismo. Has estado presente en cada una de las líneas que he leído, desde que vine aquí, un vulgar y tosco pobrecillo cuyo corazón heriste ya entonces. Has estado presente en cada proyecto desde aquel día, en el río, en las velas de los barcos, en los marjales, en las nubes, en la luz, la oscuridad, el viento, los bosques, el mar, las calles. Has encarnado cada fantasía con la que mi mente ha tropezado. No son más reales las piedras de las que están hechos los más recios edificios de Londres, ni tendrías mayor dificultad en desplazarlos con la mano de lo que han sido y seguirán siendo para mí tu presencia y tu influencia, allí y en todo lugar. Estella, hasta el último instante de mi vida no podrás sino ser parte de mi carácter, parte de lo poco que de bueno hay en mí, parte de lo que de malo llevo. Pero en esta separación, sólo puedo asociarte a lo bueno y fielmente te recordaré vinculada a ello, pues tienes que haberme hecho más bien que mal, cualquiera que sea la punzante tristeza que ahora pueda sentir. ¡Que dios te bendiga! ¡Que dios te perdone!»

Del castigo y la redención

     A mis herman@s de APDH-A, con ternura
 Verona by webandi

Verona by webandi

      Repiquetearon como a ritmo de claqué los cascos de la montura sobre los húmedos adoquines del suelo aledaño a los muros de la quibla de la Mezquita. Las ruedas anchas y desbordadas del carruaje chirriaron con levedad bajo el peso de una pareja de turistas de rostro amable, formas orondas e inadecuadas prendas de vestir en virtud de una primavera atípica y mal encarada, que se hallaban apoltronados en los asientos del sentido de la marcha y sonreían contemplando el alminar y los arcos exteriores de herradura cámara en mano.  El cochero, tocado con sombrero cordobés y desvencijado dentro de un chaleco escaso, hizo restallar el látigo sobre el lomo de la cabalgadura mientras con la mano libre y un pañuelo perlado de sudor se secaba compulsivamente la frente acuosa.
Martín, aferrado a la mano segura de su madre, los observó pasar frente a él con los ojos abiertos y el gesto reflexivo. En un movimiento apenas perceptible hizo girar el globo ocular hacia ella sin apenas mover un solo músculo.
– Mamá, ¿por qué le está dando con el látigo?
María miró a su hijo de cinco años y medio con cara de respuestas imposibles y nada satisfactorias. En ese preciso instante agradecí con copiosa generosidad no tener descendencia y aún no logro recordar las difusas palabras que María acertó a balbucear con el propósito de que Martín no odiara de por vida el agresivo actuar del cochero. Le faltó a la pequeña criatura desprenderse de las ataduras cariñosas de la mujer que le dio la vida, llorar de manera ahogada y correr hacia el caballo para abrazarlo como hiciera Nietzsche en el frío acerado de las calles de Turín.
     Dudas tengo de que Martín, a tan temprana edad, disponga siquiera de parcos conocimientos sobre Rousseau, Plauto y la humana condición, por lo que intuyo con la mayor celeridad que el chico simplemente se vio incapaz de entender el castigo al que era sometida la bestia de carga, por la que sintió una compasión espontánea que no le produjo ni por asomo el dueño que empleaba con ella la fusta. Siendo yo poco dado a polaridades extremas tipo buen salvaje u “homo homini lupus” convengo pues que si Martín no entendió tal condicionamiento operante es porque su aprendizaje camina por derroteros bastante menos abrasivos que los del conductismo de Pávlov y Skinner, y ni se le ocurrió pensar en el castigo como una solución válida a aquellos comportamientos poco… adecuados.

El caso es que a raíz del castigo y de la redención pienso en la célebre frase de Dostoievski: “el grado de civilización en una sociedad se juzga visitando sus cárceles”, y tras conocer en los últimos veinte años a variopintas personas que, por muy diversos y hasta injustos motivos, han terminado dando con sus huesos en prisión, y después de haber pateado voluntariamente sus pasillos y salas durante un año, no me queda otra opción que admitir que el pensar en el trullo como lugar de reinserción es igual que ver en Herodes el Grande y su ahistórica matanza de inocentes a un precursor de los sistemas para el control de la natalidad.

