Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

Motivos versus excusas

no-excuses     Dice el saber popular aquello tan veraz de que las excusas son como el culo, todo el mundo tiene uno. El caso es que por mucho que intentes disimularlo bajo unos hermosos pantalones no impide que la peña aprecie con notoria transparencia lo que hay en el fondo. Luego están los motivos, que haberlos haylos, y la denominada ética de situación consigue taxativamente que algunos seres de planteamientos laxos o escala de valores distraída pretendan convertir en ellos sus excusas, mas si dentro del fango subsisten los planteamientos éticos de ciertos individuos habrá que buscar excusas mejores que aquellas que consisten de facto en priorizarse a uno mismo por encima de los demás.

Parece ser que se presentó en su pobre domicilio con dos carpetas llenas de papelajos. Rosario, que no sabe ni leer ni escribir tan sólo quería ahorrarse algo de dinero en la factura del gas y de la luz como es de suponer. Viviendo en un alquiler social de la barriada de Moreras y entrando en su saloncito no hay que haber estudiado ingeniería industrial para saber que la mujer, maltratada por un marido alcohólico gracias cuyas patadas en la barriga sufrió algún que otro aborto, no tiene de sobra. El tipo repeinado a gomina, traje de chaqueta tipo los hombres grises de Momo y estilográfica en la mano derecha como una mágnum dispuesta a cometer el más ruin de los asesinatos, colocó los contratos encima de la mesa.
“Firme, verá que bien”. Imagino que le lanzaría de manera pueril y ladina sin esperar a que llegará el hijo de la señora para comprobar ciertos datos.
Y Rosario, que no piensa mal de nadie a pesar de los motivos que tendría para ello, cogería la estilográfica y preguntando “¿Dónde? ¿Aquí?” marcaría una rúbrica por la que ahora debe más de dos mil quinientos euros y ya le han cortado el gas y esperando está que hagan lo propio con la luz.
Lo más probable es que el tipo de traje gris, satisfecho y orgulloso ante el deber cumplido, guardara los papeles firmados en su carpeta y tan sólo fuera capaz de pensar en que había conseguido una comisión, y la vida está como para no dar gracias a Dios por tamaña bendición.

El alterego se llama Diego, varón de cuarenta y cinco abriles bastante mal llevados, vecino también de Moreras y con mujer, hija, yerno y nieta a cargo, que si bien no viven en el domicilio es como si lo hicieran en cada hora viperina de la comida. Ningún ingreso más allá de las chapuzas matutinas o vespertinas que lo tienen a mal traer de acá para allá buscando un mísero euro que echarse al bolsillo raído de sus pantalones de obrero. Por un conocido había recurrido a él la mujer que lo observa, con un nene en brazos, arreglar el termo de la cocina por unos diez euros, creo recordar. Cuando ha terminado la mujer suspira, se dirige al marido y se echa mano al bolsillo.
“Y ahora a buscar más dinero para dar de comer a éste”. Suelta con desasosegante naturalidad mientras mece a la criatura que sostiene.
Diego, cargado de motivos, se negó a cobrarle un céntimo, dejándose llevar por lo que consideró correcto más allá de otra ambición, y se marchó a su casa, tal vez ni satisfecho ni orgulloso, pensando en su esposa, la hija, el yerno y la nieta no mayor que el de la mujer cuyo domicilio acababa de abandonar.

«Existe Auschwitz, por lo tanto no puede existir Dios», comentaba Primo Levi, un ser marcado por la tragedia, en una entrevista a un periodista italiano. El también judío y escritor Sally Perel lo decía de manera muy similar: «no soy religioso porque Dios y Auschwitz son incompatibles». Entonces me viene a la mente Maximilian Kolbe, un fraile franciscano de cuarenta y siete que portaba el número 16.670 en el campo de exterminio polaco donde pasó dos años. Cuando en 1941 el coronel de las SS Karl Fritzsch eligió a diez presos para ser ajusticiados en represalia por un fugado, Kolbe escuchó de boca de uno de los elegidos: «Pobre esposa mía; pobres hijos míos». Se adelantó y pidió ocupar su lugar:
«Soy un sacerdote católico polaco, estoy ya viejo. Querría ocupar el puesto de ese hombre que tiene esposa e hijos».
Como tras pasar tres semanas en ayuno forzoso hasta la muerte en una celda subterránea, donde llegaron a comerse sus propios excrementos, aún sobrevivía junto a otros tres condenados, Kolbe y sus tres compañeros fueron asesinados por los nazis administrándoles una inyección de fenol.

