Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

Arthur Rimbaud

 Arthur Rimbaud by Leaubellon

Arthur Rimbaud by Leaubellon

Lo dijo Nacho Vegas en Lo que comen las brujas: “y si prefieres vivir en paz contigo en el cielo, antes tendrás que pasar una temporada en el infierno”.

Lo sentía, como Rimbaud, que la TEMPORADA es larga, hasta que la diñes, como bien diría el decadentismo francés, y que el INFIERNO es lo que te sucede mientras osas respirar.

Porque a esa ingravidez vital se asoma como a un abismo «Una temporada en el infierno», de eso tratan sus escasas páginas y versos (a los que dedico de manera distinta y necesaria estas metódicas entradas siempre entregadas a los poetas más que a sus obras): de la lucha desigual entre la fe y la desesperanza, del duelo volátil en el que se enfrascan a diario la muerte y la vida, de la sentencia firme que te condena al dolor y al sufrimiento desde que el doctor te da ese azote en el culo, tan falto de maldad, provocándote el primer llanto de los miles que vendrán.

La temporada de infierno de Rimbaud duró lo justo (quizá en ambas acepciones del término, como bien pensaría el propio poeta), sus 37 años de existencia. Hasta los veinte, cuando decidió tristemente dejar de escribir, podría haberla palmado por cualquiera de esos cientos de motivos que le sirvieron de excusa para experimentar todo lo oscuro, vacuo y profundo de la vida que decidió vivir, sobre todo al lado -e incluso en brazos, para otros- de su “odiamado” Verlaine.
Al final, se lo llevó una bobada, tal vez como tardía respuesta a sus propias palabras al inicio de la obra: “aguardo a Dios con avidez. Pertenezco a una raza inferior desde toda la eternidad”.

Me entristecen profundamente las constantes referencias evangélicas a las que se acoge Rimbaud con el cruel fin de hacer leña de sí mismo, de llenarse de indignidad… de insultarse: “me horroriza mi estupidez”. Mientras niego esa tristeza ingrata, cuyos textos para mí han sido dicha, recuerdo irremediable a Pablo de Tarso, en su epístola a los Romanos, con dos versículos que me muestran lo intemporal del sentir del pobre Arthur: “porque lo que hago, no lo entiendo; porque no practico lo que quiero hacer, sino que lo que aborrezco, eso hago.”

Pero que no nos confunda el subjetivismo, nuestra propia idea de verdad. Una temporada en el infierno es una obra de arte para todos, de manera muy especial para quienes odian la poesía y…, sobre todo, la vida -perdonad lo nauseabundo de mi afirmación- desde esa fe agnóstica que también caracterizó a nuestro Unamuno.

En Los poetas malditos, Verlaine transcribe un poema del igualmente maldecido Tristan Corbière. Un epitafio que es de rigor aplicar a cada uno de ellos, aún más que la cita de Saulo:

“Se extinguió de entusiasmo
y murió de pereza;
si vive es por olvido;
no ser en una pieza
él mismo y su querida
fue su única sin tristeza.
No nació de ningún modo;
va donde el viento le deja;
es cual bazofia compleja,
mezcla adúltera de todo.”

Con Rimbaud me despido, con su “Adiós” y esa fe dolorosa e inquebrantable que le acompañó hasta el fin de sus días: “la visión de la justicia es placer exclusivo de Dios”.

    Adiós

¡Ya el otoño! Pero por qué tener nostalgia de un sol eterno, si estamos comprometidos en el descubrimiento de la claridad divina, – lejos de la gente que muere mientras pasan las estaciones.

El otoño. Nuestra barca alzada entre brumas inmóviles toma rumbo hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme en el cielo tiznado de fuego y de barro. ¡Ah! ¡Los harapos putrefactos, el pan mojado por la lluvia, la ebriedad, los mil amores que me han crucificado! ¡No terminará nunca este vampiro que reina sobre millones de almas y de cuerpos muertos y que serán juzgados! Me sueño con la piel roída por el barro y la peste, llenos de gusanos los cabellos y las axilas y lleno de gusanos todavía más gruesos el corazón, tendido entre desconocidos sin edad, sin sentimientos … Podría haber muerto.

… ¡Ominosa evocación! Execro la miseria.

¡Y temo al invierno porque es la estación de la comodidad!

– Algunas veces veo en el cielo playas infinitas, cubiertas de naciones blancas gozosas. Una gran embarcación, por encima de mí, agita sus pendones multicolores con las brisas de la mañana. He creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. Ensayé inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Creí adquirir poderes sobrenaturales. ¡Y bien! ¡Debo enterrar mis imaginaciones y mis recuerdos! ¡Una bella gloria de artista y narrador desechada!

