Con lo majo que soy

    Alguna que otra vez, dentro de estas sencillas páginas, me he visto en la obligación moral de recordar la célebre frase de Jean Paul Sartre: «el infierno son los otros». Más allá de la clara referencia a la bondad intrínseca a uno mismo y que no es compartida en absoluto por el resto de los mortales, pues actúan de la a a la z como pecadores irredentos, el aforismo del filósofo francés nos enfrenta con nuestro paraíso autocreado en el que vivimos rodeadas de gloria infinita (porque somos muy majas), henchidas de una libertad y una felicidad del todo falsas o, al menos, severamente impostadas, hasta que a alguien le da por tocarnos las pelotas y lanzarnos al abismo.

    Como no soy filósofo, ni es esa mi pretensión, y dicen que una imagen vale más que mil palabras, tras algunos sucesos un tanto infernales producidos a mi alrededor en estos últimos días, me ha dado por recordar aquella acertada viñeta de humor que hace varios años apareciera en eldiario.es de la mano de Manel Fontdevila y que, en cierta medida, demuestra nuestra sorprendente capacidad para permanecer (o vernos) impolutas en medio de cualquier situación.

    Obviamente, en medio de un conflicto suelen existir sendos paraísos independientes que serán transformados en sendos infiernos de lo más ingratos por cada una de las personas implicadas. Si le pregunto a la otra parte, el infierno seré, sin duda, yo, pero cuando uno de los dos paraísos es colectivo y el otro es individual, el individual suele estar rayano al egoísmo. Puede que un egoísmo involuntario, o regido por un sentimiento de cercanía, proximidad o necesidad personal, pero egoísmo al fin y al cabo. Sigue leyendo

«Una cabrita sin cuernos» (2018)

Sebastián Dietsch solo ha dirigido un largometraje en su vida, y en conjunto con otro director absolutamente desconocido: «Mar del Plata» (2012). Ninguno de los dos va a pasar a la historia del cine en labores de dirección (Dietsch participó como cámara en «El silencio de otros», del mismo año), y tampoco va a hacerlo seguramente el cortometraje que nos ocupa, «Una cabrita sin cuernos», de apenas 15 minutos de duración, pero el enfoque  satírico y de comedia al que recurre el director para hablar del horror de las dictaduras y su control social, así como del miedo y el sentimiento de inseguridad que provocan en la población, hacen de este pequeño filme un excelente vehículo para trabajar nuestras propias debilidades e iniquidades, a nivel individual y colectiva.

Infantilismo sociocomunitario

     Ezequiel Ander-Egg, sociólogo que ha enfocado buena parte de su labor académica en el ámbito de la planificación y la investigación social y la pedagogía, publicó a principios de los años 80 del pasado siglo un Diccionario de Trabajo Social que sigue siendo punto de referencia de los profesionales del ramo. En él, define de la siguiente manera el asistencialismo:

     «Asistencialismo es una forma de asistencia o de ayuda al necesitado, caracterizada por dar respuestas inmediatas a situaciones carenciales, sin tener en cuenta las causas que las generan. Este tipo de asistencia lejos de eliminar los problemas que trata, contribuye a su mantenimiento y reproducción.

     Históricamente fue una de las primeras formas organizadas de ayuda al necesitado. En ella subyace una concepción de la sociedad basada en la inexistencia de contradicciones y por ende considera los estados de carencia como disfunciones que hay que corregir y que son atribuibles al individuo y a sus circunstancias».

    Ander-Egg, como la inmensa mayoría de las personas que han trabajado a conciencia los enfoques sociocomunitarios en situaciones de empobrecimiento y/u opresión, pertenece a un pueblo que conoce de maravilla de lo que está hablando: América del Sur. No obstante, sus teorías y posicionamientos, igual que los de Paulo Freire, son perfectamente adaptables a cualquier país o colectividad.

