Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

Mi fe en la humanidad

«Surgiendo de la nada hemos alcanzado
las más altas cotas de la miseria”
(Groucho Marx)
Hyena by DJ88

Hyena by DJ88

Decían algunos humoristas antes de contar un chiste aquello de que “esto es verídico” y no le queda al que suscribe otro remedio que apuntar tan escaso proemio ante el subsiguiente drama, pues de no ser de este modo bien podrían entrar los hechos con suma facilidad en la cuantiosa esfera de la duda, y darle pábulo podría considerarse asunto de infantes exentos de cordura.

Aurora había cumplido un siglo y aunque la muerte se mostraba de lo más persistente a la hora de pretender conducirla al otro barrio, su corazón vital y su genio pronto y aguerrido le concedieron ingentes treguas en medio de esa lucha desigual. Soltera, sin hijos (que no está de más especificar este segundo punto) y con las dificultades económicas de un presidente de gobierno con pensión vitalicia sus sobrinas nunca fueron santas de mi devoción. Daban la impresión de que hasta meaban agua bendita.

Cuando pocos meses antes de cumplir el uno de más sobre cien agonizaba regalando a la vida sus últimos alientos, las sobrinas, apostadas como alimañas al lado de la cama ya se estaban repartiendo el dinero y los vestidos que colgaban inanes dentro del armario de su habitación. Falleció de madrugada y dos auxiliares que habían compartido sufrimientos con la anciana y que le otorgaron merecimiento la engalanaron para el momento postrero de la existencia con uno de sus trajes más hermosos. A las pocas horas vestía una bata medio rota y descolorida porque el traje que llevaba puesto le quedaba de perlas a la madre de quien ordenó quitárselo. En la terraza de un bar, justo al lado de la residencia de mayores, y al tiempo que seguían distribuyendo beneficios brindaban las susodichas a escote comentando jocosas que quien invitaba era la difunta.

A la mañana siguiente alguien no llegó a su hora al funeral, había comenzado la ceremonia y sentándose junto a una compañera de trabajo preguntó con la inocencia que da la ignorancia:
– Oye, no veo el ataúd, ¿dónde está Aurora?.
– ¿Que no la ves? Allí, allí, acércate.
Entornó la vista, medio cegata y vencida por la oscuridad del templo. Sobre una vara de hierro y anclada en un soporte también metálico podía verse con suma descortesía la urna que contenía las cenizas de Aurora.
– Ja, así nos ahorramos el transporte del coche fúnebre desde el tanatorio a la iglesia y desde la iglesia al cementerio. Lo traemos en la mano y ya está -soltaron las sobrinas diabólicas con la sensibilidad de quien dice buenos días a algún vecino en el ascensor.

Lo de menos fue que de la habitación se llevaran hasta las macetas y que se pasaran más tiempo dentro recolectando favores una vez fallecida que en todos los años en los que Aurora aún tenía el vicio común de respirar.

Y bueno, entonces ¿a qué coño viene lo de mi fe en la humanidad con tamaña dosis de bestialidad? La fe no ha de buscarse en las crueles canallas que han contado con el absurdo privilegio de coprotagonizar los últimos suspiros de Aurora, sino en la indignación que ha recorrido la mente de al menos el noventa y nueve por ciento de los seres humanos que han logrado soportarme hasta esta línea. Eso espero, en eso confío. En la espontaneidad de vuestros corazones.

Licencia Creative Commons Mi fe en la humanidad por Rafa Poverello se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

«Promises» (2001)

Promises-frenteExiste una teoría social -que más que teoría es sin duda de un empirismo extremo- llamada de manera común la construcción del enemigo y en cuyas bondades se basa, por ejemplo, la última obra del escritor y filósofo italiano Umberto Eco titulada prácticamente igual: «Construir al enemigo».

Ahora, como suele corresponder en estas lides, tocaría hablar de los motivos ineludibles que me han llevado a colgar el documental que nos ocupa en el blog, así como hacer un recorrido a lo largo de la ínclita filmografía de sus autores y explicar finalmente la patente relación entre el odio entre pueblos y la educación y que mucho tiene que ver con los prejuicios hacia aquél que debemos odiar por norma como si fuera una verdad de Perogrullo.

El caso es que no voy a hablar de esos motivos ineludibles, porque siempre habrá quien le saque punta a todo (el filme es una producción israelí) y le dé por tirar piedras a los buenos intentos y propósitos; y sería demasiado corto lo de detenernos en el resto de filmes de las tres partes implicadas en su realización, pues a excepción del mexicano Bolado ni Shapiro ni Goldberg han rodado más; y por último lo de los prejuicios y la magnífica teoría de la creación del enemigo se refleja en sus imágenes más que en mil palabras.

El argumento es fácil. En una etapa de relativa calma entre las comunidades israelíes y palestinas, desde 1997 a 2000, los realizadores ponen en contacto a niños de ambos grupos en edades comprendidas entre los nueve y los doce años. El resto sólo puede verse.

