Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

«Cenizas y diamantes» (1958)

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famous polish director… by MichalTokarczuk

Hay cosas difíciles y otras casi imposibles que rozan el milagro. De entre estas últimas está la de sortear la férrea censura comunista de la posguerra en los países del Este. Wajda saca nota.

Nacido en Suwalki, el noroeste de Polonia en 1926, ya apuntaba maneras cuando con dieciséis abriles se convirtió en combatiente durante la ocupación nazi de su país en la Segunda Guerra Mundial. Tras algunos años dedicándose a la pintura y tal vez incisivamente dispuesto a mostrar las desgracias personales y ajenas sufridas en aquella nada dúctil etapa, antes de cumplir treinta años se estrenó en el cine con una trilogía sobre este hecho histórico: «Generación» (1954), sobre el movimiento de la resistencia; «Canal» (1957), que narra el levantamiento del gueto judío de Varsovia en 1943; y, posiblemente, la mejor de las tres, rodada con apenas un año de diferencia, «Cenizas y diamantes» que comienza con el primer día de paz tras el fin de la guerra y nos va mostrando, a partir del asesinato de un inocente cometido por error, la lucha entre el idealismo y el instinto de supervivencia que se convirtieron en la representación de la desilusión de todo el pueblo polaco sometido al comunismo.

Wajda, a partir de un guión supuestamente sobrio y preciso, hace un uso exhaustivo y firme del lenguaje simbólico -partiendo de las mismas gafas de sol que lleva el personaje principal durante todo el filme- que desarbola toda la maquinaria de control socio-político del partido comunista, pero que empapa al espectador de desencanto y falta de confianza en el poder, el estado y las ideologías. La fama internacional y los premios cosechados por la cinta en varios festivales -entre ellos el de Venecia- pusieron a las autoridades soviéticas en un absoluto compromiso, obligándoles, en buena medida, a dejar en paz al director y casi reírle las gracias que tocaban de pleno la estructura política de los países del Pacto de Varsovia mientras parecía hablar de injusticia y dramas sociales. Un diálogo que tiene lugar en la película define a la perfección el espíritu que lo rige:
Policía: ¿Cuántos años tienes?
Chico: Cien.
Policía: (abofeteándole) ¿Cuántos años tienes?
Chico: Ciento uno. Sigue leyendo

«Muero por dentro» (1972)

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Robert Silverberg

Hay tipos de esos injustamente desconocidos y casi condenados al ostracismo para la mayor parte de los mortales. Tipos que supieron adaptarse para lo bueno y para lo malo, que crearon cuentos bazofia (según sus propias palabras, justo después de recibir el Premio Hugo en 1956) para ganarse la vida usando el simple don de la ubicuidad de sus obras, pero que fueron capaces de crear novelas inmortales durante casi una década, novelas de una clarividencia que las conducen al camino inigualable de sortear géneros a pesar de que, al igual que le sucediera a su contemporáneo Ray Bradbury, se le encuadre de manera habitual y poco ortodoxa en la ciencia ficción.

Si buscáis a ese tipo se llama Robert Silverberg, y si queréis esa obra de dimensiones cósmicas que puede servir de paradigma es “Muero por dentro”, un exquisito tratado filosófico sobre la esencia del ser humano y que fue creado de manera ejemplar a partir de la simple y manida idea de la telepatía.

Que el pobre David Selig, protagonista terrible de “Muero por dentro”, tenga el poder de leer la mente es un aspecto obviamente transversal, pero en cierta medida trivial. De lo que trata la novela de Silverberg y que el autor plasma de manera inequívoca y omnímoda desde el mismo título es de la relación entre los seres humanos, la incomunicación y la forma de entenderse a sí mismos. No es difícil hallar paralelismos entre este libro y “El increíble hombre menguante”; ambos tratan de dos personas diferentes al resto, una por su capacidad para leer el pensamiento y otra porque poco a poco va reduciendo de tamaño hasta desaparecer, y esas realidades condicionan su visión del mundo y de sí mismos. Incluso en los finales de sendas obras se hace referencia explícita a Dios y al Cosmos como la nada que somos y la necesidad de aprender a relacionarse desde lo que somos. No ha de ser casualidad pues que, en “Muero por dentro”, cada vez que Selig usa el maldito don con las personas que ama las acaba perdiendo. Siempre e indefectiblemente.

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Chorizos

    Eugenio, con su melena tipo El Puma perlada de canas y una piel cobriza de haber echado muchas horas de sueldo indigno cosechando el campo de algún terrateniente usurero, es un hombre grande, por dentro y por fuera. Cuando estira la mano para ofrecérmela y se la estrecho parecen mis dedos diminutas anchoas apresadas en una lata de aceite. Es grueso también el tono de su voz, igual que si procediera del averno, y de un hablar fluido, en ocasiones casi incomprensible. Se afeitó los pelos de la lengua hace lustros, cuando le dio por informarse de todo y contar con los suficientes datos como para callar la boca al más pintado con similar premura y precisión a la empleada por un camaleón cuando dispara la lengua y se zampa a un díptero.