Las personas con su libertad confiscada son estigmas del fracaso de una sociedad que los aleja como apestados de los centros neurálgicos de la ciudad, del mismo modo que en la antigüedad se obligaba a los leprosos, ocultos en cuevas tan ácidas como mazmorras, a llevar una campanilla y hacerla sonar al paso de personas de dignidad más locuaz. Temer lo desconocido, lo diferente, aislarlo y maniatarlo, conducirlo sin remisión al caos y a la imposibilidad de devolverle el derecho. Cuando la reinserción social no es prioridad el fracaso personal se convierte en inmediata consecuencia.
A nadie importa que desde hace casi un año no dispongan las cárceles de Andalucía del Servicio gratuito de Orientación y Asistencia Jurídica Penitenciaria (SOAJP) -total ya están condenados, peor no va a ser-, o que la Consejería de Salud y Bienestar Social suspendiera desde principios de año el plan de asistencia sanitaria a los presos por impago del Gobierno, o que los internos con trastornos mentales -que suponen cerca del 40% de la población reclusa- hayan dejado de recibir atención psiquiátrica… Los ricos, los que se hayan entre rejas por desfalcos, por prevaricación -alguno hay que no recibió el indulto- no notarán las rebajas, y de los pobres no se escucha la queja. Tampoco percibirán los epulones ni en sus peores sueños que para poder ver a un familiar o compartir un ‘vis a vis’ en la prisión de Córdoba tan sólo disponen de un autobús de línea pública a la ida y otro a la vuelta; mientras, los lázaros, sin auto propio ni dinero que lo alquile, han de llevarse la fiambrera, el ánimo y una insufrible paciencia cargados en la mochila. Sólo acusan los recortes las Rosarios, Teresas, Victorias; mujeres que han de recibir de igual manera el castigo impuesto a sus hijos o maridos en virtud del diablo sabrá qué normativa vigente.

Habrá que someter al látigo, lanzarlo a las brasas, licenciar al castigo y considerarlo la más peligrosa arma de destrucción masiva cuando se ejercita de manera global y metódica, para que existan en un futuro inmediato muchos más Martines que Rosarios, Teresas y Victorias. Para abrir las prisiones injustas.

«Memorias de un inquilino» (1947)

Yasujiro Ozu by monsteroftheid

Yasujiro Ozu by monsteroftheid

Respecto a los realizadores japoneses, he de reconocer mi antojada predilección hacia Kenji Mizoguchi, y puedo dar variados motivos de ese antojo, pero cuando veo una película de Ozu, contrapunto artístico de su compatriota, todas esas razones se me tornan absurdas e injustificables. La sensibilidad y estilismo de este hombre no encuentra techo, parangón ni límites. La escena de la playa es… es, bueno: ES.

Viendo sus películas, sorprende que Yasujiro Ozu ni se casara, ni trabajara en toda su vida y ni tan siquiera fuera a la universidad, pues su disección del espíritu y de las pasiones humanas, su estructura fílmica arquetípica es ahora y será siempre irrepetible. No es en absoluto de extrañar que para muchos, sea el paradigma del auténtico cine clásico.

«Memorias de un inquilino» es la primera película producida en Japón tras la Segunda Guerra Mundial, y eso es decir mucho, muchísimo. En una época en la que la radical censura aliada masacraba sin piedad cualquier intento que mostrara la maldad de los vencedores, Ozu es capaz de convencer hasta a los censores con su ternura, su dolor y su apagado canto. Porque «Memorias de un inquilino» es dura, seca y abominable en cierto sentido hacia quienes destruyeron Japón y pretendieron conseguir que nadie desee hacerse cargo de un niño solo y abandonado, buscador de basuras, pero de mirada inocente (algo que, desde luego, no tiene el director, que ya en sus años mozos fue expulsado de la escuela por su reconocida rebeldía).

Qué alegría que filmes como éste, de silencios y pasiones contenidas, de cristalina y transparente belleza ausente de artificios jamás serán remakeados vilmente en Hollywood.

Para descargar el filme completo más subtítulos pincha aquí.

