Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

«Viaje al fin de la noche» (1932)

Louis-Ferdinand Celine by ridvan

Louis-Ferdinand Celine by ridvan

     Existen libros que comienzan a leerse desde el mismo diseño de cubierta. Unas tijeras. Abiertas, cuasi oxidadas. No lo comprendo, pero empiezo, con deseo, a batir las páginas como en un vuelo. Tal vez al final…

     Me sorprende la prosa directa, atropellada, telegráfica, sin respiro de Ferdinand. De los dos: autor y personaje, que son lo mismo. Sin empaques ni dulzuras me atrapa, me presiona… me duele. En ocasiones, cuando estoy convencido de que me estoy aburriendo con sus tropelías americanas, de repente, sin quererlo como que me despisto y me instala de nuevo dentro, en tan solo un par de párrafos. Tan raudos, tan cicatrizantes, tan doloridos. Con unas descripciones tan cortas, tan poco perezosas, tan admirables: «Las tejas musgosas caen rodando sobre los salientes adoquines, como sólo existen ya en Versalles y en las prisiones venerables». 

     Lo más curioso es que Ferdinand no me cae especialmente bien, ni siquiera siento compasión por él. No comparto el nihilismo sin límites ni en su idea de verdad («la verdad del mundo es la muerte»), ni en el sentido que le otorga a la existencia («somos más desgraciados que la mierda», aunque me partí de la risa al leerlo), ni en su desencantada concepción de la condición humana («confiar en los hombres, es ya, dejarse matar un poco»). Me daña ese estilo tan de Plauto («Lupus est homo homini») a pesar de la acidez de su discurso, de su descarnada y lacerante ironía. Su discurrir díscolo por las colonias francesas en África me hacen rememorar a Conrad, El corazón de las tinieblas. Tal vez de lo poco que me recuerda a algo literario anterior a Céline.

     Pero Ferdinand comparte dos cualidades con el embaucador Lord Henry de Wilde que lo han hecho absolutamente perdonable. Su enconado pragmatismo que me ganó, me dominó, me tronchó en muchos momentos: «(pensé) si no iríamos a canearnos, pero en primer lugar no teníamos sitio, siendo cuatro en el taxi». Y dos, su reconocido hedonismo: «la felicidad en la tierra sería morir con placer, en pleno placer… el resto no es nada». La generación beat, el underground… los trópicos sexuales a los que nos condujo Miller existen, dependen, fueron pensados en virtud de la abrupta claridad literaria y sin censuras de Céline. Incluso el inefable Ignatius de Toole bebe de las fuentes de El viaje… como toda la literatura posterior, como todo el siglo XX. Quizá.


     «El viaje es la búsqueda de esa nulidad», «y a fuerza de verte echado a la calle en todas partes, seguro que acabará descubriendo lo que da tanto miedo a todos, y que debe encontrarse al fin de la noche» se dice a sí mismo Ferdinand en mitad de la obra mientras avanza y retrocede en su indeseado camino sin retorno. Mientras, odia el empacho de los ricos y la tontería de los pobres («existen dos humanidades muy diferentes»), desprecia la generosidad («la miseria persigue implacable al altruismo»), la ética en cualquiera de sus formas («la moral de la humanidad me la trae floja, como a todo el mundo»)… Va a su rollo, una y otra vez. Sin esperar, sin confiar, tan solo como la única forma que entiende para lograr sobrevivir. Entonces, en medio de esa nulidad, cuando estás a punto de odiar a Ferdinand, a los dos, sucede. Todo cobra un sentido perfecto, inaudito, salpicado de propio fracaso: «no encontraba nada de lo que se necesita para diñarla, sólo malicias».

     Los dos Ferdinand, me la traen floja sus panfletos, lo que digan de él/de ellos sus paisanos… Unas tijeras. Cuasi oxidadas. Lo entiendo. Céline lo ha hecho todo trizas. Incluido a mí.

     Como si no fuera ya suficiente, dejo gratuitamente otros fragmentos supurantes:

     «Los hombres se aferran a sus cochinos recuerdos, a todas sus desgracias, y no hay quien los saque de ahí. Con eso ocupan el alma. Se vengan de la injusticia de su presente trabajándose en lo más hondo de su interior con mierda. Justos y cobardes son, en lo más hondo. Es su naturaleza».

