Mechacortismo

    Ya, suena a chiste, o a noticia de El Mundo Today o de El Jueves, pero lo curioso es que es verdad, que existe el término, y concretamente el llamado síndrome de la mecha corta. Tan real es la cosa que conozco a cantidad de peña que lo sufre, tanta que si se realizaran estadísticas es probable que resultara más común que las alergias.

    Aunque las características de dicho trastorno pueden resultar obvias, no está de más hacer un parco resumen y, de esta manera, quien esté leyendo estas líneas puede ir dándole vueltas al tarro (veréis que tampoco va a hacer falta mucho) hasta descubrir multitud de personas enfermas a su alrededor, posiblemente sin saberlo.

    El síndrome de la mecha corta es un trastorno caracterizado por episodios de descontrol emocional y de los impulsos, que provocan ataques de ira y agresividad, ya sea verbal o incluso física. Los ataques de furia son desproporcionados respecto al evento desencadenante, que a menudo es irrelevante, y suelen estar seguidos de sentimientos de arrepentimiento y vergüenza. Lo mismo estáis pensando que tanta gente no hay, que no caéis en demasiadas personas de vuestro entorno, lejano o cercano, porque la segunda parte del enunciado, eso sobre el arrepentimiento o la vergüenza no lo veis nunca, pero es que resulta que del mismo modo que la ira generalmente se nota sin demasiada dificultad y hasta puede considerarse la agresividad como una pulsión, el arrepentimiento y la vergüenza ni se notan a bote pronto ni son un reflejo natural; es decir, que alguien puede ser mechacortista sin que muestre expresamente lo mal que se siente. Eso sin contar que la agresividad, en determinadas ocasiones, casi siempre condicionadas por el contexto o el grupo social en el que nos hallemos, puede implosionar y derivarse hacia el interior, provocando efectos psicosomáticos como úlceras, problemas estomacales o dolores y tensiones musculares.

    La verdad es que, aunque suene a broma, del mismo modo que sucede con el trastorno bipolar, el asunto no debería tomarse a la ligera por más que señalemos con el dedo a un buen puñado de seres humanos que, de repente, sin venir demasiado a cuento, nos hacen la vida imposible. «Ha sido la gota que ha colmado el vaso», pueden decir, cuando no ha habido ni gota ni quizá vaso, o «es que me estaba tocando mucho los cojones».

    La importancia de conocer el síndrome de marras radica en saber detectar, en el otro lado del espectro, a los individuos que no lo padecen: aquellos que simplemente son gilipollas porque tienen tolerancia cero a la frustración, y también hay un huevo. Para ellos no hay medicación ni ansiolíticos que valgan, si acaso tiene que acabar tomándolos el resto de mortales. Es verdad que hay matrículas de honor, como Díaz Ayuso, a quien se le ha otorgado el suficiente poder para poder ser gilipollas y no tener nunca la culpa de nada (claro, su madrina, Aguirre, era experta en síndrome de gilipollez crónica). Pero el problema no son las matrículas de honor, escasísimas donde las haya, sino los aprobados raspados, incluso los de cuatro y medio que pasaron por lástima, y se van apropiando de la humanidad sibilinamente, sin que se dé cuenta ni Dios, como en La invasión de los ladrones de cuerpos, convirtiendo el mundo en un espacio de soplapollez cósmica manejado por el yo, mi, me, conmigo y mis circunstancias: el egoísmo, vaya, nada más perjudicial para el mantenimiento de la especie. Se aprecia en el manejo de la pandemia, lastrado en la salud y en los derechos fundamentales por la coacción de la economía, que es, como toda causa política, esclava de los votos; en las mociones de censura y el transfuguismo que solo pretenden, de igual forma, amarrarse a un sillón que permita seguir siendo gilipollas sin tener la culpa de nada; en los derechos que he exigido, o exijo, para mí o mi colectivo y ni tengo en consideración o incluso le niego a otros; en el ombliguismo de lamer mi cipotito como un burro con orejeras…

    Ojalá todas fuéramos mechacortistas, se controlaría con medicación, pero la gilipollez y el cortoplacismo de la persona egoísta solo los quita una lobotomía, y seguro que no la iba a pagar la salud pública, esa que existe cada vez menos.