Sin hijos vivos

Juicio de Salomón (s. XIX), grabado de Gustave Doré

Juicio de Salomón (s. XIX), grabado de Gustave Doré

Detesto cordialmente a Salomón, monarca de Israel. Su pose regia, su nativa omnisciencia, su supuesta y repelente capacidad de raciocinio. No me resulta difícil imaginarlo con sus ropajes de púrpura y lino, apoltronado en el trono, no me atrevería a decir que ausente de bondad y de concordia, observando con meticuloso desdén y mirada altiva a los insulsos mortales que habitan su extenso reino, desde la frontera de Egipto hasta Mesopotamia, y se postran ante él con la esperanza salvífica de que sólo a través de sus doctas palabras habrán de hallar solución inmediata a los azares que les roban el sueño. Se mesa la luenga barba, en un gesto ligeramente combo, con la mirada juiciosa y apoyado el codo sobre uno de los gruesos brazos del sillón real. Observa hoy en la tarde amarilla a las dos mujeres que se revelan hoscas y doloridas en su presencia; gritonas y mustias, mientras abrazan con áspero desgarro cada cual a un recién nacido; uno yerto e inmóvil, el otro rebosante de vida.
– ¡Traedme una espada! -ordena el rey-. Partidlo en dos y dad la mitad a cada una.

Sé que a toro pasado todos somos la mar de ocurrentes y bien plantados, unos dechados de virtudes capaces de resolver la Teoría-M con tan sólo un imperceptible parpadeo, pero el advenedizo numerito de la espada y de la doma de las furias se me antojan en días nada antojadizos como meras sintaxis hiperbólicas acerca de los conceptos de justicia y de amor maternal. Podría incluso aseverar odiosamente que me convierten en sujeto estrábico en medio del asedio que produce la obligada toma de decisiones.

Me encantaría ver a Salomón impartiendo justicia uno de esos días nada antojadizos sentado en mi asiento real de la oficina de Cáritas; real en lo que la acepción del adjetivo hace referencia a aquello que tiene existencia verdadera y efectiva y en nada se asemeja a lo regio. Ciertamente quisiera contemplarlo, tan sólido y tan firme, abrirse paso entre los rostros pragmáticos que persisten de manera inusitada cada semana en la sala de espera, entre sus sonrisas dispersas como las gotas diminutas de una lluvia ventosa. Me agradaría indagar en la mente del segundo hijo de David a través de su mirada acuosa, entornar la vista con aprehendida sospecha y encontrar en su córtex cerebral el más mínimo resquicio que pueda servirme de bálsamo. Igual daría confirmar su agudeza y precisa compostura como advertir que es tibio, disperso e inseguro a imagen de mí mismo. Sin duda resultaría incluso más consolador que se cumpliera este segundo derrotero.

– Lo siento de verdad, te comprendemos, pero al vivir sola… Te podemos acompañar e ir a visitarte, pero para una ayuda económica nuestros recursos son muy escasos y tu situación no es prioritaria al venir otras familias con hijos a cargo y…
– ¿Y las viudas no tenemos derecho a vivir? Es que en todos sitios me dicen lo mismo.
(Uppercut uno).

– No sé, es que contáis con más ingresos que la mayoría de las personas que llegan a la oficina y sois menos miembros en la unidad familiar.
– Pero eso no debería ser así, tenemos hipoteca y algunas deudas y como nos pasamos del tope no nos ayuda ni la Junta ni el Ayuntamiento.
(Crochet de derecha).

– Mientras que tus hijos no estén escolarizados es que no podemos ayudarte, sabes de sobra que es un criterio también de Servicios Sociales ¿Acaso quieres que tu niña tenga que venir a la oficina, igual que tú, dentro de unos años?
– ¿Y qué hago si tiene 15 años y se niega a ir? ¿La arrastro de los pelos?
(Nocaut técnico).

Si Salomón, en lugar de un monarca con copiosa fortuna y atribuida -o tal vez hasta impostada- sabiduría, hubiera sido voluntario de uno de los equipillos abnegados de Cáritas la historia habría pasado sobre su estoica figura de puntillas, como al verter el caldero de agua sobre esos rescoldos que hay que apagar, y perpetuando esa incómoda sensación de que al final, a pesar de incontables esfuerzos, a ninguna de las dos madres has sido capaz de entregarle el hijo vivo.