¡Yo! ¡Yo que he sido llamado mago o ángel, dispensado de toda moral, soy devuelto al suelo, para buscar un deber, y para abarcar la realidad rugosa! ¡Aldeano!

¿Estoy equivocado? ¿La caridad será hermana de la muerte, para mí?

Finalmente, pediré perdón por haberme nutrido de mentira. Y adelante.

¡Pero ni una mano amiga! ¿Y dónde podría obtenerla?

Sí, la hora nueva es al menos muy severa.

Por lo tanto puedo decir que la victoria está conseguida: los chirridos de dientes, los soplidos del fuego, los suspiros apestados están mitigándose. Todos los recuerdos inmundos desfallecen. Mis nostalgias recientes se diluyen, los celos por los mendicantes, los bandoleros, los amigos de la muerte, los postergados de toda índole- ¡Condenados, si yo me vengase!

Se requiere ser absolutamente moderno.

Ni una pizca de cánticos: llevar la delantera. ¡Dura noche! ¡La sangre seca humea sobre mi rostro, y no tengo nada delante, sino este horrible arbusto! … El combate espiritual es tan brutal como la batalla de los hombres; pero la visión de la justicia es el placer de Dios solamente.

Sin embargo, es la víspera. Recibamos todos los influjos de vigor y ternura real. y al alba, armados de una ardiente paciencia, entraremos en espléndidas urbes.

¿Qué hablé sobre una mano amiga? Una buena ventaja es poder reírme de los viejos amores mentirosos, y cubrir de vergüenza a esas parejas estafadoras, – vi el infierno de las mujeres allá abajo ;- y me será concedido poseer la verdad en un alma y un cuerpo.

«Días sin huella» (1945)

Billy Wilder by Zanfymario

Billy Wilder by Zanfymario

Delante de una hoja en blanco (o pantalla siendo más exacto) el amante del cine aparece ausente de palabras ante un personaje peculiar, e incluso rara avis, en el metódico mundillo de Hollywood. Billy Wilder, europeo, que en algo se debió notar su diferencia estilística a la hora de rodar al igual que sucediera con su admirado Lubitsch, dirigió cerca de cincuenta años, y en medio de la vorágine de producciones para las que no se escatimaban recursos para que vieran la luz. Sin embargo, en este largo período de actividad Wilder «sólo» realizó 26 filmes, de las cuales también ejerció como guionista, fueran adaptaciones o propios. De tan concreta producción fue nominado 21 veces a los Oscar, de los que ganó dos estatuillas como director y tres como guionista.

Pero en realidad, estos detalles son meros datos curriculares que de ninguna manera objetivizan la importancia capital del director estadounidense dentro de la industria del celuloide. Tal vez fuera el primero con pasmosa claridad junto con John Ford, que creara un estilo de una pulcritud exquisita y que a lo largo de los años mantuviera una comunión posible entre calidad y comercialidad. Ver el cine de Wilder con los simples ojos del siglo XXI es hacer un flaco favor al arte, pues nada nuevo tal vez pueda apreciarse bajo el sol en sus filmes si no se es capaz de ver más allá del montaje, pero contemplando el cine de Hollywood anterior a la irrupción del maestro de origen austríaco puede afirmarse sin exceso de celo el cambio de ciclo que supuso y su nítida influencia en sucesivas generaciones de directores.

Tampoco es baladí recordar su amplitud de miras, aunque sea más recordado por sus comedias románticas (con un inmenso trasfondo crítico y lacerante más allá de las risas y los besos): «Con faldas y a lo loco», «Un, dos, tres», El apartamento»… Wilder demostró con una solvencia inaudita su capacidad para arrostrar otros géneros, desde la intriga judicial («Testigo de Cargo») hasta el drama («El crepúsculo de los dioses») o el cine noir («Perdición»).

El filme dramático que nos ocupa podría considerarse la radiografía perfecta y dolorosa de la vida de un alcohólico, y junto con la abisal y adelantada a su tiempo «El hombre del brazo de oro» de Otto Preminger sobre la vida de un heroinómano, uno de los retratos más lúcidos sobre la dependencia. La cinta mucho más conocida «Días de vino y rosas», del también más dedicado a la comedia Blake Edwards, siendo también de una crudeza milimétrica en el trato de la decadencia, no alcanza según mi opinión el nivel excelso y medido de «Días sin huella», traducción absolutamente demencial y abstrusa hacia el sentido profundo del filme cuyo título original es bastante más explícito: «The lost weekend».

Una película necesaria, para familiares, educadores, alcohólicos que no lo saben o no osan reconocerlo… y una maravilla para los amantes del cine.

12 de octubre (I)

Durante las semanas del mes de octubre, en falso homenaje a esa fiesta hispana en la que muchos no entendemos qué hay que celebrar, compartiré un relato (en tres partes). Y que no se os olvide, niños y niñas, Colón no descubrió América, ya estaba allí antes de que llegara.

