A mediados del siglo XIX, el médico Samuel A. Cartwright descubrió (nótense sendas cursivas) una enfermedad mental que sufrían los esclavos negros llamada drapetomanía. Consistía en que estos, a menos que fueran tratados como seres inferiores y sumisos por sus amos tal y como enseña la sagrada Biblia, manifestaban ansias de libertad y unos deseos irrefrenables de escapar. Obviamente, como todo buen doctor que se precie, aparte del diagnóstico y de sus características, Cartwright prescribió la prevención y el remedio: azotes y amputar los dedos gordos de los pies. Tampoco hay que escandalizarse mucho pues el susodicho individuo también describió la dysaesthesia aethiopica, otro trastorno mental que afectaba sobre todo a negros libres quienes, al no tener un hombre blanco que los encamine, se dejaban dominar por la pereza, la desidia y la insolencia.
Las reacciones sociales y mediáticas al asesinato de Samuel, así como hacia el resto de agresiones homófobos de estos últimos días, incluida la del madrileño barrio de Malasaña, que acabó siendo una denuncia falsa, me ha remitido, tristemente, a esta asociación de ideas pues, da igual el año, la década o el siglo: quien cree una cosa fundamentada en un plano meramente ideológico, hará lo imposible para que la realidad concuerde con su idea preconcebida. No por nada el ser humano tiene la sana costumbre de relacionarse solo con congéneres que piensan como él, no vaya a ser que tenga que replantearse su escala de valores. Y eso da un trabajo que te pasas.
Quiero decir que es normal que haya grupos humanos (perdón por el adjetivo) que sigan siendo igual o más gilipollas en pleno siglo XXI que en el XIX (al fin y al cabo solo hay un cambio en el orden del palito) habida cuenta de que el transgenerismo, por poner un poner, pues hay más ejemplos igual de pasmosos, no fue eliminado del índice de trastornos sexuales hasta la publicación del DSM-5 en 2013 cuando se creó un apartado especial sobre disforia de género, que tampoco es que sea para hacer palmas. Más lógico aun que les dé miedo ver por la calle a un maricón cuando desde la Iglesia católica hasta profesionales de la psicología o la psiquiatría plantean sesiones curativas como si la homosexualidad fuera más contagiosa que la COVID-19 y hubiera que tratarla antes de que sea tarde para la sociedad, la humanidad y el mundo interestelar. Así, si le pegan una paliza a un tipo que es gay lo mismo es por otros motivos, si no se la pegan aunque lo diga es porque se exageran las agresiones LGTBIfóbicas en España, y si, al final, resulta que está claro que le han dado la tunda al grito de «¡maricón de mierda!» es que han sido magrebíes, pues toda la peña sabe que, si no hay un hombre occidental detrás de esta gentuza para controla, tienen tendencias violentas. Ya están tardando en inventarse otro trastorno típico del norte de África.
Lo que no sé es si a alguien se le habrá ocurrido ponerle nombre al síndrome de las personas en situaciones de poder que le parten la cara a magrebíes, como los majos funcionarios de Villena de prisiones que encima, con un par y por seguir con el asunto del demérito de quien sí que tiene de verdad una enfermedad mental, van y le echan a él el muerto del follón. Existe el síndrome de Hubris, pero este al que habría que poner nombre es peor y más dañino.
Sí!!!! Me lo propuse y lo he conseguido.
¿Vas a proponerte intentarlo 😀 ?
…nos dejas tarea para reflexionar.
Gracias