No estamos en Auschwitz, que también serviría de meridiana excusa muy cercana al motivo, y obviando la opción -accesible a todos- de Kolbe, en la mayoría de nuestras decisiones no está en juego la vida, ni la propia ni la de los seres queridos; o al menos si han de estarlo sería en idéntica medida a la de aquellos que son afectados por nuestras excusas pírricas. Me quedo con Diego y sus motivos.

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«Mientras agonizo» (1930)

Portrait of Faulkner by JackRaz

Portrait of Faulkner by JackRaz

“Mi padre decía que el sentido de la vida era prepararse para estar muerto mucho tiempo”. Esta angustiosa afirmación, puesta en boca de Addie en el único e indispensable capítulo que Faulkner le concede a la matriarca del clan Bundren -protagonistas y antagonistas absolutos desde la primera a la última línea de esta obra maestra de incalculable valor literario-, resume todas las miserias que decide atravesar dicha familia en su perverso y fétido viaje en pos de la nada. Cada uno de los hijos de Addie -Cash, Jewel, Darl, Dewey, Vardaman- y aun más su patético marido Ase tienen intransferibles motivos para cargar con el ataúd de la madre y esposa a través del Sur de los Estados Unidos y agonizar a la vez que ella, aunque prácticamente todos ya se estaban pudriendo desde hacía mucho tiempo. Lo más ridículo y absurdo es que ni el más mínimo de esos motivos está movido por un leve atisbo de generosidad y respeto hacia el ser que les dio la vida; cabe pensar con escaso margen de error que incluso ese último deseo de Addie, ser enterrada en Jefferson a insufribles kilómetros de distancia de su hogar, tiene como única inspiración seguir hostigando a Ase hasta después de muerta. Pero Addie, en su extraña bondad y en su sentimiento de culpa, es con todo el miembro más amable y tierno de la familia Bundren; tal vez porque la forma más eficiente para que hablen bien de uno es estar ya descansando en la tumba.

El propio título, “As I Lay Dying”, es toda una declaración de intenciones sobre el trajinar peregrino de esta dolorida familia del sur. Como ya sucediera con «El ruido y la furia», Faulkner lo hace recurriendo a un verso de una obra clásica, esta vez a la Odisea de Homero: “mientras moría, con la espada clavada, y ella, la de cara de perro, se apartó de mí y no esperó siquiera, aunque ya bajaba al Hades, a cerrarme los ojos ni juntar mis labios con sus manos”. Sólo que en esta ocasión la Addie agonizante es Agamenón y Ase, metódicamente descrito por Faulkner como el ser con expresión de perro apaleado, su cruel esposa Clitemnestra quien, en el colmo de la indecencia, otorga a la literatura uno de sus más brillantes e inesperados finales cuando aún no ha sido soltada la pala con la que excava la tumba.

Las analogías y conexiones entre «El ruido y la furia» y «Mientras agonizo», escritas apenas con un año de espera, son tan notorias que a veces se me hace imposible no pensar en las dos obras como partes de un todo global y que no pueden ser entendidas la una sin la otra. La decadencia del sur y la autodestrucción familiar, tan presentes en toda la obra de Faulkner, cobran en ambas novelas un sentido profundo y metaliterario a través de ese estilo narrativo tan peculiar, complejo y creativo, tan doloroso y marcado por percepciones. Quizá sea un íntimo deseo personal que en nada cuadre con la voluntad del escritor norteamericano, pero se me antoja pensar que, para llegar a la cuadratura del círculo, Faulkner -tal vez influido por su propia experiencia vital- nos entrega un ápice de esperanza decidiendo que la maldad y aburguesada vida de los Compson los convierta en cenizas, mientras que en el otro polo la paciencia y el sacrificio de Addie transforme a los Bundren, una tradicional y sencilla familia del sur, en supervivientes -aunque destrozados- en medio de la tormenta. Puede ser que casi todos sean unos pobres desgraciados hijos de perra (que diría Marzal), pero comprendes tan bien aun sin justificarlos el por qué han llegado a serlo que uno apenas se atreve a ser eco del pensamiento de Addie: “pecado y amor y miedo sólo son sonidos que las personas que nunca pecaron ni amaron ni tuvieron miedo usan para eso que nunca sintieron y no pueden sentir hasta que se olviden de las palabras”. Todos tenemos algo de lo que avergonzarnos sin la necesidad de que surja alguien de la nada, tipo Cora Tull -uno de tantos figurantes que componen este retrato coral-, que nos recuerde, a fuerza de bien y de palabras mal entendidos, nuestro pecado e indignidad. Hasta ganas de tachar sus párrafos me entraban.