    Nos comenta que, en una entrevista que le hicieron, por formar parte de la asociación Barrios Despiertos, tuvieron la idea de preguntárselo. “¿Qué opinión tienes sobre la delincuencia que hay en tu barrio?”. Huelga decir que Eugenio, cabeza de una familia de seis miembros -entre los que se incluye la mujer más tres generaciones- y que sobrevive con 426 euros de pensión, tiene una vivienda social en una de las dos zonas más severamente castigadas por la exclusión de la castísima ciudad de Córdoba.
– ¿Delincuencia? -preguntó a su vez sorprendido por la cuestión que se le planteaba-. En mi barrio no hay delincuentes, mujer, hay chorizos; los delincuentes están en el parlamento, en el ayuntamiento…

No hace falta que lo explique mucho a la concurrencia, pues todos los presentes en el taller de familias sonríen entusiasmados con la gracieta. Lo que sí que se le ocurre es lanzar al aire el paradigma tras varias elucubraciones mentales.
– Ninguna familia puede vivir con 426 euros. Y quien lo diga no es verdad. Todos hacemos chapús: chatarra, coger setas o espárragos en el campo, vender ajos… y a ir tirando.
Se gira y como en un suspiro velado lo suelta a continuación, con una naturalidad envidiable sólo al alcance de quien sabe lo conveniente aunque para quien no pasa necesidad no debiera hacerse.
– Claro, que yo tengo la luz y el agua enganchás desde hace la tira de tiempo, si no no hay manera de llegar a fin de mes. Y que digan o hagan lo que quieran, porque yo no le voy a dar prioridad a pagar la luz y al agua en vez de comprar comida y de dejar un dinero cuando cobro para que mi hija pueda seguir yendo al instituto, que tiene que llevarse algo de comida y pagar el bono del autobús.
Y entonces surge el paradigma.
– Un vecino de mi bloque lleva ya un par de meses en arresto domiciliario de fin de semana por enganchar la luz.
– Un momento, Eugenio -salto como un resorte desde mi asiento y a poco estoy de caerme hacia atrás de la silla de madera-. ¿Arresto domiciliario por enganchar la luz? No puede ser.
El susodicho muestra una certeza y un conocimiento tales que asustarían a la propia Atenea.
– Pues vaya que sí, está recogido en el artículo 623 del Código Penal.

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«Madre India» (1957)

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Mehbood Khan

Tienen en la India su particular “Lo que el viento se llevó”, su drama histórico, su largometraje a color imprescindible… su perdurable obra maestra. Se trata de la monumental epopeya “Madre India”, rodada en 1957 por el polifacético Mehboob Khan.

Dos son la diferencias notable entre ambas joyas. En primer lugar que, mientras el filme de Hollywood forma parte de cualquier videoteca que se precie, la ha visto hasta quien en realidad no la ha visto, y puede hallarse en el más remoto rincón del planeta, desde centros comerciales nada cinéfilos hasta un videoclub de barrio o en cientos de web de descarga directa, la película de Bollywood es conocida por cuatro iluminados, de los cuáles la han podido disfrutar dos, y por muchos rincones recónditos del planeta en que la busques te mirarán con cara de repóquer y si hay suerte lo mismo la puedes descargar vía enlace eD2k y hasta tendrás que añadirle los subtítulos. El segundo es igual de obvio: no hace falta ser un friki empedernido para haber oído hablar de Victor Fleming, George Cukor o Sam Wood, el caso de Mehboob Khan (que cuesta hasta escribirlo sin un corta-pega) es meridianamente distinto.

Y el caso es que el bueno de Mehbood, guionista, actor, director y productor, es tan reconocido en su país natal como Gandhi (salvando las distancias nada someras) y a mediados de los años 40 del pasado siglo llegó a crear unos estudios cinematográficos con su nombre: Mehbood Studios, y la cinta que nos ocupa, “Madre India”, se convirtió tras su estreno y durante décadas en un punto de referencia indiscutible en el panorama internacional del séptimo arte.

Con claras vinculaciones con el cine comprometido y ciertamente pesimista de Douglas Sirk (“Sólo el cielo lo sabe”, 1955) y Nicholas Ray (“Johnny Guitar”, 1954), la película de Khan desentraña el tejido social a través del papel central de una mujer, en este caso, Radha, una campesina que sufre toda clase de penalidades y atropellos junto con toda su familia a manos de un codicioso terrateniente. Radha, interpretada magistralmente por la famosa actriz Nargis, otorga a su personaje de un realismo y una fuerza sublimes y poco habituales para la industria india, más centrada en el entretenimiento. Mientras contemplamos los primeros planos de la protagonista y su esfuerzo sostenido en numerosas escenas del filme se hace imposible no rememorar la planificación y el estilo épico y político de dos filmes soviéticos de los años 20: “La madre” (Pudovkin, 1926) y “Arsenal” (Dovzhenko, 1929). Sigue leyendo