     «Toda la juventud se ha ido a morir al fin del mundo en el silencio de la verdad. ¿Y adónde ir, fuera, decidme, cuando no llevas contigo la suma suficiente de delirio? La verdad es una agonía ya interminable. La verdad de este mundo es la muerte. Hay que escoger: morir o mentir. Yo nunca me he podido matar».

     «Para el pobre existen en este mundo dos grandes formas de palmarla, por la indiferencia absoluta de sus semejantes en tiempos de paz o por la pasión homicida de los mismos, llegada la guerra. Si se acuerdan de ti, al instante piensan en la tortura, los otros, y en nada más.¡sólo les interesas chorreando de sangre, a esos cabrones! Princhrad había tenido más razón que un santo al respecto. Ante la inminencia del matadero ya no especulas demasiado con las cosas del porvenir, sólo piensas en amar durante los días que te quedan, ya que es el único medio de olvidar el cuerpo un poco, olvidar que pronto te van a desollar de arriba abajo».

Mala salud

The Old Man and the Sea by onez82

The Old Man and the Sea by onez82

     Sentado en la terraza del bar Las Delicias me hallaba, rompiendo una de mis sagradas opciones vitales contra el consumismo pertinaz en virtud de una onomástica y de un aniversario de boda. Sobre un terrizo tan pragmático como nada práctico martilleaba incómodo con lacónicos interrogantes e inusitadas propuestas al amable camarero que se acercaba a la mesa, libretita y bolígrafo en ristre, preguntando “¿qué van a tomar los señores?”. “¿El aderezo de este plato lleva huevo o leche?”; “¿podría traer las patatas solas y aparte el ketchup en lugar de salsa brava?”. En las mesas colocaron sendas bandejas adornadas de lonchas de tomate con el poco serio nombre de tomates al cachondeo y condimentadas con una salsa tipo alioli que aseguraban cumplía todos los requisitos previos y a mi lado sirvieron la vasta ración de fraudulentas patatas a la brava cuya desmesura consiguió casi de facto quitarme el apetito. Diversos platos de carne y pescado ajenos a mi paladar fueron completando las mesas mientras por mi parte intentaba acomodarme a tan común exceso sin lograrlo del todo.

     La enorme preocupación del personal de servicio del bar ante mis cuitas llegó incluso a parecerme anormal por muy aprehendida que tuvieran la premisa, como si se tratase de un juramento hipocrático, de que el cliente siempre lleva la razón aunque no la lleve. Cuando cortésmente dejaron sobre la mesa varias cartas de postres y me dio por pedir un sorbete de limón la extrañeza se transmutó en denodado objetivismo al escuchar las palabras inquietas que el camarero pronunció tras consultar en cocina: “usted no puede tomar ni huevo ni leche, ¿verdad? Me dicen que el sorbete puede estar contaminado”. Reprimí una estentórea carcajada que me subía como flujo por la garganta y comprendí la evidente confusión: el atento camarero y toda la cohorte de servicio habían dado por supuesto que era alérgico, para mi favor y poder ser sujeto de clemencia, y no vegetariano. 

     Fue en ese preciso instante de disfrute orgiástico e injustas sobras cuando se acercó el anciano. Lo más desalentador que pude pensar al observar su rostro contrito es que tenía el aspecto de una persona corriente. Ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni pobre ni burgués que definiría paradójicamente Chesterton. Cualquier abuelo podría ser. Encorvado sobre sí mismo, más necesitado que lleno de vergüenza y paradigma tal vez de la verdad enunciada por el viejo de Hemingway de que “un hombre puede ser destruido, pero no derrotado»*, cargaba un carro de la compra repleto presumiblemente de cabezas de ajos de las que sostenía una bolsita en su mano izquierda. “Por favor, quieren comprarme ajos”. Se me demudó el semblante, me mordisquee con los dientes el labio superior y, mientras el anciano arrostraba sus ajados pasos por cada una de aquellas mesas rebosantes de personas corrientes como él y tan quejumbrosas de la crisis, mi cabeza comenzó a balancearse monótonamente como la de aquellos perritos que se colocaban sobre la bandeja del maletero del auto. “¿Cómo es posible esto?”. Mi pregunta era retórica, sin más expectativas que mi propia conciencia, pero la respuesta lacónica de Feli, que se hallaba sentada frente a mí engullendo una copa de helado de indeterminado sabor, me dejó más frío que el postre que aferraba entre sus dedos morenos: “a ver, pues sus hijos estarán todos en el paro y aquí está intentando sacar la casa adelante”. Punto. Será la fuerza de la costumbre.