     Aunque resulta inviable exponer en una entrada la filosofía de la escuela de Frankfurt en la que se basa toda la pedagogía crítica, podríamos resumirlo en un principio que ha alcanzado cada ámbito del acompañamiento y de los procesos educativos, desde la infancia hasta la atención a personas mayores: la emancipación de la opresión a través del despertar de la conciencia crítica y de la autonomía del individuo. ¿Pero qué es la autonomía personal?: la capacidad del ser humano para hacer elecciones, tomar decisiones y asumir las consecuencias de las mismas. Por tanto, y es este un hecho fundamental que suele llevar a confusión, lo contrario a la autonomía no es la dependencia, sino la heteronomía; es decir, que otras personas deciden y eligen lo que consideran mejor para la vida de una persona. Un ejemplo muy fácil de comprender: Ramón Sampedro, el conocido escritor afectado de tetraplejía y que decidió quitarse la vida, era dependiente, porque no podía realizar las actividades de la vida diaria sin apoyo externo, pero era absolutamente autónomo, pues era capaz de tomar sus propias decisiones.

     Es obvio que podemos entrar en un bucle sobre la libertad y sobre quién es absolutamente libre a la hora de tomar decisiones, ya que todos los seres humanos estamos condicionados por nuestro estrato social, nuestra educación o nuestras experiencias personales, pero lo curioso es que siempre que entramos en este bucle lo hacemos para referirnos a las personas en exclusión y así salvarnos, digamos, un poco de la quema. A nadie se le ocurriría pensar de sí mismo en estos términos cuando tiene que decidir sobre un aspecto importante de su vida, porque las personas de bien o «normales» sí que somos libres. El caso es que, en definitiva, la actuación social, política y comunitaria hacia determinados colectivos oprimidos o ninguneados se basa casi exclusivamente en el asistencialismo y la heteronomía. Sigue leyendo

Apestadas

Infolibre, medio del que soy socio, ha publicado el artículo en su sección de librepensadores.

 

    La felicidad no nos transforma siempre en seres generosos; antes bien, debido a esa capacidad humana, bastante generalizada, de lograr ser feliz solo en virtud de pequeñas cosas («un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna…», que diría Groucho), una vez conseguido el objetivo, que al resto lo zurzan.

    Los ejemplos paradigmáticos son la pandemia y la desescalada. Somos personas tan entusiasmadas por lo que, al fin, vamos a poder hacer en cada fase, que olvidamos por arte de magia lo que mucha gente va a seguir sin poder hacer. Además, no debido a limitaciones individuales, sino porque los partidos políticos han podido prever cómo y cuándo abrir bares, restaurantes, hoteles, librerías, peluquerías, talleres («es el mercado, amigo»), pero a día de hoy no hay establecido el más mínimo protocolo de desescalada para las residencias de mayores. Se dice pronto, pero parece ser que los únicos miembros de la comunidad que no disponen de los mismos derechos constitucionales que el resto son las personas mayores que viven en centros sociosanitarios. Da igual que no tengan síntomas e incluso que les hayan realizado el PCR con resultado negativo. Simple y llanamente tienen prohibido salir. Textualmente. En cambio, mi vecina de al lado, una señora de edad provecta, de la que nadie sabe a ciencia cierta si tiene el virus, lo ha pasado o es portadora, abandona el domicilio unas cinco o seis veces diarias por motivos escasamente esenciales desde que comenzó el confinamiento; otras, también mayores de setenta, desde el día cero, han podido salir a comprar, a ir al médico, a sacar al perro, a tirar la basura, a comprarse una webcam o un móvil (las tecnologías todo el mundo sabe que son prioritarias). En sucesivas fases han comenzado a pasear (sin perro), a hacer deporte (sin perro) e ir a la peluquería (sin perro, una vez más), y en menos de una semana podrán desplazarse a segundas residencias o incluso reunirse con familiares y amistades porque, a ver quién decide qué edad es la justa y necesaria para que seas considerada persona de riesgo.

    Mientras tanto, las cuarenta y una personas que tienen como único hogar la residencia de mayores en la que ejerzo funciones de trabajador social y de Responsable de Recursos Humanos llevan prácticamente dos meses sin poder sacar ni la uña del pie gordo del pie a la puerta de salida. Muchas de ellas afectadas por la enfermedad de Alzheimer u otras demencias. Muchas de ellas acostumbradas a pasear por la calle, como mínimo, dos veces al día (o cuando les diera la gana si son autónomas). Muchas de ellas acostumbradas a recibir constante afecto (abrazos, besos y contacto físico) del personal sanitario y del equipo técnico. Sigue leyendo