Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

Vacaciones justas

Gracias a las ínclitas reformas del gobierno auspiciadas por la Europa menos solidaria de la historia, tener trabajo es un lujo que agradecer. Lo más curioso es que tal y cómo está el patio, también es un lujo tener vacaciones, un lujo casi tan de agradecer como el trabajo, porque gozar de curro no da derecho per se de disfrutar del derecho a vacaciones.

Que el descanso nos sirva para la solidaridad, para preparar el siguiente compromiso, para retomar con fuerza el camino de la lucha socio-política por los semejantes.

Por los niños y niñas que seguirán cavando en las minas.
Por los que no dejarán de empuñar un arma.
Por las niñas esclavas sexuales.
Por las mujeres que continuarán hilando en talleres clandestinos.
Por…

No dejamos de ser solidarios y justos por tener vacaciones, pero tal vez un poco sí si no las valoramos en su exacta medida ni recordamos durante el verano y el resto del año que en parte de nosotros y nosotras depende, de nuestros actos y decisiones, que todo el mundo pueda tenerlas.

¡¡HASTA SEPTIEMBRE!!

Family Holidays by Anuk

Family Holidays by Anuk

 

«Matar a un ruiseñor» (1960)

Atticus Finch - The Great Levelers by KV-Arts

Atticus Finch – The Great Levelers by KV-Arts

Hay sucesos extraordinariamente notables en la vida y que tal vez sólo puedan ser entendibles porque algún dios o espíritu benévolo los ha insuflado con su aliento. Es el caso de la dama sureña huidiza de la notoriedad Nelle Harper Lee y su única obra literaria, «Matar a un ruiseñor», que recibiera el Premio Pulitzer en 1961.

Podemos poner las pegas que queramos, decir de manera reiterada y casi obtusa que apenas hay ensayos literarios ni crítica especializada que estudien en profundidad la novela… quizá porque es en extremo simple. Vale, pero «Matar a un ruiseñor» -probablemente porque parte de un deseo de compartir una experiencia, de una necesidad vital inextricable- es una lectura de un profundo calado social y de una ternura insondable. No hay duda de que también sea lo que la autora pretende, con una historia de marcado componente autobiográfico, en la cual la narradora principal, Scout, una niña de seis años que aún sin comprender del todo las cosas de los adultos, muestra un respeto y una admiración por su padre, el abogado Atticus Finch, tan contagiosos que no es fácil encontrar en la literatura un personaje tan honesto y coherente por encima de cualquier eventualidad.

Hablar de los valores humanos de la novela, de su oposición frontal al racismo y a los prejuicios a partir de la condena predispuesta sin derecho a réplica al negro Tom Robinson, y de la rectitud moral de Atticus a pesar de las consecuencias personales y familiares que conlleva la defensa de Tom en los tribunales, es fácil y obvio, pero no ha de perderse de óptica el trasfondo educativo y la importancia de los referentes para lograr contemplar la vida y las relaciones desde otra perspectiva. Por todo ello no son baladíes los primeros capítulos donde Harper Lee, aún a riesgo de ralentizar la lectura, disecciona el ambiente, las características de las gentes y la relación entre determinados estratos sociales en la población ficticia de Maycomb, en Alabama.

Al contrario que su amigo de infancia Truman Capote, del que se distanciara por su actitudes cuanto menos de dudoso compromiso ético tras colaborar con él en la elaboración de la novela «A sangre fría», Harper Lee (curiosamente descendiente del general Robert Lee, quien encabezara al ejército confederado durante la Guerra Civil) huyó de la fama, y tras sentirse tal vez satisfecha con su responsabilidad literaria, siguió en el ostracismo, negándose a hacer entrevistas y a aparecer en público, a pesar del éxito de su novela, que Robert Mulligan llevara a la gran pantalla de forma magistral en 1962 legándonos la interpretación contenida, sobria e inolvidable de Gregory Peck como Atticus. Con él os dejo.

https://www.youtube.com/watch?v=epDzwYiZiwA

Matar a un hombre

Gaza_15.07.2014

Niña herida en los bombardeos de Gaza

No existe nadie lo suficientemente estúpido como para justificar el asesinato de un semejante por motivos económicos o políticos. “Sí, el caso es que necesitaba una pelillas y se me fue la mano”, o “es que votaba a otro partido y ya me estaba tocando las pelotas”. Como visto así no tiene la más mínima lógica, el único argumento al que podría aferrarse un ser humano para acabar con la vida de otro y salir indemne de la purga sería de índole ético. Y ahí está lo chungo, convencer al público asistente de que la vida debe de considerarse un bien menos importante de proteger en relación con otros derechos. Cuando un ser de calidad moral media, no hace falta ser Gandhi, Luther King o Madre Teresa, observa en un medio de comunicación (si es que osan) algunas instantáneas de las consecuencias desastrosas de los bombardeos de Israel sobre la población infantil en la franja de Gaza hay que hilar muy fino para vender la moto al susodicho de que ese chico de nueve, diez u once años con la cara destrozada por proyectiles y metal líquido se lo merecía vete tú a saber por qué componente histórico y en virtud de la complejidad que asola el conflicto palestino-israelí desde finales de los años 40 del pasado siglo.

Uno de los motivos éticos más sólidos a los que aferrarse, generalmente falaz en virtud de la realidad por poco que se escarbe, es el de la legítima defensa; el cuál, por norma general ha de presuponer o una inmediatez que impide reaccionar de otro modo, o que el daño que se vaya a producir sea equiparable o al menos nunca mayor que el que se ha sufrido. Estos dos supuestos últimos de identidad viperina -más allá de que partan del hecho más o menos discutible de que la vida de otro es de inferior valor a la mía- se sustentan a su vez en dos teorías ancestrales y vetustas nunca demostradas en función de su utilidad: la Ley del Talión o la doctrina de la Guerra Justa, como si estas dos palabras no supusieran en sí mismas una neta contraditio in terminis.

