Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

«Desgracia» (1999)

     Si hace varios años a algún avispado lector se le hubiera ocurrido hablarme de Coetzee, mi respuesta me habría dejado absolutamente en ridículo poniendo al descubierto mi tosquedad literaria: 
     -¿Qué es un nuevo sabor de helado?
     Por fortuna para mí, otro tosco amigo, en variadas ocasiones ironizaba con sarcasmo en mi presencia sobre la tesis doctoral de su futura (y actual) esposa sobre ni Dios sabe qué escritor sudafricano. Los rebotes de ella eran manifiestos, y como soy en extremo curioso y muy dado a conocer lo desconocido le pregunté por el nombre, sus obras, su vida y me faltó exigirle sus medidas anatómicas: J. M. Coetzee, Premio Nobel de Literatura en 2003. También por fortuna para mí, Marichús, que se llama la susodicha, me tiene en alta estima en lo referente a mi bagaje cultural y ni corta ni perezosa me regala «Desgracia». Tardé en leerlo algo más de lo que Usain Bolt corre los 200m.

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Coetzee by frostyhut

     Y lo curioso es que ni hoy por hoy podría resumir a ciencia cierta de qué trata, porque es tan intensamente profundo y devastador que nos sugiere y enmarca a cada uno de nosotros; en esa mierdecilla que somos, pero que se niega a creerse merecedora de la más nimia de los desgracias o a atreverse a ver como tal aquello que, con nuestro desprecio a la vida, a la dignidad, a los otros…, nos hemos ganado a pulso.

     Coetzee es un amante radical de Sudáfrica, de sus gentes, de su malestar… una persona que odia el Apartheid, el concepto de raza desde lo más profundo. Por eso jamás describe la etnia de sus personajes, el lector ha de suponer si Petrus, por ejemplo, es negro o blanco, pues nunca se dice expresamente a pesar de que pueda resultar evidente el color de su piel a partir de determinados circunloquios. Esto tiene su función, que podrá agradar más o menos, pero la tiene, y es fundamental: Coetzee  nos habla del concepto de clase social y sobre todo del contraste entre la vida en la ciudad y en el campo. De ahí se desprende esa enorme diferencia casi de estilo y género cuando Lurie se marcha a lo salvaje, en la mayor y peor de sus acepciones. Se halla así escrito con total voluntariedad, del mismo modo que en «La edad de Hierro», el contraste brutal es entre la pobreza extrema y la riqueza, sin decir en ningún momento si el vagabundo coprotagonista de esa historia es blanco o negro. 

     Por todo ello, podría decirse que lo fundamental en Coetzee son las decisiones que va tomando cada actor, y la importancia de que nos resulte incomprensible tanto lo bueno como lo malo, porque sólo muestra la percepción de cada uno de ellos. En un mundo hostil, sólo imaginable para las personas que viven en un entorno rural, la decisión de Lucy, pongamos por caso, por incomprensible que pueda parecer para un lector occidental, es una opción por la vida en medio del desastre de su Sudáfrica, es la esperanza de la bondad, no mera adaptación y asunción, de igual modo que la inyección letal del final de la novela, haya de simbolizar la muerte del dolor del mal pasado, con el único fin de sobrevivir.

     Pudiera ser que en esta obra exista ya un problema de fondo y de inicio, y es su propio título: «Desgracia», pues el término inglés original es difícil de traducir al castellano. La desgracia no es lo que les sucede, que es el uso común que le damos al vocablo, desgracia es el sentimiento, y desde ahí debería repensarse el relato, ni como castigo ni como pecado. Cada uno de nosotros somos David Lurie, en su pecado y en su virtud, y eso nos ha de hacer tener esperanzas en la reconciliación, en el perdón, en el abandono de la culpa… 

     Y la película de Jacobs tiene pase, por qué no, pero no le llega al libro ni al betún de los zapatos (a la suela, sí).

     «El disfruta con la alegría de ella, una alegría sin afectación. Le sorprende que una hora y media por semana en compañía de una mujer le baste para sentirse feliz, a él, que antes creía necesitar una esposa, un hogar, un matrimonio. En fin de cuentas, sus necesidades resultan ser muy sencillas, livianas y pasajeras, como las de una mariposa. No hay emociones, o no hay ninguna salvo las más difíciles de adivinar: un bajo continúo de satisfacción, como el runrún del tráfico que arrulla al habitante de la ciudad hasta que se adormece, o como el silencio de la noche para los habitantes del campo».