Dicen que uno de los mayores ‘aciertos’ de la guerra global es que ya no es necesario enfrentarse cara a cara con el contrario, sino que con una bomba lanzada desde mil metros de altura puedes destruir a tu oponente sin resquemores y sin tener que mirarle a los ojos mientras lo haces. De similar modo que no es lo mismo comerse una loncha de jamón de york que te acaban de poner en el plato que tener que matar al cerdo tú mismo y descuartizarlo para obtener idéntico fin.

Nadie nace llamando al otro, a la otra enemigo, son procesos y ningún niño nace tampoco con prejuicios.

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PROMISES (Documental) from Sefaradi Torah on Vimeo.

«1280 almas» (1964)

1280 almas by hardriff

1280 almas by hardriff

Si es verdad eso que comentaba Saramago en una entrevista acerca de que “no soy un pesimista, sino un optimista bien informado” resulta claro a todas luces que Jim Thompson es el culmen de la buena información. Leer sus obras de novela negra es como dispararse un tiro en el corazón al inicio de la primera página y estar agonizando y moribundo hasta cerrar la contraportada.

Igual dan los motivos del míster para tener una concepción tan desoladora del ser humano y de su naturaleza: echarle la culpa a sus enfermedades o a su alcoholismo, a la marcada presencia demencial de su padre -sheriff corrupto, estafador, mala gente- que le sirve de clara y derrotista imagen en sus novelas, o a una especie de deprimente chovinismo. El caso es que al lado del nihilismo de tipos como Nick Corey el interesado pragmatismo del agente de la Continental de Hammett, el estoico laconismo de su detective Sam Spade o el desesperado sarcasmo del Marlowe de Chandler son pecata minuta. Sin temor a exagerar hasta el juez Holden de “Meridiano de sangre” es un monaguillo que apenas acaba de despegar en sus cotas de maldad.

Y en este punto llega lo más infame del horrendo protagonista de “1.280 almas”; es tan supuestamente bobalicón, básico y absurdo en sus planteamientos que antes de que uno pueda darse cuenta y a pesar de la burrada que está aconteciendo o de aquella que sin duda en breve va a suceder, se está tronchando de la risa con un personaje extremadamente anodino que bien podría ser tu vecino del quinto, ese que te saluda cada mañana en el ascensor con cara de no haber roto un plato. El retrato en primera persona, falto de continuidad discursiva en la cabeza de Corey, quien sólo hace lo que decide hacer por hartura, por misantropía, por miedo a perder… pero con un método repensado crea un sentimiento de impotencia y desazón en el lector que ni siquiera puede lograr el sheriff adjunto Ford de “El asesino dentro de mí”, que al fin y al cabo es un psicópata. ¡Qué se puede esperar!

Una de las ilustraciones de Bernet para la
edición de la novela de Libros del Zorro Rojo

    “Existen treinta y dos maneras de contar una historia y las he usado todas,pero sólo existe una trama: las cosas no son lo que parecen”, dijo Thompson sobre las novelas. Tan verdad es dicha afirmación que en sus obras no importa en absoluto que desde el principio sea de dominio público quien es el “malo”, pues lo realmente indescriptible e indescifrable es el por qué detrás de cada natural brutalidad. Como en Macbeth, como en Otelo, como en Rey Lear, dentro de cada ser humano existe un atisbo de locura que conduce irremediablemente a la tragedia y en este sentir cáustico y perverso nada tiene que envidiar Thompson a Shakespeare, aunque los monólogos que nos muestran los personajes del novelista norteamericano -más allá de que sean el único recurso para entender si fuera ello posible su actuar- tiendan más a lo tragicómico y a lo patético que al puro drama vital. Quizá por ello nos resulten de manera irremisible más sorpresivas.

Puede que se debiera a uno de sus ataques de egolatría, pues no es que Thompson fuera un total desconocido cuando dejó este mundo habiendo colaborado en el cine con directores de la talla de Kubrick (“Atraco perfecto”, “Senderos de gloria”) y fueran algunas de sus obras llevadas a la gran pantalla antes de morir (“La huida” de Sam Peckinpah, 1972), pero insistió a Alberta, su mujer, para que guardara todos sus manuscritos, pues en diez años sería un autor reconocido. La verdad es que acertó de pleno, vaya que sí, y a la pregunta que muchas veces me hago de si, en mi caso, preferiría ser famoso en vida y que me olvidaran a los pocos años de palmarla, o por el contrario morirme de asco sin un céntimo pero ser recordado para la eternidad siempre me respondo que lo segundo, y Thompson lo ha logrado, con sufrimiento y confianza en escribir lo que creyó que debía escribir, por encima de cualquier otra falaz necesidad.

Desde ahora, cada vez que me sienta optimista estoy condenado a pensar en Thompson.

Y para finalizar unos agradables fragmentos de la novela de Thompson.

    «Ya no se lo echo tanto en cara, porque he visto montones de personas más o menos como él. Personas que buscan soluciones fáciles a problemas inmensos. Individuos que acusan a los judíos o a los tipos de color de todas las cosas malas que les han ocurrido. Individuos que no se dan cuenta de que en un mundo tan grande como el nuestro hay muchísimas cosas que por fuerza tienen que ir mal. Y si alguna respuesta hay al porqué de todo esto -y no siempre la hay-, vaya, entonces es probable que no se trate de una sola respuesta, sino de miles.

