Aviso de buena voluntad: hoy no queda otra que comenzar el asunto de manera un tanto escatológica; y no me estoy refiriendo con dicho adjetivo al más allá, a deidades míticas o a la teología de altos vuelos o de andar por casa, sino a aquellos detritos que anuncia el título con soberana nitidez y que son tan comunes a toda especie animal.
Alguna vez me he preguntado en qué momento la mierda propia dejó de olernos mal. Quiero decir que, lo mismo, de nenes, cuando apenas levantamos tres palmos del suelo o ni siquiera levantamos porque éramos aún incapaces de mantenernos en pie nuestras heces nos olían a perro muerto, pero ni sabíamos que eran nuestras. Y bueno, quitando a la propia madre de la criatura que siempre parece estar hecha de otra pasta, no creo yo que haya nadie en el mundo capaz de asegurar sin el más mínimo temblor en la voz que no le importa llenarse las pituitarias de esencia a caca de bebé. Pero el caso es que llega un día en el que, ni cortos ni perezosos, no es que no nos huelan mal nuestros excrementos, sino que podemos sentirnos hasta dichosos aspirando dirección a los pulmones tan soberanas miasmas como si hubiera pasado a nuestro lado alguien con un toque a Chanel n.º 5.
En Fez, Marruecos, podemos encontrar las famosas curtidurías Chouwara, consideradas las más importantes del norte de África. Cuando le da al turista inconsciente por seguir al guía a través del zoco de la ciudad y cruzar alguna de las puertas que le conducen sin la más mínima empatía a las hermosas pilas rebosantes de tintes y pieles, el único deseo que asalta su cerebro, al segundo posterior de percibir tan abrumadoras y repugnantes fragancias, es morir de inmediato una vez haya vomitado la comida de los dos o tres días previos cuanto menos. Lo más peculiar de la escena es contemplar a los guías, justo antes de entrar a dichas curtidurías, refregarse las fosas nasales con unas hojas de menta y pasar tan frescos tipo puerta gayola, que en mi caso personal y bisoño sería como tratar de taponar un agujero negro con una palomita de maíz. Y encima dando gracias a toda la cohorte celestial de que las artesas estén al aire libre.
Situaciones similares, menos escatológicas, seguro que podemos rescatar de nuestros recuerdos sin tener que realizar un esfuerzo ínclito que nos destruya la masa encefálica: en la selva peruana, sin ir más lejos, los zancudos nos dejaban a los occidentales hechos unos cristos de pies a cabeza con tanto picotazo y escozor, mientras que a los selváticos, ni cosquillas.
¿Y a que tanta historia? Decía el escritor y periodista francés Georges Bernanos que «el primer signo de la corrupción en una sociedad que todavía está viva es que el fin justifica los medios»; el último signo es habitar en medio del cadáver igual de satisfechos que los gusanos surgidos de su propia putrefacción. Y no es que el que suscribe se haya caído de un guindo antes de ayer, pues sabedores somos de que el poder no corrompe necesariamente, sino que tiene la inmarcesible capacidad de mostrar nuestras vergüenzas a la vista de todos como un mal traje del emperador; pero es que lo de las primarias del PP ha sido de traca y la paradigmática y obscena praxis de aprender a metamorfosearse en cresa sin renunciar a traje ni a corbata. Un partido que se ha hundido por la corrupción y elige como nuevo presidente a un candidato que está siendo investigado por posible fraude en la obtención de un Máster y de su título universitario en Derecho y con la Caja B y la trama Púnica sobre su cabeza como una espada de Damocles. No voy a caer en la desfachatez de argüir que sean mejores el resto de grupos políticos, que solo han tirado de la manta cuando esta ya gozaba del privilegio de dejarles a ellos bien tapaditos, pero tengo claro que en Fez, antes de entrar en las apestosas curtidurías de mierda, estos tipos de chaqueta, corbata y pinta de larva de mosca no necesitarían ni untarse de menta sus jodidas fosas nasales.