     «Vuelve a entrar en Ciudad del Cabo por la N2. Ha estado fuera algo menos de tres meses, aunque en este lapso los asentamientos de los chabolistas han tenido tiempo suficiente para saltar al otro lado de la autopista y extenderse hacia el este del aeropuerto. El flujo de los vehículos debe ralentizarse mientras un niño con un palo arrea a una vaca extraviada para alejarla de la calzada. Es inexorable, piensa: el campo va llegando a las puertas de la ciudad. Pronto habrá ganado paciendo otra vez por el parque de Rondebosch; pronto la historia habrá trazado un círculo completo».

«Estación central» (1958)

Youssef Chahine en el Cairo, 1986

Youssef Chahine en el Cairo, 1986

     Existen muchas maneras de hacer cine, y en la década de los 50 convergían diferentes géneros y movimientos en el séptimo arte, muchos de ellos marcados profundamente por el cambio radical de enfoque que supuso la irrupción en el mercado estadounidense de la película italiana de 1948 “El amor”, del director neorrealista Roberto Rossellini. Ciertas asociaciones se querellaron contra uno de los dos episodios del filme, “El milagro”, por tocar temas religiosos de una forma políticamente incorrecta y las autoridades judiciales de EE.UU. decidieron establecer idénticos criterios de libertad creativa en el cine que en cualquier otra disciplina artística. Gracias a esta legislación (que en realidad y grosso modo sigue permitiendo que las películas distribuidas al otro lado del charco sean masacradas por la censura y su particular sistema de calificación) directores de la talla de Elia Kazan, Otto Preminger, Nicholas Ray o Douglas Sirk pudieron rodar filmes impensables en el plano argumental y de calidad indiscutible como “La ley del silencio”, “El hombre del brazo de oro” o las díscolas “Johnny Guitar” y “Sólo el cielo lo sabe”.

     Por esas mismas fechas en Europa, Bresson, Bergman o Fellini demostraban que había vida más allá del cine comercial y en África, como ya demostrara el cine indio, a Youssef Chahine no le hicieron falta criterios externos ni Nihil Obstat para realizar de igual forma un estilo diferente y capaz de aliar de manera impoluta cada una de las tendencias que pululaban por aquel entonces: desde el drama clásico del nombrado Sirk, pasando por el cine social y seco; todo sin renunciar a la pulcritud a la hora de rodar y montar, creando unos juegos de luces y sombras y algunas secuencias muy cercanas al vanguardismo.

     “Estación central” es un ejemplo claro de ese estilo de hacer cine. Aunque las máximas cotas de denuncia social y política llegarán a finales de los 60 con su filme “La tierra”, Chahine, partiendo de una historia enmarcada en el drama e incluso en lo trágico, el amor de un lisiado hacia una vendedora de bebidas, pero sin renunciar a toques irónicos y humorísticos, incide y desbroza como con un bisturí la sociedad egipcia del momento mostrando sin ningún reparo sus miserias: el machismo, la situación general de la mujer, las reclamaciones laborales de los porteadores… y especialmente la incomprensión general ante determinadas realidades de miseria y exclusión que, en violencia sinérgica, llevan a cada uno de los personajes que componen este retrato coral, a un final en parte desolador. No es baladí que el protagonista en el que convergen todas las historias sea una persona con discapacidad, algo poco habitual en este género, y que ocasionalmente ya hiciera Tod Browning en “Freaks”, pero desde una perspectiva muy distinta. 

     Imposible resulta no ver la cantidad de recursos que emplea Chahine en la realización de esta minuciosa cinta, con algunas escenas, como la del baile de la chica en el metro que mucho recuerda a algunas secuencias de “La strada” o “Las noches de Cabiria”, que exploran lo más sesudo del cine europeo, y otras con una sensualidad (marcada determinantemente en alguna ocasión con la mirada fija a la cámara de la protagonista) inviable en otras industrias. Magistral en este sentido de aglutinación de conceptos la escena del pajar, donde sin aparecer en pantalla ninguna escena de sexo y a través de un soberbio montaje de fotogramas se percibe con claridad meridiana los sentimientos que están fluyendo por la mente del tullido Qinawi, interpretado con exquisita perfección por el propio Chahine. 