11 de Octubre ULTIMO DIA DE LIBERTAD DE LOS PUEBLOS by Demonh86

11 de Octubre ULTIMO DIA DE LIBERTAD DE LOS PUEBLOS by Demonh86

12 de Octubre. En una noche de obscuro tono gris aciago. Al menos para mí.

Acabo de morir. Hace apenas unos minutos aún podía percibir mi viscosa sangre, evidentemente roja, desplazarse plácida desde la base del cráneo y recorrer la comisura de mis labios para desmarcarse, gota tras gota, por la barbilla hasta unirse sin ningún resentimiento con el arenoso suelo del parque.

Dicen que cuando mueres ves aparecer ante tus nuevos ojos etéreos un profundo túnel de luminoso fin. Y en medio de esa áurea luz surge entonces, espontánea, la poderosa presencia física de aquél a quien uno psíquicamente espera: el iluminado Siddartha Gotama, el profeta de la Meca, cualquier at-man, el Mesías deseado, o quizá, en la más absoluta sencillez, encontremos a la entrada de esa sempiterna puerta a la propia familia si, por humana causalidad, pasó nuestra vida sumergida en un denodado agnosticismo.

Yo vi a Jesús. Cruel capricho de tener algo más en común, además del color de la sangre, con los siete samurais que decidieron acabar, a fuerza de alevosía, golpe y risotada, primero con mi hábito innato de tomar aliento y respirar, y en segundo término, más doloroso, con mi otrora animoso orgullo. A pesar de mi embotada, magullada y entumecida mente pude oírles gritar con radical complacencia que la Biblia sacralizaba su conducta. Génesis. Sin embargo, en mi personal túnel de ultravida, resonaron espléndidas, como soberana antítesis factual, las palabras del maestro de Galilea: “Apartaos de mí, malditos de mi Padre, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles, porque fui extranjero y no me recibisteis”. Casi al mismo tiempo, dirigido a mí, me pareció escuchar de dulce voz el reclamado imperativo categórico: “Ven”. Síntesis. No podía ocurrir de otra manera. Un Mesías hebreo, encarnado en medio de un pueblo esclavizado por manos ajenas y esclavizante para las propias, suscribe la divina comprensión para todo humano sometido. Para mi humanidad sometida, golpeada, ultrajada.

Triste y fútil consuelo en mi último hálito.

Lo peor fue el primer golpe. Inesperado y seco como un mal augurio que pasa a ser inexorable noticia. Noticia de muerte. Nuestro involucionado pensamiento dificultosamente cree que puede ser la propia vida objeto flagrante de la más mínima desgracia. Los desastres sólo osan acercarse a umbrales extraños que, con torpeza infinita, acaban por permitirles desesperanzados una entrada que ya evoca triunfo. Yo era demasiado firme como para dejarme manejar por las circunstancias –olvidé a Ortega, craso error-; era demasiado inteligente como para verme vencido por un alterego. Y ahora, eternamente muerto, un rencor imbécil ante la filosofía de quien no conocí jamás nace a partir de una duda: ¿cómo se atrevió Sartre a escribir que éramos libres del todo? ¿Responsables del todo? ¿Tal vez libertad para morir? Alguien me ha robado mi libertad para morir matándome libremente. Y de nada me sirve pensar que fueron siete esclavos de una misma y solitaria idea. Una idea que no otorgaba convencimiento para una mundana victoria. Porque tenían miedo, qué extraño. Su absurda seguridad sólo les invitó a rodearme después de verme tumbado en el suelo, sorprendido por un primerizo ataque a traición. Nadie en su sano juicio tiene miedo a su propia idea, esto sólo puede ser característica compartida por animales poco racionales y de genio enfermizo. Nos atrevemos a temer, de manera exclusiva y excluyente, las consecuencias directas e indirectas de nuestras ideas. De este modo, nos sentimos tan libres de culpa y de facto que ya estamos potencialmente capacitados para la hora de acometer la innoble causa de perpetrar el más brutal de los asesinatos. Lo único importante es que nadie pueda percatarse de la hazaña porque, por supuesto, mis siete antagonistas estaban unánimemente convencidos del merecido cumplimiento de mi condena. Más aun tras cada golpe salvaje. He sido convertido en involuntario paradigma de la injusta realidad del chivo expiatorio. Girard aplaudiría escandalizado ante tan violenta piedra de tropiezo. Todo el mundo tiene sus motivos.