Con todo, «Mientras agonizo» me ha resultado más dúctil dentro de la peculiar idiosincrasia de su autor, digamos. Posiblemente porque el flujo de pensamiento característico en los personajes de Faulkner es menos marcado y sobre todo porque Vardaman, el menor de los Bundren, no es Benji Compson a pesar de sus evidentes similitudes expresivas y de estructura mental y esto hace que la narración avance con más naturalidad y se haga más asequible (el primer capítulo de «El ruido y la furia», escrito desde el punto de vista de Benji, discapacitado mental, es de una complejidad casi excesiva). De manera antagónica el personaje más extraño y hasta complejo de entender en «Mientras agonizo» puede que sea Darl, el hermano inteligente y reflexivo del que resulta infranqueable acertar si es narrador de sí mismo o del propio Faulkner: describe situaciones con una sutileza extraordinaria cuando es probable que ni estuviera presente y en el último capítulo del que es voz la narración sobre sí mismo la realiza en tercera persona. Su tour de force con Jewel a lo largo de toda la novela: hermano malo-predilecto versus hermano bueno-obviado, algo que la madre se siente incapaz de evitar a pesar de la supuesta injusticia del hecho, nos transmite con extrema lucidez lo débil de la condición humana y la inoportunidad de cualquier juicio. ¿Qué pretende Darl? ¿destruir el cadáver dañando a su hermano o, desde la única cordura del seno familiar, poner fin a lo absurdo y falso del viaje? Addie opta por Jewel, su particular Dios, con esa ilógica confianza que es blasfemia para los oídos abstrusos de su vecina Cora: “Él es mi cruz y será mi salvación. Me salvará de las aguas y del fuego. Incluso cuando haya soltado mi último suspiro, me salvará”.

Yo sé que opto por los Brunden, con sus incoherencias, mentiras y egoísmos, pues me reconozco a lo largo de mi vida en cada uno de ellos. He sido cruz y salvación, hermano bueno y malo, esposo sacrificado e infiel… pero tan sólo si el mago Faulkner hubiera sido capaz de trasladar a papel mi fluir de pensamiento se me reconocería en la sincera indignidad que merezco.

Para terminar algunos fragmentos de esta obra del inimitable Faulkner:

    «Recordaba que mi padre solía decir que la razón para vivir era prepararse para estar muerto durante mucho tiempo. Y cuanto tenía que verlos día tras día, cada cual con sus pensamientos egoístas y secretos, cada cual con su sangre distinta a la de los demás y a la mía, y pensaba que al parecer era mi único modo de prepararme para estar muerta, odiaba a mi padre por haberme engendrado. Solía estar deseando que cometieran alguna falta, para así poder zurrarles. Cuando la vara caía, podía sentirla en mi propia carne; cuando les levantaba cardenales y verdugones, era mi sangre la que corría, y a cada golpe de vara pensaba: ¡Ahora vais a saber quién soy! Ahora soy alguien en vuestras vidas secretas y egoístas, soy quien ha marcado para siempre vuestra sangre con la mía».

    «Era como si mientras el engaño sucedía en silencio y monótonamente, todos nosotros hubiéramos aceptado ser engañados, favoreciéndolo con nuestra inconsciencia o puede que cobardía, pues toda la gente es cobarde y prefiere de un modo natural cometer una traición, ya que ésta tiene un aspecto cómodo».

    «Mi madre es un pez».