     Pero no nos dejemos llevar por la amalgama de géneros que podemos disfrutar en “Estación central”, porque en el fondo, como en cualquier drama que se precie, de lo que nos habla Chahine es del amor y sobre todo de su locura, de la necesaria y de la que habríamos de prescindir para que más allá de la miseria y del lodo todo acabe en un profundo beso y no haya éste de ser compartido únicamente por personajes secundarios casi ajenos a la trama.

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Carlos Marzal

Carlos Marzal by GrendelSagrav

Carlos Marzal by GrendelSagrav

En la década de los 80 y los 90 del pasado siglo, en una España atacada por «otra» crisis de la cual, nos decían temerosos tal que ahora, no se podría salir, un grupo de poetas decide romper el molde, acercarse (cuasi invadir diríamos) al lector y, a través de un estilo directo, natural y exento de artificios, hacerle partícipe de lo que siente, de lo que vive, de lo que espera… Fue llamada por algunos poesía de la experiencia, cuyo mayor representante es Luis García Montero -al que dedicaremos inevitablemente otra entrada en una futura ocasión- y grupo al que pertenece Carlos Marzal. ¿Y sabéis algo? Toda esta ínclita información puede hallarse en los libros, tecleando en cualquier buscador de Internet, poniendo el más mínimo y nimio de los intereses. Pero es poesía de la experiencia, y en esos libros, en esa búsqueda de internauta convencido, tras ese mínimo interés sólo descubrirás la verdad común del poema de los Polvos de talco o apreciarás la belleza final de Dicho en silencio y escuchado, si te decides a leerlos, pues «tuyos, de nadie más, son los sigilos, para tanto silencio enamorado». 

     Comparto eso de que si otro lo ha dicho ya mejor que tú, para qué vas a cagarla, y rememoro «El indomable Will Hunting«, a raíz de esto del Absoluto global de la experiencia. Sentados en el banco de un parque, el psicólogo William observa el tranquilo trajinar de los cisnes sobre el lago y tras esperar a que el chirriante Damon se burle de su historia personal decide darle, humildemente, en toda la boca, con esa experiencia incalculable de la que tod@s, de manera especial quienes sintamos ser torpemente inteligentes, deberíamos aprender: 
     – Si te pregunto algo sobre arte me responderás con datos sobre todos los libros que se han escrito, Miguel Ángel, lo sabes todo, vida y obra, aspiraciones políticas, su amistad con el Papa, su orientación sexual, lo que haga falta… Pero tú no puedes decirme cómo huele la Capilla Sixtina, nunca has estado allí y has contemplado ese hermoso techo (…) Si te pregunto por la guerra probablemente citarás algo de Shakespeare: “De nuevo en la brecha, amigos míos” Pero no has estado en ninguna, nunca has sostenido a tu mejor amigo entre tus brazos esperando tu ayuda mientras exhala su último suspiro. Si te pregunto por el amor, me citarás un soneto, pero nunca has mirado a una mujer y te has sentido vulnerable, ni te has visto reflejado en sus ojos. No has pensado que Dios ha puesto un ángel en la tierra para ti, para que te rescate de los pozos del infierno, ni qué se siente al ser su ángel y darle tu amor y darlo para siempre y pasar por todo, por el cáncer. No sabes lo que es dormir en un hospital durante 2 meses cogiendo su mano porque los médicos vieron en tus ojos el que término horario de visitas no iba contigo. No sabes lo que se significa perder a alguien, porque sólo lo sabrás cuando ames a alguien más que a ti mismo. Dudo que te hayas atrevido a amar de ese modo.

     Si habéis llegado hasta aquí, sabréis que para mí, Marzal, por fortuna no es impertinente, y ha debido de sostener más de una tristeza entre sus brazos. Él mismo lo decía no hace tanto en una entrevista por la publicación de su libro de aforismos bajo el maravilloso título de La arquitectura del aire:  “Cuando era más joven, como suele suceder a todos los jóvenes que son inmortales, te permites el lujo del catastrofismo y de la negatividad, y cuando uno va cumpliendo años y le pasan más cosas y se da cuenta de lo frágil y fugaz que es todo, uno tiende a desarrollar como defensa el vitalismo. Me gusta mucho la realidad, no la que nos circunda, pero sí el hecho de pertenecer a ella. Me he vuelto más vitalista y cantor de lo que era”.