Continuará…

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«Nosotros» (1924)

Yevgeny Zamyatin, por Boris Kustodiev (1923)

Yevgeny Zamyatin, por Boris Kustodiev (1923)

“El nosotros proviene de Dios, y el yo, a su vez, del diablo”. Esta concisa y pragmática frase soltada a bocajarro y con más reflexión de la deseada por D-503, protagonista de la novela de Zamiatin, podría ser un resumen perfecto de la sociedad y el pensamiento uniformado al que están sometidos desde la más ingrata creencia en la libertad los habitantes del inexistente país en el que se desarrolla la trama de la mejor obra distópica de las que he tenido el gusto de leer. El remate a la faena puede de igual manera determinarse gracias a las mecánicas conclusiones extraídas de una mente de inexistente individualidad, con número de identificación cual código de barras en clara disonancia con el concepto de ser humano que ni aparece de forma concreta en toda la novela, y cuyas ideas han sido concebidas, como en implante, para asentir sin discernir en cualquier momento y lugar: “con absoluta certeza uno está enfermo cuando siente su propia personalidad”.

“Nosotros”, la obra de visionario futuro concebida por Zamiatin y prohibida hasta 1988 en su país natal, fue escrita sorprendentemente en 1921 y supuso la irrupción clara en la literatura del género distópico y todas sus características tipo más allá del primer acercamiento de Jack London a principios del siglo XX con su novela “El talón de hierro”. El propio Orwell reconoció abiertamente la influencia de “Nosotros” a la hora de lanzarse a escribir “1984” pocos meses después de leer al escritor soviético (el Bienhechor y El Gran Hermano son hermanos univitelinos), y aunque las resonancias en “Un mundo feliz” de Huxley no son tan meridianamente claras como en el caso del autor de “Rebelión en la granja”, por mucho que el británico renegara de haber tenido conocimiento de la obra de Yevgeni Zamiatin antes de escribir su novela más conocida el choque cultural ciudad versus mundo salvaje, reminiscencias religiosas de marcado componente cristiano, los lavados de cerebro o los métodos reproductivos son evidentes rescoldos de lo expuesto metódica y taxativamente en “Nosotros”.
     Tras disfrutar (verbo he de decir no del todo apropiado en virtud del mal cuerpo) con la lectura de esta poderosa creación tanto en el plano narrativo como estilístico -ambos cargados de sarcasmo, ironía, directividad y lapidación de innumerables fundamentos ideológicos- no es de extrañar las vicisitudes de la obra y su autor a lo largo y ancho de una vida de exilio y diáspora. Algunas perlas contenidas en la novela de Zamiatin sobre las maldades de la individualidad pasan por la consideración socio-política de que “el hombre ha podido ser una criatura civilizada al levantarse el primer muro” , que “el alma es una enfermedad”, que la fantasía y los deseos hay que curarlos aunque sea atando a los seres más predispuestos a creer en los sueños a una mesa de laboratorio e inyectarles la libertad de no pensar, o a hacer un comentario jocoso a años vista sobre las elecciones libres de antaño (según nuestro a veces sujeto de compasión D-503) realizadas “en forma secreta, es decir, se escondían como ladrones.”

De igual modo y acierto al estilo directo que emplea Zamiatin a la hora de desarrollar la trama y el argumento, es la manera epistolar en la que están divididos los capítulos de la novela, compartidos por un narrador equisciente, que a partir de unos inicios nada titubeantes parece ir modificando su conducta y forma de entender el mundo que le rodea desde el preciso instante en el que gracias a la única realidad que nadie es capaz de controlar: el amor y la capacidad natural de ver al otro como persona, sintiéndose por momentos hasta incapaz de asumir y justificar sus propios pensamientos y valores en una especie de renuente e inmediata paradoja entre lo que escribe y lo que piensa.

Pero no nos engañemos, ese narrador, único conocedor de la historia y que parece querer otorgar frustrada esperanza al interlocutor futuro es el protagonista de una obra distópica y no ha de esperarse o presuponerse el milagro del individuo libre frente a la masa informe. En las distopías, por desgracia, como en la realidad que tantas veces supera a la ficción, no es spoiler hablar de finales desastrosos y ausentes de esperanzas.

Para finalizar, esta vez un único fragmento, que de nuevo deja ver bien a las claras el sentido global de la obra de Zamiatin:

«Incluso nuestros antepasados adultos sabían que la fuerza es el origen del derecho y que éste es una función de la fuerza. Imagínense dos platillos de una balanza: en una los gramos, en la otra una tonelada, en una «yo» en la otra «nosotros», el Estado Único. ¿No es evidente que suponer que yo pueda tener derechos sobre el Estado Único, y que un gramo pueda equivaler a una tonelada, es lo mismo? Por lo tanto, la tonelada es el derecho, el gramo es el deber. El único método para pasar de la parte ínfima a la magnitud es olvidar que uno es un gramo y sentirse como una millonésima parte de la tonelada».