Ya lo sabe hasta un ciego sordo y mudo (y no estoy remedando a Shakira): se trata de un «armamento de precisión que no produce efectos colaterales en el sentido de que da en el blanco que se quiere con una precisión extraordinaria»; lo dijo el ministro Borrell en referencia a las bombas láser que el Gobierno, en un encomiable ejercicio de responsabilidad con esta nuestra gran nación, finalmente ha decidido exportar a Arabia Saudí, monarquía absoluta teocrática (se rige por la Sharia y el Corán) que jamás ha tenido elecciones en toda su historia, que es considerado por varios estudios como uno de los países menos democráticos del mundo (sino el que más) y que actualmente lidera la coalición que bombardea por sistema Yemen, cuya guerra civil ha acabado, en los dos últimos años, con la vida de al menos 10.000 personas según las estadísticas más generosas (otros datos alcanzan la cifra de 50.000).
No voy a ponerme a hablar de la pena que me dan quienes trabajan en los astilleros de Cádiz, como si nos viéramos constreñidos a sufrir mucho por unos padres de familia que, al fin y al cabo, han elegido un modo de vida, y nos tuvieran que importar bastante menos los cerca de 6.000 civiles que, sin comerlo ni beberlo, han sido asesinados en Yemen, el 60% de ellos gracias a los bombardeos selectivos y de precisión extraordinaria de la coalición árabe encabezada por Arabia Saudí. De lo peor del comentario de Borrell es que el tipo no es tonto (aunque finge bien) y conoce perfectamente la tragedia bélica y humanitaria que se está produciendo en Yemen, por lo que ha de saber que Arabia Saudí ha destruido hospitales, escuelas e infraestructuras civiles al considerarlos meros objetivos de guerra, y que lo ha hecho con esas mismas bombas láser tan metódicas y exquisitas de las que parece ahora sentirse tan orgulloso: porque con esos juguetitos, si lo que se quiere es reducir a cenizas una estación potabilizadora de agua, una zona residencial o una mezquita, ¡tate!, que no se te escapan.
Decía el sabio refrán popular que «quien no está acostumbrada a bragas, hasta las costuras le hacen llagas» y será que hay civiles que es terrible que la palmen y otros que, mira, pues no tanto, porque ese mismo Borrell, hace apenas un año escribía con admirable condolencia su crónica sobre el atentado de las Ramblas, el terrorismo islámico y la inocencia de los turistas. Es que eran 13 muertos civiles de los nuestros, y a esas llagas no tenemos por qué acostumbrarnos. Y bueno, tampoco es necesario hurgar mucho en la herida de que Arabia Saudí apoya ese mismo terrorismo yihadista que reivindicó el atentado en Barcelona, siendo muy probable que incluso le venda armas, no vaya a ser que, indagando indagando, acabemos por arrepentirnos de no hacer caso a Mark Twain cuando opinaba que «si dices la verdad, no hace falta tener memoria».
«Tal vez Somoza sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta», convino Roosevelt. Pero no hay bombas buenas, señor Borrell, aunque sean nuestras y el mero hecho de pensar eso da para un ensayo sobre diplomacia bélica, daños colaterales e insensibilidad.