    Pero así era mi padre: como esa clase de personas. De los que compran libros escritos por un fulano que no sabe una mierda más que ellos (de lo contrario no se habría puesto a escribir libros) y que al parecer tiene que enseñarles las cosas. O de los que compran un frasco de píldoras. O de los que dicen que la culpa de todo la tienen otros y que la solución consiste en acabar con ellos. O de los que afirman que hay que entrar en guerra con otro país. O… Dios sabe qué».

    «Niñas indefensas que gritaban cuando sus propios padres se metían en la cama con ellas. Hombres que maltrataban a sus mujeres, mujeres que suplicaban piedad. Niños que se meaban en la cama de miedo y angustia, y madres que los castigaban dándoles a comer pimienta roja. Caras ojerosas, pálidas a causa de los parásitos intestinales, manchadas a causa del escorbuto. El hambre, la insatisfacción continua, las deudas que traen siempre los plazos. El cómo-comeremos, el cómo-dormiremos, el cómo-nos-taparemos-el-roñoso-culo. El tipo de ideas que persiguen y acosan cuando no se tiene más que eso y cuando se está mucho mejor muerto, Porque es el vacío el que piensa, y uno se encuentra ya muerto interiormente; y lo único que se hace es propagar el hedor y el hastío, las lágrimas, los gemidos, la tortura, el hambre, la vergüenza de la propia mortalidad. El propio vacío.»

«Bueno, en eso consiste mi deber. En no hacer nada. Por eso me votan los electores«.

La inequidad de la muerte

The Gallows by icarosteel

The Gallows by icarosteel

Lo advirtió la hija, severamente preocupada, antes de salir de casa. Llamó a su madre, que no tardaría en llegar y se lo expuso en los términos más pragmáticos y objetivos posibles habida cuenta de la situación nada extraordinaria en los últimos meses:

“Papá no se ha querido levantar. En cuanto llegues insístele, que sabes que si no se queda todo el día en la cama, y salís a dar un paseo”.

Cuando abrió la puerta del dormitorio su cuerpo pendía igual que un muñeco de trapo del ventilador de lámpara del techo con una toalla aferrada alrededor del cuello. Fueron apenas quince, veinte minutos de soledad encontrada los que le concedieron la oportunidad, pero al llegar los servicios de emergencia ya no pudieron hacer nada.

La viuda no olvidará jamás el día de la muerte de Robin Williams, porque fue esa misma jornada infausta la que se llevó a destiempo la vida atravesada de su marido, aunque nada dijeran los periódicos ni los diarios de lo mucho que la hacía reír, de su buen carácter o de que estaba invadido por una depresión como si un virus alienígena se hubiese apoderado de su ser, de su esperanza y de su alma toda. Porque la muerte no trata a todos de idéntica manera, ya lo sabemos, y podríamos quizá recurrir a la conclusión autoexculpatoria de que a este buen señor, de nombre y rostro ignotos, no lo conocían nada más que cuatro pelagatos, aun a sabiendas de que para esos cuatro pelagatos su existencia fuera meridianamente más importante y fundamental que la vida y andanzas de Williams para las decenas de millones de personas que se hicieron eco del fallecimiento del ínclito actor.

Pero existe otra verdad de cariz menos agradable. Las causas del suicidio de un genio al estilo de Williams -algunos de cuyos títulos han levantado enfervorizada admiración como es mi caso más allá de su histrionismo con “Good Morning, Vietnam”, “El indomable Will Hunting” o “Insomnio”- puede conducir al desencanto, a la rabia o a la desilusión más plácidos, del tipo de colgar una frasecita en el muro de Facebook o una escena de uno de esos filmes que tanto nos emocionaron e hicieron vibrar. Ahora, lo del esposo y padre es otra historia de las que es más jodido encontrar la frase de rigor que, entre otras cosas, supere el ostracismo habitual en los medios de comunicación: los motivos de su depresión eran que había cumplido ya cincuenta años, se había visto obligado a pedir la baja por enfermedad para una operación, y entre la Seguridad Social y la empresa estaban haciendo apuestas a ver cómo podían conseguir que no le quedara ni derecho a paro ni a pensión. A la postre no tuvieron que preocuparse de nada.

El año pasado veintisiete personas se quitaron la vida por temas relacionados con la llamada crisis económica, que más bien debería nombrarse como crisis de partidas presupuestarias, pues para según que cosas hay dinero a mansalva. Cuatro pelagatos recordarán sus nombres, su vida y sus memorias. Habrá que hacer eco, para no olvidar esa otra verdad de conciencia que tan bien plasmara Samuel Miller Hageman e hiciera harto conocida Robert Silverberg en su durísima obra “Muero por dentro”: todo sonido terminará en el silencio, pero el silencio no muere jamás. La conciencia grita, con dolores de parto, y aun en su silencio, dentro, no morirá jamás.

Licencia Creative Commons La inequidad de la muerte por Rafa Poverello se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://indignadossinparaguas.blogspot.com.es/2014/09/la-inequidad-de-la-muerte.html.