El siguiente artículo (excepto algunas ligeras actualizaciones por la evolución de la pandemia) no fue publicado en la revista Caramanchos de mi pueblo de origen so pretexto de que su temática no entraba dentro de la estructura de dicha revista, centrada en el folclore y las tradiciones extremeñas, a pesar de que en números anteriores han aparecido artículos ajenos a esta realidad y en este mismo año se publicará uno de una amiga enfocado en la Memoria Histórica. Será que lo que no se debe hacer es criticar de manera indiscriminada a izquierda y derecha.
Lo compartiré en dos partes debido a su extensión.
Dicen quienes de esto saben que, antes de entrar en materia, lo suyo, a fin de evitar suicidios colectivos y/o rasgados de vestiduras, es situarnos en contexto. Como el título de este insignificante (y quizá algo díscolo) artículo puede ya conducir a ni saber de qué estamos hablando se hace necesario precisar un poco.
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Expurgo: aunque haya pocas cosas tan simples hoy día como teclear un palabro en el buscador favorito y que te devuelva incontables resultados, para evitar tener que romper la imprescindible sintonía entre el que suscribe y quien lee, resumamos diciendo que un expurgo es una necesidad intestina que si no la sacas de adentro con la exclusiva intención de purificarte puede ocasionar males y daños imprevisibles a la salud, como diarreas, taquicardias o úlceras de diferente consideración.
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Pandémico: aunque hasta el primer trimestre del año a nadie se le hubiera pasado por la cabeza que este adjetivo existiera o que iba a poder utilizarlo (o a su madre semántica, la palabra pandemia) en frases comunes más a diario que comer pan, en la actualidad es capaz de reconocerlo hasta cualquier corrector ortográfico. Pandemia pandemia pandemia… ¡Qué gusto que no salga la línea curva en rojo subrayando la palabra de marras!
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Residencia: por si no lo sabíamos, son lugares de perdición, donde habita el diablo (no demasiado Cojuelo parece ser por la absoluta falta de diversión) y en los que se maltrata sistemáticamente a personas de edad provecta con el único objetivo de ganar pasta. Esos lugares, igual que el infierno excepto para creyentes católicos recalcitrantes, nunca les han importado a nadie una mierda, pero ahora resultan que son la caja de Pandora y, como siempre hay que echarle a alguien la culpa para hablar de todo menos de lo importante («la culpa es mía y se la doy a quien quiero» que opinaba una amiga), han sido tomados como chivos expiatorios de la inutilidad, ineptitud y estulticia de la clase política, las administraciones públicas y el periodismo de pito y chirigota.
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Mayores: ya, sé que es complicado entender esta palabra, la que menos se ha usado dentro de todo este contexto; porque a ningún medio de comunicación oral o escrito se le ocurre soltar, en estos tiempos de corrección política y de temores intestinos a excluir a algún colectivo o herir sus sentimientos, decir subnormal, negro, marica o moro, pero ahora resulta que las personas mayores son ancianas, y así puede comprobarse día a día, a mansalva, sin que se ponga el grito en el cielo, por más que a nadie mayor de 65 años (60 según el consenso de la Unión Europea) le gusta que lo llamen anciano o anciana. A mi padre, cada vez que escucha en algún telediario la frasecita de que «un anciano de setenta años muere en su domicilio», casi le da un infarto. Mayores, personas mayores.
Tras esta ¿somera? introducción, para que nadie se lleve a engaño y lea absurdamente un artículo de moderada extensión que le importe tanto como a mí la teoría de cuerdas, informo que esta especie de diario de campaña no tiene por objeto redimir de su proporcional parte de culpa a determinados modelos empresariales de residencias, sino equilibrar la balanza, en base a la experiencia y a datos objetivos, cargando la responsabilidad en quien la tiene de verdad, y la seguirá teniendo mientras traten el asunto desde el mundo paralelo de Matrix y su ignorancia sobre la realidad sea más infinita que el universo, parafraseando a Einstein.
Primero una indicación, que no es baladí, acerca de los derechos y de las libertades individuales de los que tanto hacemos gala y tanto nos joroba que, supuestamente, nos los toquen: «no me pongo mascarilla porque no me sale de mis partes nobles», por ejemplo. Desde aquel fatídico e inolvidable 15 de marzo en el que nuestra comodidad y nuestra zona de confort se fueron al traste solo hay un colectivo que tiene todavía buena parte de sus libertades restringidas, y de verdad, no porque no puedan estar más de diez personas de vinos en la mesa de un bar: el de las personas mayores que tienen su hogar en una residencia. Desde ese día uno en el que se decretó el estado de alarma, todo el mundo podía salir de su domicilio a hacer la compra, a pasear al perro (lo lamento profundamente por quien decidiera en un día aciago, como yo, tener gato), a tirar la basura o a una tienda de tecnología «a por un cable p’al ordenata, que se me ha roto», pues se consideraba producto de primera necesidad. Todo el mundo, excepto las personas mayores que vivían en una residencia, a las que se les prohibió por ley poner siquiera un pie en la primera baldosa de salida a la calle. Luego se fueron relajando las medidas, claro, aunque nos quejáramos de lo cutres que eran y que íbamos a estar confinadas hasta Semana Santa del 2021: primero salir a hacer deporte o a pasear en solitario, luego con convivientes, ir poco a poco al bar, a una terraza… Protocolos y más protocolos, para tener a la peña jodida pero contenta y que no se hunda la economía, por supuesto. En todo este tramo de confinamiento casi absoluto, que fueron, no lo olvidemos, más de tres meses, tal vez porque las personas ya jubiladas e institucionalizadas no potencian la economía, a ningún lumbreras que corta el bacalao se le ocurrió sacar una sola norma que regulara del más mínimo modo las salidas de residentes y las visitas de familiares en centros socio-sanitarios; seguramente también porque otras de las prioridades de quienes mandan fue y sigue siendo que no colapse el sistema sanitario. Y bien que nos venden la moto una vez y otra, ya que lo decían y lo repiten a voz en cuello, como si detrás de la opinión no hubiera un discurso y una forma de entender las prioridades políticas. El caso es que hasta finales de junio, con las consecuencias de deterioro físico, neurológico y emocional que ello conllevó en las personas mayores de residencias, sobre todo las que estaban acostumbradas a pasear a diario o sufrían de alguna demencia, todas ellas seguían teniendo prohibidas las salidas y las visitas, estando condenadas a ver a sus familiares y amistades solo por vídeo llamadas. Todo por el bien del sistema sanitario, ese que desde los años 90 del pasado siglo están privatizando y al que le están descontando porcentaje del PIB desde 2009, cuando era del 6,84% y en 2019 ya estaba en el 6,37, aunque el propio estudio del Ministerio de Sanidad lo rebaje hasta el 5,9.