«La mujer del chatarrero» (2013)

Danis Tanovic

Danis Tanovic

En 2001 un desconocido documentalista de guerra dirige su primer filme, del que también es autor del guión: la ácida comedia negra, muy al paso del primer Kusturica, y crítica visceral a la guerra “En tierra de nadie”. La cinta, que sorprendió a propios y extraños, se alzó con numerosos premios y nominaciones, entre los primeros el Oscar y el Globo de Oro a la mejor película en lengua extranjera. El director se llama Danis Tanovic, y el año pasado volvió a enamorar a crítica y público en la Berlinale con la más redonda y metódica “La mujer del chatarrero”.

En la mejor línea del cinéma vérité que alcanzó su auge en la década de los años 60 junto con el Free Cinema británico y evidente heredero del estilo de Varda, el director bosnio nos regala un poderoso docudrama que deja a la altura de la suela de una alpargata los últimos resquicios del cine social del otrora ejemplar Ken Loach. El título original, “Un episodio en la vida de un chatarrero”, es mucho más eficiente y práctico a la hora de hacer visible lo que Tanovic quiere que presenciemos y seamos testigos de primer orden, pues de eso se trata, de la ausencia de superficialidades y de derrumbar castillos cámara en mano y renunciando en el montaje a cortar secuencias elocuentes que nos hacen formar parte directa de lo que narra: la mirada espontánea del niño a la cámara, algún choque fortuito… El episodio del que somos testigos es el aborto natural de la mujer de un chatarrero, Nazif, un gitano de pura cepa cuya interpretación recibió el Oso de Plata al mejor actor, que tiene que soportar las más arduas injusticias y desprenderse hasta de lo necesario para poder operarla, pues no tienen Seguro médico. Tras recibir el premio, acompañado de su esposa Senada, partenaire en el filme de Tanovic, este hombre humilde que vive en un campo de refugiados y al que Alemania ha negado el asilo político tan sólo acertó a decir: “dejaré de ser pobre y podré tener una vida mejor para que mis hijos puedan estudiar y yo pueda pagar un seguro médico para toda la familia”. Fue humo. Y es que lo más inaudito de este terrible drama humano es que los hechos que cuenta se basan a pie juntillas en un suceso real, un episodio común en la vida monótona de este auténtico chatarrero, que en la primera y última escena del filme va a por leña como si nada hubiera pasado, consciente de que aún restan muchas batallas que luchar.

 

Una película solidaria, justa, equilibrada, de una compleja y difícil austeridad que jamás se acerca a la lágrima fácil ni a ese sentimentalismo tan de Hollywood que aleja al espectador de la realidad. Necesaria, para todos, y de manera esencial para quienes creen que todo funciona en perfecto equilibrio desde su torre de marfil. Un uppercut directo a la mandíbula, que atrae la esperanza y la gloria de que, como demuestran los vecinos de Nazif y Senada del campamento, no es necesario tener de sobra para ser solidario; lo único preciso es la dignidad del ser humano, que trata al otro con la espontaneidad de saber que necesita ayuda.

