Muchas veces me ha dado por pensar qué es eso de los derechos y sus múltiples beneficios. Seguro que se debe entre otras paranoias, a no entender muy bien por qué santas razones goza este que suscribe de más derechos (y, por ende, más beneficios) que otras personas que pertenecen a la misma especie que yo, cuyo sistema circulatorio, su bombeo de sangre o su capacidad de raciocinio -salvo problemas físicos o psicológicos del tipo que sea- son idénticos a los míos.
Me cuesta creer que sea debido a la raza, ya que sería discriminatorio, ni que se deba al lugar de nacimiento, pues sería igualmente injusto, o a motivos económicos o culturales, porque estaríamos en la misma situación de tener que asumir que determinados seres humanos tienen más privilegios que otros per se, sin una lógica más allá del subjetivismo y del relativismo más recalcitrantes.
Me cuesta creerlo desde la más mínima objetividad o fundamentación ética. Me cuesta creerlo desde lo realidad que veo, a menos que alguien se haya arrancado los ojos y hasta el alma de cuajo. Y me resulta indignante cualquier argumentación que parta de intereses patrios, laborales o políticos.
Cada mañana, al salir para el currelo a las 8,40 de la mañana me cruzo puntualmente con una persona subsahariana que, a la vera de un semáforo y con un respeto y sonrisa envidiables, trata de vender pañuelos de papel a los conductores que pasan por allí (pañuelos comprados religiosamente en cualquier almacén). Cuando regreso a eso de las 14,30, el tipo sigue allí, con el mismo respeto y sonrisa envidiables. Y si tengo que salir por la tarde -suelo hacerlo a eso de las cinco- el chico aún permanece igual. Con una bicicleta de mierda apoyada en el muro más cercano y ataviado con la ropa oportuna a cada época del año, incluso disfrazado de traje de faralaes o de Rey Mago haga frío, calor o llueva. Y de lunes a sábado mínimo. ¡El colega trabaja más que yo! Bastante.
¡Que me expulsen del país! Se lo ruego encarecidamente al Ministerio del Interior. Ese ente execrable que usa unos argumentos merecedores de idéntico adjetivo para asignar derechos de ciudadanía. Tengo claro que, según sus parámetros, aporto menos a la sociedad española que este loable señor de piel bruna.
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Apenas pago impuestos indirectos, pues mi nivel de consumo es con toda probabilidad netamente inferior al del subsahariano.
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Gano tan poco que me libro de colaborar en mi declaración de la renta con los servicios de este ínclito país, y encima tengo el morro de rellenarla aunque no es necesario y me devuelven dinero porque hago objeción a los gastos militares.
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No tengo dinero ni cuenta corriente en un banco gordo de este puñetero país, ni la luz con una multinacional española.
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Apoyo económicamente prensa independiente de la que pone verde a la madre patria.
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Vivo de alquiler en negro.
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Sin duda merezco ser expulsado, señorías. O de lo contrario, se verán obligados a esgrimir unos motivos tan asquerosos para negar los derechos o buena parte de la humanidad que, en caso de tenerla, se les debería caer la cara de vergüenza.
Sí, pero lo paradójico es que los «sin cerebro» lleguen arriba, muy arriba, al tiempo que, ellos mismos, le nieguen el salir de abajo, muy abajo, a los «sin papeles».
Lo que sí que es viable en seres humanos, aunque parezca increíble, son los «sin cerebro» 🙁 . Los hay a patadas, sobre todo en las altas esferas.
Yo algo que nunca pude llegar a entender es eso de los «sin papeles».
Si estamos hablando de personas….¿cómo se puede catalogar a alguien como si fuese mercancía?.
No lo entiendo, ni creo que llegue a entenderlo nunca.
Buen artículo, para no variar 😉
Gracias por compartirlo.
Saludos, Juan.