     El anciano tendría al menos setenta años.

     “No es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”, decía el sabio hindú Jiddu Krishnamurti. Cuando nos resulta de idéntica plausibilidad y rutina tanto el rebosar de comida como un vagabundeo famélico; cuando más atención merece un vegetariano voluntario reconvertido sin propio deseo en alérgico que un anciano colmado de escaseces; cuando a pesar del bochorno que evapora la esperanza insistimos en abstraernos contemplando el goteo transitorio de una clepsidra es que destrozamos la brújula que indicaba el norte… Es que estamos muy enfermos.


     * “El viejo y el mar”, Ernest Hemingway, 1952

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Constantino Cavafis

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Kavafis by raschiabarile

     De antemano, vuestras disculpas, ante lo que no es ni pretende ser una reseña, pues se me hace del todo inviable, sino puro sentimiento, lo único a lo que decido acogerme con vuestra venia. Espero lograr explicarme… con lo que ello implique.

     Dijiste: “Iré a otra tierra, iré a otro mar…” Primer verso de la Antología de Cavafis. Noche del 26 de marzo, tumbado en la cama poco antes de que Morfeo me acogiera en sus brazos.
“… que, junto a ese retorno,
pueda también devolvernos nuestra pequeña alcoba”. Dos últimos versos. 9 de abril, sentado en incómoda e innatural postura delante de la pantalla encendida de mi ordenador. Exultante, nervioso y emocionado como ese niño que era hace muchos años poco antes de pasar la última página de cualquier aventura de Mortadelo y Filemón. Placeres de momentos efímeros, pero de infinitos eternos. 

     No os ofendáis, mi sentida intención no es igualar a Cavafis con Ibáñez, y mucho menos comparar sus sensibles poemas con las sencillas viñetas de los agentes de la T.I.A. Mi intención es mi emoción. Tal cual, porque a partir de superar las gruesas dificultades iniciales de tantos versos dedicados a la antigüedad griega, a emperadores romanos y de sobrevivir a las necesarias notas explicativas para no perderme en el caos, sucumbí, me mecí en las olas del mar de Cavafis, que jamás surcó ninguno, y me hizo atravesar tierras ignotas, en las que nunca estuve. Y vibré, como en la vida me ha sucedido en la poesía, cuyos libros eran habitualmente “condenados” a ocupar únicamente el ingrato y breve espacio entre la vigilia y el sueño, entre el sueño y el desvelo matutino… Pero no pude hacerlo así. Cuando me ganó el corazón, Cavafis in aeternum.

     Cavafis, al igual que Kant o tantos otros genios, no abandonó ni por un segundo su ciudad natal, y habremos de suponer que en eso radica lo hermoso y necesario de su pensamiento: que no habita en su mente lugar para nada más que la experiencia de lo vivido, que fue mucho y doloroso (partiendo de su declaradísima homosexualidad). Pura e inigualable contradicción: sobriedad emotiva, anhelo y desprecio de tiempos pasados (tan mejores y tan peores), certeza mortal de incertidumbre, erótica sensualidad, y especialmente esa reposada ironía, que lo es tanto que necesita ser explicada para ser comprendida. Y todo en cada verso, en cada letra… Cavafis era de una meticulosidad que asustaba; diez años podía tardar en modificar y transformar hasta conseguir estar a gusto y satisfecho con un poema. Bendita locura, alabada paranoia, como Hitchcock, Chaplin o Kubrick en el cine, que permiten alcanzar cotas de perfección y hermosura imposibles de abordar con absurdas palabras.

     La vida de Cavafis fue tu alma, surque o no cualquier mar, porque lo imposible del todo es huir de uno mismo. Y hacedle caso, en su amor al desencanto francés de Baudelaire:

     “No confiéis tan sólo en lo que veis.
     La mirada de los poetas es más aguda.
     Para ellos la naturaleza es un jardín familiar.

