En país Moreno, la inmensa mayoría de sus habitantes tiene el pelo de color oscuro: entre negro carbón y castaño claro. Las gentes de la zona se sienten inmensamente orgullosas del tono de su melena. Lo lucen por la calle de manera esplendorosa, casi vanagloriándose de formar parte de ese pueblo digno de pelo bruno. Da igual que pueblen sus cabezas rizos, ondas, lisuras o alopecias galopantes; lo importante es entrar dentro de la gama.
No es menos cierto que, en país Moreno, una proporción nada desdeñable de la población tiene el pelo rubio o dorado. Sin embargo, debido a que, por norma general, el vecindario ha presumido de aquella manera tan excesiva de gozar de un color de cabello oscuro, y llevan desde que el mundo es mundo creyéndose el pueblo elegido por ese simple hecho soberanamente abstruso, la gente rubia o de pelo dorado se ha pasado décadas y décadas usando pañuelitos, tocas, gorros o sombreros de variadas formas y tamaños (chistera, bombín, panamá, pamela…) para ocultar el propio orgullo de pelo diverso. Incluso algunas de ellas se teñían el pelo para sentirse seres más normativos y conformes. Más queridos en definitiva.
Sucedió un día de fuerte viento. Toneladas y toneladas de pañuelitos, tocas, gorros y sombreros fueron incapaces de mantenerse encima de la testa debido a las incesantes y constantes ráfagas que atravesaban las calles de país Moreno. En un primer momento, las personas rubias o de pelo dorado se sintieron avergonzadas de haber mostrado (de manera totalmente involuntaria, todo sea dicho) al resto de habitantes de país Moreno un cabello tan distinto que no cuadraba con los cánones y lo que había sido aceptado como deseable y oportuno de toda la vida. Algunas de las gentes rubias o con el cabello claro se pusieron rojas de vergüenza, otras chillaban nerviosas y algunas trataron de esconder sus encantos de la vista de las demás. Todo se convirtió en caos.
Una niña de blonda cabellera, a la que el aire huracanado había pillado desprevenida, no pudo sujetar a tiempo su precioso sombrero fedora, que fue arrastrado a varios metros detrás de ella. La pequeña comenzó a llorar como si hubiera sucedido la más indigna de las acciones. De repente, alzó la vista y observó a varias personas adultas, de pelo similar al suyo, que tampoco daban a basto para ocultar su cabello. Entonces, no sintiéndose tan rara y extraña, sonrió, y su sonrisa dio paso a leves chillidos de felicidad que contagiaron al resto de gente rubia o de pelo claro, quienes comenzaron también a reír desordenadamente, sin control, los ojos empapados en lágrimas de alegría.
Huelga decir el monumental enfado que se adueñó de las personas morenas y de pelo oscuro, como si el derecho de las de pelo rubio o dorado a lucir cabellera les obligara a ellas a llevar pañuelito, toca, gorro o sombrero de variadas formas y tamaños.
La población morena y la población rubia continúan su tira y afloja en la cotidianidad de país Moreno aunque, a cada jornada que pasa, más habitantes de cabello bruno apoyan el derecho de la gente de áurea melena a no llevar nada sobre la cabeza si no les place.
Fue entonces cuando aparecieron, rompiendo el tabú de siglos de vergüenza, las personas de melena cobriza: entre el 1 y el 2% de la población. Y tanto la gente morena como la rubia opusieron resistencia, lucharon en su contra: ser de cabello pelirrojo era una tara.
Entre el 1 y el 2 % de les bebés nacen sin sexo definido respondiendo a una de las 50 variantes de intersexualidad. Con el objetivo de «normalizar» los cuerpos dentro del binarismo varón-mujer muches de estes bebés son operades en la infancia.