Prohibir la solidaridad

Pegatina contra el desalojo del Rey Heredia

Pegatina contra el desalojo del Rey Heredia

Entra en la oficina con un bebé que duerme plácido y común en un cochecito de segunda o tercera mano. Se sienta frente nuestra, coloca el carrito a su lado y lo mece suavemente asiéndolo por la barra horizontal tras escuchar un leve gemido de su nieto. Paqui es de los pobres responsables y generosos. Sólo se presenta en la puerta de Cáritas cuando la vida ya no le da para más; siempre delicada, razonable y razonadora en una extraña conjunción holística en personas sometidas en exceso a la debacle emocional.
– Hola, Paqui, sentimos verte por aquí otra vez. Te veo más apagada… -le digo envuelto en sinceridad.
El equilibrio suele ser por norma general otra de las virtudes asociadas a esta mujer bajita, de cara rubicunda, pecas menudas en el rostro y pelo alborotado teñido de rubio. Algo bien merecedor en sí mismo de una generosa consideración habida cuenta de que en su domicilio no entra el más mínimo ingreso desde hace años y que sufre la terrible desgracia de vivir sola, lo que significa que su situación lastrada no es prioritaria para nadie a pesar de tener a su cargo a su hija y su nieto. Paqui parece no querer romper la imagen de dignidad asumida que la precede desde tiempos remotos y narra sus días como quien lee un código de barras.
Tiene depresión desde hace varios meses, ganas de morirse y está en tratamiento. Apenas se echa algo a la boca en los últimos días, pero le avergüenza volver a ir al comedor de Trinitarios donde buena parte de las personas que asisten tienen una peculiar manera de comportarse, por ser fino, y están en númerus clausus.
– ¿Y por qué no vas al Rey Heredia? Han abierto un comedor social y dan de comer a todo el mundo mientras haya olla.
Paqui mira a mi compañero con cara de no saber ni de lo que habla.
– ¿El Rey Heredia? ¿Qué es eso y dónde está?
– Es un centro social y cultural que han creado unos vecinos justo detrás de la Torre de la Calahorra -respondo como quien ha inventado la rueda-. Lo verás en cuanto te pases por allí. Hay pancartas en la puerta y demás. Está en un antiguo colegio que cerró el ayuntamiento y lleva meses sin actividad de ningún tipo y sin interés por su parte de volver a usarlo en beneficio de la zona, por lo que los vecinos lo han ocupado y han pedido que se lo cedan.
Paqui mira a su nieto. Da las gracias, dice que se pasará seguro en esta semana y llora, a pesar de su denodado interés por mantener incólume su imagen de guerrero universal sin derecho a la emoción.

Decía Gandhi aquello de que lo peor de la gente mala es el silencio de la gente buena, y lo afirmo con rotundidad, mas existe algo si no peor al menos igualmente deleznable y que más daño otorga: lo peor de la gente mala es impedir a la gente buena que realice las bondades que ellos se niegan a realizar. Será temor a quedar en entredicho, a perder argumentos… a mirarse delante del espejo y echarle la culpa a él de lo feo que es uno por dentro.
El alcalde de Córdoba, generoso donde los haya, solicitó al juez orden de desalojo para las personas que, con el apoyo de Acampada Dignidad, ocupaban el centro Rey Heredia. Digo el alcalde porque la decisión fue unilateral, no pasó ni por Pleno, ni por ningún despacho del consistorio. Una orden directa al abogado sorteando cualquier posible oposición y necesidad de enfrentarse a las incongruencias y lanzado una serie de acusaciones que parecen más de patio de colegio que de un representante político. El Ayuntamiento ha recortado las ayudas y recursos sociales de tal manera y con tamaña falta de conciencia que, por ejemplo, en seis meses las trabajadoras sociales ya no disponían de fondos para tramitar ayudas de emergencia. Eso sí, ya que no cuento con recursos colaboro en dar noticias de los que ofrecen otros como si de mí dependieran y editan una guía de entidades privadas de reparto de alimentos aunque la mayor parte de esos organismos, Cáritas Parroquiales, no les hayan dado permiso para estar incluidos por no estar de acuerdo con las políticas sociales de estos trápalas. Ni qué decir tiene que en la capital no existe un comedor municipal y que tan solo entidades privadas ofertan ese recurso como pueden o salen por la noche a repartir bocadillos o una sopa caliente a los sin techo.
El centro social Rey Heredia da de comer a unas 100 familias al día, tiene huerto social, biblioteca, clases de apoyo, talleres de muy diversa índole…
Gracias a Dios la justicia a veces no es ciega y la Audiencia Provincial ha estimado el recurso presentado por el vecindario y Acampada Dignidad paralizando el desahucio hasta que se decida abrir vista oral o archivar definitivamente la denuncia. Hasta un informe de la Policía Nacional avalaba, no sólo que las instalaciones no habían sufrido deterioro, sino que estaban en mejores condiciones que antes de la ocupación.

Paqui regresó a la oficina a las dos o tres semanas. Lleva comiendo desde entonces en el Centro social, y su depresión tiene época de vacas flacas, no gracias a la medicación ni al Ayuntamiento. Es voluntaria del Rey Heredia, y va varios días a la semana a colaborar con el centro social. La solidaridad no se puede legalizar ni prohibir. El Rey Heredia no se cierra.

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