     No es nada fácil la sencillez y la supuesta natural pulsión que parecen transmitir al lector los versos de Marzal. Dos de los aforismos contenidos en su última obra se hacen eco de la exigencia de la naturalidad:  “mis improvisaciones requieren de larga meditación” y “cuando muevo una coma, muevo todo lo que he hecho en el día”. La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando, decía Picasso, el genio malagueño. A Marzal le pilla trabajando.


Metal pesado

Igual que sucedía, siendo niños,
con las mágicas gotas de mercurio,
que se multiplicaban imposibles
en una perturbada geometría,
al romperse el termómetro, y daban a la fiebre
una pátina más de irrealidad,
el clima incomprensible de los relojes blandos.
Algo de ese fenómeno concierne a nuestra alma.
En un sentido estricto, cada cual
es obra de un sinfín de multiplicaciones,
de errores de la especie, de conquistas
contra la oscuridad. Un individuo
es en su anonimato una obra de arte,
un atávico mapa del tesoro
tatuado en la piel de las genealogías
y que lleva hasta él mismo a sangre y fuego.
No hay nada que no hayamos recibido
ni nada que no demos en herencia
Existe una razón para sentir orgullo
en mitad de esta fiebre que no acaba.
Somos custodios de un metal pesado,

lujosas gotas de mercurio amante.


Servidumbre de paso

En nuestra sumisión nos consumamos,
en nuestra servidumbre nos crecemos,
vivimos a compás, 
en la angostura de un andar errátil
que nos da la amplitud,
al comprender 
la bella anomalía de este viaje.

Nómadas en esencia,
muchedumbre 
que cruza en extravío
del uno al otro lado de nosotros,
polizones
en la nave del mundo,
huéspedes
al amparo de nadie,
en deuda con la vida, que está en deuda
con el secreto amor que profesamos
a todo trance siempre hacia la vida.
Apátridas por fuerza en nuestro espíritu.

A la buena de un dios en descalabro,
clandestino de mí,
pobre de qué.
señor de dónde,
en un inacabable deambular,
al arte por el arte
de estar vivo.

Un vaso de agua fresca al transeúnte,
un pedazo de pan al vagabundo,
un puñado de sal al peregrino,
que voy en trashumancia,
que voy de merodeo,

voy de paso.


El pozo salvaje

Por más que aburras esa melodía
monótona y brumosa de la vida diaria,
y que te amansa;
por más lobo sin dientes que te creas;
por más sabiduría y experiencia y paz de espíritu;
por más orden con que hayas decorado las paredes,
por más edad que la edad te haya dado,
por muchas otras vidas que los libros te alcancen,
y añade lo que quieras a esta lista,
hay un pozo salvaje al fondo de ti mismo,
un lugar que es tan tuyo como tu propia muerte.
Es de piedra y de noche, y de fuego y de lágrimas.
En sus aguas dudosas
reposa desde siempre lo que no está dormido,
un remoto lugar donde se fraguan
las abominaciones y los sueños,
la traición y los crímenes.
Es el pozo de lo que eres capaz
y en él duermen reptiles, y un fulgor
y una profunda espera.
En tu rostro también, y tú eres ese pozo.

Ya sé que lo sabías. Por lo tanto,

Acepta, brinda y bebe.

Primero de agosto

chauen: cat in the sky by AndySilva

chauen: cat in the sky by AndySilva

     Primero de agosto. 

     Acompasados como dos cadetes en su jura de bandera, el sol y yo nos quitamos las legañas matutinas tras el reciente desperezo. El astro rey lo logra a fuerza de un mecánico y monótono empuje que comienza a regalar su abrazo de luz tras los edificios ocres que se levantan tristes frente a mi balcón. Mi táctica es igualmente metódica y eficaz: me despeja una taza de leche tibia con cacao. De pie, al lado de los cristales innecesariamente traslúcidos de los ventanales, sostengo el tazón en la mano mientras escucho -o a veces tan sólo acierto a oír con la mente dispersa- las noticias de la mañana a través de los altavoces que propagan su inoportuna subjetividad colgados en la pared del fondo de la sala. La señal emitida desde la pantalla del ordenador, entrecortada y mancillada por satélite, parece negarse a ser cómplice de la crónica del día.

