En 1960, cuando Octavia E. Butler tenía 13 años y soñaba con ver publicados sus relatos en las grandes revistas de ciencia ficción de la época, su tía, quizá con la buena voluntad de quien te quiere y no desea que te estrelles frontalmente, y demasiado pronto, con la realidad, le dijo «nena, los negros no pueden ser escritores». Eran los años 60 del pasado siglo; técnicamente podría incluso haberle dicho que los negros no podían ser personas con derechos.
En uno de sus relatos, la conocida como la gran dama de la ciencia ficción, recordaba que justo a esa edad de 13 años pensaba que no había leído ni una sola línea escrita por una persona negra. Pero se empeñó, y en un mundo y un género dominado por blancos, se hizo un hueco gigantesco, aunque, tristemente, siga siendo una absoluta desconocida entre quienes se consideran fanáticas de la Ci-Fi.
«Parentesco» resume en parte toda la temática sobre la raza, la sexualidad, la violencia y la diferencia, tal y como ella la percibía en su entorno. El argumento es simple: una mujer negra que vive en California a mediados de la década de los 70, es transportada en varias ocasiones y durante distintos lapsos de tiempo, por circunstancias que se irán dando a conocer a lo largo de la trama, a una plantación de personas esclavas en los años de la Guerra de Secesión de Estados Unidos donde conoce su desagradable historia familiar y a algunos de sus antepasados.
El argumento es simple, pero Butler no se anda con chiquitas y se hace preciso señalar que la novela no es un camino de rosas y hay recurrentes partes de la obra poco digeribles para determinados estómagos: no solo por lo que cuenta, más incluso que por cómo se cuenta, sino por la terrible certeza de que todo fue (y sigue siendo) tan verdad que duele y desagrada. No sé si ser mujer da un plus de emotividad y sensibilidad al que supuestamente deben renunciar los escritores varones (o al menos esconderlo no vaya a ser que algún lector insensato vaya a pensar que un hombre puede sufrir con el daño infligido a sus personajes), pero la forma en la que Octavia E. Butler te hace entrar en los pasajes más indeseables hasta conseguir que experimentes la angustia, el dolor y los sentimientos de indignidad o de aceptación de cada personaje, sin recurrir a la narración como mero observador o al recurso casi obsceno del dolor por el dolor, solo puedo compararlo con las obras de otras mujeres: Toni Morrison, George Eliot, Clarice Lispector o Carson McCullers.
Butler, al contrario de lo que sucede con J. M. Coetzee, pues su pretensión es también radicalmente opuesta, remarca una y otra vez la raza de sus personajes, posiblemente a fin de romper con la tónica dominante de que si no se dice nada, seguro que se da por sentado que es de raza blanca. En este sentido, Octavia comentaba respecto a la película de Georges Lucas de 1977 «La Guerra de las Galaxias» que aparecían muchos tipos de extraterrestres, pero solo un modelo de raza humana: los blancos.
En 1995, a Octavia E. Butler se le otorgó el título «Genius» de las becas McArthur y se convirtió en la primera mujer escritora de ciencia ficción en conseguirlo; no la primera mujer afrodescendiente, sino la primera mujer (antes no hubo mujeres que se lo merecieran, como Ursula K. Le Guin) demostrando una vez más los altos muros que tienen que escalar las mujeres, más aún las racializadas, para alcanzar un mínimo de notoriedad. Curiosamente, otra mujer afroamericana ignorada por las enciclopedias: la cantante y guitarrista de góspel Sister Rosetta Tharpe, pionera del rock’n’roll que influyó en los mucho más conocidos Little Richard, Elvis Presley o Jerry Lee Lewis, murió a la misma edad que Butler, 58 años, y por la misma causa, accidente cerebrovascular.
No nos dejemos llevar por la fácil tentación de seguir manteniendo a increíbles mujeres en el ostracismo, como hace la sociedad: por favor, leed a Octavia.
Puedes descargar la novela completa en español pinchando aquí, aunque seguimos recomendando las bibliotecas públicas. También os dejamos algunos fragmentos:
Lo único que tenía que hacer era mover un poco los dedos y hundirlos en los tejidos blandos, privarle de la vista y provocarle así un sufrimiento mayor que el que él me estaba dando a mí.
Pero no pude. Solo pensarlo me ponía mala, me inmovilizaba las manos ahí donde estaban. ¡Tenía que hacerlo! Pero no podía…
El hombre se apartó las manos de la cara y se retiró de mí, y yo me maldije por mi estupidez absoluta. Había perdido mi oportunidad sin hacer nada. Mis escrúpulos eran de otra época, pero me los había llevado conmigo. Y ahora me venderían como esclava solo por no tener estómago para defenderme con eficacia.
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Margaret me dio una bofetada.
Me quedé muy quieta y la miré con gesto gélido. Era nueve o diez centímetros más baja que yo y más menuda en proporción. La bofetada no me hizo mucho daño. Lo que hizo, simplemente, fue darme ganas de devolvérsela. Pero el recuerdo del látigo me lo impidió.
—¡Puta negra asquerosa! —gritó—. ¡Este es un hogar cristiano!
Yo no dije nada.
—Ya me encargaré de que te manden al poblado, que es donde tienes que estar.
Seguí sin decir nada. La miré.
—¡No te quiero en mi casa! —Dio un paso atrás—. ¡Deja de mirarme así! —Dio otro paso atrás.
Se me ocurrió que me tenía un poco de miedo. A fin de cuentas yo era una esclava nueva y por tanto impredecible. Y tal vez demasiado callada. Lenta y deliberadamente, me di la vuelta y seguí barriendo.
Sin embargo, disimulando, seguí pendiente de ella. A fin de cuentas, ella era tan impredecible como yo. Podía coger un candelabro o un jarrón y pegarme con él. Y látigo o no látigo, yo no me iba a quedar allí quieta esperando a que me hiciera daño de verdad.