En este sentido la realidad estadística sí que es sólida de cojones: en dos semanas de «enfrentamientos» (disculpad las comillas) dos israelíes muertos frente a 250 palestinos. Ni legítima defensa, ni Ley del Talión, ni Guerra Justa… ni partes nobles. Sólo resta entonces aquello a lo que, a pesar de que no pueda sustentarse ni sobre pilares de mármol, invoca el cruel con la connivencia y el silencio soez de las democracias occidentales:

«Detrás de cada terrorista hay decenas de hombres y mujeres sin los cuales no podría atentar. Ahora todos son combatientes enemigos, y su sangre caerá sobre sus cabezas. Incluso las madres de los mártires, que los envían al infierno con flores y besos. Nada sería más justo que siguieran sus pasos. Deberían desaparecer junto a sus hogares, donde han criado a estas serpientes. De lo contrario, criarán más pequeñas serpientes».

Lo dijo la diputada del Parlamento Israelí Ayelet Shaked, y aquí no pasa nada, porque es obvio y una verdad de Perogrullo que la vida de las serpientes vale mucho menos que la de los seres humanos, al fin y al cabo es lo que el régimen nazi opinaba de los judíos, que no podían ser considerados seres humanos; o lo que argüían los dueños de las plantaciones de algodón respecto a los esclavos negros, que eran menos dignos que las mascotas; o la comunidad Afrikáner frente a la mayoría de color durante la segregación racial del Apartheid.

Podríamos reconsiderar cualquier otra opción viable por muy ilógica que pudiera resultar, o incluso recurrir con éxtasis a la firmeza indócil de los motivos ideológicos, pero prefiero invocar a Jean-Luc Godard que en uno de sus últimos filmes, rememorando al teólogo Castellion, suelta una verdad que quizá necesite menos demostración empírica que el tema de las serpientes: “matar a un hombre para defender una idea no es defender una idea, es matar a un hombre”*.

Y aún no he hablado de la injusticia política y territorial de Israel con el pueblo palestino. Sería demasiado largo, así que dejo esa imagen que vale más que mil palabras.

palestina

* «Nuestra música» (Jean-Luc Godard, 2004) 

 

Licencia Creative Commons Matar a un hombre por Rafa Poverello se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

«La gran ilusión» (1937)

15699491315_872ae5e620_bUno no sabe realmente ni por dónde meterle mano a la trascendencia de Jean Renoir en la historia del séptimo arte, ya desde la poco reconocida en su momento “Toni” (1935), un drama sobre unos emigrantes que trabajan en una cantera y cuyo estreno supuso un giro de 360º adelantando todas las características que serían base para el neorrealismo italiano de los años 40.

Tal vez sea injusto dedicar la entrada de esta semana a “La gran ilusión” y no a “La regla del juego”, que también -o aún más- es de una genialidad ineludible, pero uno tiene sus preferencias vitales y del mismo modo que Renoir dijo aquello de que “hice La gran Ilusión porque soy pacifista”, yo la elijo por idéntico motivo, aunque decir simplemente que el filme es uno de los más claros alegatos pacifistas de la historia del cine resta valor a la mayoría de sus virtudes.

No obstante, es preciso decir y anotar con rotulador fluorescente que sus valores

Jean Renoir by monsteroftheid

Jean Renoir by monsteroftheid

golpeaban de forma tan rotunda en las sienes del fascismo y el nacionalsocialismo que su estreno fue prohibido de manera taxativa en Italia y Alemania, en este último país gracias a la machacona insistencia de Goebbels, a pesar de que a Göring, por ejemplo, le gustara. Hasta en Francia el guión fue rechazado por varios productores y sólo gracias al interés mostrado por Jean Gabin, actor del momento y que nos regalaría algunos de los más apabullantes papeles realistas de toda una generación (“Quai des brumes, 1937, o “Pépé-Le-Moko”, 1938) podemos disfrutar probablemente de esta joya del cine. Digamos que no quedaba bonita esa confraternización entre oficiales franceses y alemanes, ese comandante alemán lisiado y que acabó representando la decadencia de los antiguos regímenes a pesar de que el papel que interpretará Von Stroheim fuera inicialmente de apenas cinco minutos, ese poner rostro al enemigo y compartir cama entre una mujer alemana y un oficial francés, escena que ni siquiera fue mostrada en las democráticas pantallas de Estados Unidos hasta 1958.

Pero la película del gran genio francés va un paso más allá; «La gran ilusión»
adelanta uno de los temas trasversales de su obra: la diferencia de clase, y que tan magistralmente retratara dos años después en la ya nombrada «La regla del juego». En el campo de concentración puede apreciarse que la mayor barrera entre los seres humanos no es el rango ni la nacionalidad sino la clase social.

El filme de Renoir, paradigma de la exploración en el terreno de la improvisación tanto a nivel de reparto como diálogos característicos de su estilo de hacer cine, tiene tantas interpretaciones y símbolos antibélicos y de cambio social y político que daría para una tesis doctoral. Conformémonos, que no es poco, con verlo y disfrutarlo. El crítico y documentalista inglés Basil Wright comentaba al respecto: “al criticar La gran Ilusión es necesario destacar el hecho de que sólo puede ser juzgada con los patrones más altos”.

https://www.youtube.com/watch?v=_fAiIqVLf4E