     Irisan las luces del alba los rostros y prendas de la familia a la que tangencialmente observo desde la ventana cargar varias maletas en el auto. Con el dorso de la mano se limpia el padre el sudor, excesivo para tan tempranas horas del día, y la mujer, con una sonrisa licuada por los reflejos del sol refractados sobre el techo del coche, urge a los dos niños de corta edad que corretean a su alrededor para que ocupen sus asientos y se pongan el cinturón. Un cling repentino me anuncia que las rebanadas de pan acaban de saltar bronceadas del tostador y al tiempo que las coloco sobre un plato de burda imitación a loza tras refregarlas con ajo y untarlas generosamente con aceite y tomate recuerdo…

     Primero de Agosto. 

     Conducir por la carretera que a lo largo de más de cien kilómetros se adentra en la cordillera del Rif entre las ciudades de Ceuta y Chauen es un intento de suicidio en toda regla. La lóbrega oscuridad apenas permitía pincelar en lo alto los bordes maquetados de los altivos macizos y, aliada metódicamente con la estrechez casi agónica de la calzada y con una velocidad excesiva para las vesicantes condiciones de una vía que diríase diseñada por un asesino en serie, aceleraba el pulso de los cuatro turistas que, con amplios deseos de sobrevivir a la odisea, nos dirigíamos a la perla azul del Rif. 

     A pesar de las horas intempestivas para usurpar la tranquilidad de un hogar, Mohammed, propietario de un hotel en Chauen y amigo incidental de uno de mis compañeros de viaje, nos recibe con una sonrisa satisfecha. Se hace paradigma, carne y sangre de la diyâfa islámica que para el musulmán va más allá de la simple y ya difícil hospitalidad transformándose en un verdadero sentido de amor al extraño. Casi le ofende nuestra gratitud ante aquello que ve con la naturalidad del servicio desinteresado y la delectación de un deber cumplido. 

     Desde las primeras horas del día siguiente Mohammed nos guía ufano, como Virgilio a Dante ante las puertas del Paraíso, en nuestro trajinar por las calles y fachadas refulgentes de la Medina, encaladas de añil y de inevitable evocación andalusí. En la plaza de Uta al-Hammam -reformada sorpresivamente con fondos europeos destinados a proyectos de desarrollo- varios hombres, sentados en la terraza de un bar y ataviados con sencillas chilabas, conversan con moderado sosiego acompañados por rallados vasos de té verde con menta. A la izquierda, imponente y rasgando las nubes, se alza el minarete de la Mezquita casi anexa a los muros rojizos de la Kasbah
     Por una de las calles aledañas a la plaza, nos conduce Mohammed a una tienda de mosaicos. Nuestro particular Cicerone y el dueño del comercio intercambian saludos. “As-Salaam-Alaikum”. “Wa-Alaikum-Salaam”. De los muros del local, como lienzos puntillistas apresados por engarces férreos, cuelgan indeterminados mosaicos de variada tonalidad y desorbitante precio destinados de manera particular -en palabras concretas del propietario- a adornar los patios, galerías y azoteas de edificios construidos al otro lado de los catorce kilómetros de Estrecho. Nos acompaña entonces al taller, a través de una puerta sin dintel que parece fabricada por un ciego a golpe de maza; cruzamos un patio de terrizo escasamente adornado y con una autocomplacencia ignorante y falaz nos muestra a los artesanos que apoyando un cincel sobre los azulejos y golpeándolo cuidadosamente con un martillo los desmiembran en diminutas teselas pegándolas a continuación con íntima delicadeza y ordenado cuidado. Se encuentran arrodillados, con el rostro cobrizo volcado en el trabajo y en el polvo letal que desprende cada golpe de martillo, pero ninguno osa levantar siquiera la cabeza un segundo. 
     La mayoría de los obreros no pasa de los siete años. 

     …

     La familia del auto se ha marchado. Un primero de agosto. Con sus niños inocentes y ajenos. Felices todos de poder gozar de sus merecidas vacaciones. Como lo fueron las mías en Marruecos. Como impensables lo son para los artesanos de Chauen que obstruyen sus pulmones creando piezas exclusivas que serán para disfrute epicúreo de otros. 

     Misma fecha. Primero de agosto. Infantes con divergentes dedicaciones; ni insignificantes ni ignotas para servirnos de consuelo indefectible. Adultos de opciones y decisiones espurias; ni irreductibles ni inmutables. No, no es el dueño del taller de quien hablo. Únicamente al menos. Eso es lo que desearíamos. Que fuera él.

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