     En un oscuro paraíso los demás hombres 
     siguen a tientas un camino arduo.
     Y la única luz que, a veces, como chispa
     efímera ilumina su paso
     en la noche es la breve sensación
     de una magnética, casual vecindad,
     corta nostalgia, escalofrío de un instante,
     sueño del amanecer, alegría
     inocente que súbita fluye
     en el corazón y súbita huye.”


     Haced caso al poeta y, por compasión, leed a Cavafis.


Itaca

Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los Lestrigones ni a los Cíclopes,
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los Lestrigones ni a los Cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no lo llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante tí.

Pide que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos antes nunca vistos.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes voluptuosos,
cuantos más abundantes perfumes voluptuosos puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender de sus sabios.

Ten siempre a Itaca en tu pensamiento.
Tu llegada allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguardar a que Itaca te enriquezca.

Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Itacas.


El viejo

En una esquina del café sonoro de murmullos confusos
un anciano sentado se inclina sobre la mesa,
leyendo un periódico, sin compañía.

Y en el ocaso de su miserable senectud 
piensa cuán poco gozó en los años)
cuando tuvo la fuerza y el verbo y la belleza.

Sabe que está muy viejo, y lo siente, y lo ve.

Y, sin embargo, le parece que la juventud 
fue ayer. ¡Corto intervalo, corto! 

Y piensa en qué forma lo embaucó la prudencia,
cómo de ella se fió y qué locura
cuando la engañadora le decía: «Mañana. 
Tienes todo tu tiempo».

Se acuerda de los impulsos que detuvo y cuántas
delicias sacrificó. Ocasiones perdidas
que burla ahora su prudencia insensata. 

…A fuerza de rumiar pensamientos y recuerdos
el vértigo lo invade. Y se duerme 
inclinado sobre la mesa del café.


Murallas

Sin consideración, sin piedad, sin recato
grandes y altas murallas en torno mío construyeron.
Y ahora estoy aquí y me desespero.
Otra cosa no pienso: mi espíritu devora este destino;
porque afuera muchas cosas tenia yo que hacer.
Ah cuando los muros construían cómo no estuve atento.
Pero nunca escuché ruido ni rumor de constructores.
Imperceptiblemente fuera del mundo me encerraron.

«Las tortugas también vuelan» (2004)

Bahman Ghobadi en 2009

     No hay nada tan obsceno como asumir lo inhumano dentro de la cotidianidad. Un film que debiera haber sido protagonizado por adultos por las tristes exigencias que le rodea, viene a ser una historia impúber tan tierna como execrable. Nadie debiera acostumbrarse a dialogar tranquilamente sentado sobre el cañón de un tanque, ni a juguetear mirando en el vientre vacío de los misiles… ni a reír de bebé con el rostro oculto tras una máscara antigás. 

     Bahman Ghobadi, absoluto artífice de este filme como director, guionista y productor, crea, con la presencia sobrecogedora de actores no profesionales que han sufrido en carne propia las consecuencias reales de aquello de lo que hablan y sienten en pantalla, un visceral y terrible alegato antibelicista. La primera película tras la caída del régimen de Saddam Hussein no podía dar más de sí: nadie se acuerda de los nadies, sobre ellos todo Dios sobrevuela, tan vacíos de conciencia como repletos de intereses poco humanos (de la pobreza o la enfermedad no se puede extraer oro negro).
     No hay salvación vestida de uniforme made in USA, ni condescendencia, al fin y al cabo la costumbre es la peor de las maestras. Ghobadi lo sabe y lo deja ver, sin ostentaciones ni diatribas, porque la sencilla realidad, plagada de desgracias, supera una vez más a la más enrevesada de las ficciones.

     En mi infancia vendía gafas 3D para sacar unas pelillas para mis tonteos, la infancia de «Las tortugas también vuelan», ausente por inexistente, dedica todo esfuerzo a ‘tontear’ con la muerte con el único propósito de sobrevivir al despropósito. Como si ello fuera posible.

Y bueno, una vez más como esa imagen que siempre es más creíble que un millón de palabras, os dejo un poco de mal rollo, el justo y necesario para ser un pelín más solidario y responsable a cada paso que damos, a cada decisión que tomamos… Demasiadas cosas hay que agradecer hasta quedarse afónico.

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