Manuel vive solo. O al menos eso dice él, que no es lo mismo. Metido en un local sin luz ni agua corriente y con la solicitud de empadronamiento entregada en el ayuntamiento desde hace meses a la espera de resolución. Está un poco abilortao, pero no es mala gente.
«Entonces, como vivo solo ¿me muero de hambre?».
Esta es la retahíla de todas las personas en su situación y que no van a recibir en la vida (al menos en la que vamos a conocer en varias decenas de años) ninguna ayuda de las administraciones públicas por no tener a nadie a cargo. En más de una ocasión, por aquello de que alguna se me riera, le he propuesto que lo suyo sería tener un hijo con el primero que pase, porque además, siendo madre soltera, lo tendría bastante más fácil a la hora de acceder a las prestaciones. Se ríen, sí, la mayoría, sobre todo cuando se me ocurre soltárselo a mujeres de cerca de 50 años, pero cuando salen por la oficina siguen con una mano delante y otra detrás sobreviviendo como buenamente pueden.
Las compañeras de Cáritas que lo visitaron en el local le entregaron a Manuel un vale de alimentos de 40€ para irlos gastando según necesidad. O no, claro, porque lo de la necesidad es una cuestión un tanto relativa como todos hemos podido comprobar en nuestras carnes cuando nos apetece comprarnos algo y parece que no lograríamos sobrevivir sin el último disco de Sabina, la última película de Scorsese o yendo de vacaciones a Tailandia.
A Manuel se las trae al pairo Sabina, Scorsese y visitar Tailandia, pero también tiene sus necesidades básicas. Se gastó los 40€ del ala en diez minutos. Lo dijo él, con la mayor naturalidad del mundo, no es un juicio de valor. Varios bocatas, zumos, batidos… No quise seguir preguntando, porque daba un poco de mal rollo y ya estaba la cosa cristalina, pero seguro que en tabaco y en birras caería una parte nada desdeñable de la aportación económica a la solidaridad de Cáritas Parroquial.
Me lo dijo al miércoles siguiente del desembolso, que llevaba ya una semana más o menos sin tener para comer y me soltó sobre la marcha la ristra de vituallas que había tenido a bien comprar.
«No tengo ni leche», se lamentó en algún momento intermedio de la conversación.
40€, naturalmente, no dan para mucho, le contesté, pero para una persona sola dan para bastante durante una semana cuanto menos. Que si un batido cuesta el triple que un brik de leche y un zumito el doble, que si el pan y el chopped por separado suponen una inversión notablemente inferior que varios bocadillitos, y blablabla. Como era de esperar se lo tuve que explicar varias veces y, al final, no sé si llegó a entender que había sido una decisión suya en qué había empleado ese dinero, decisión la mar de respetable, pero que conllevaba a que ahora no tenía dinero y no podíamos volver a ayudarle.
«Entonces, ¿cuándo vengo otra vez?».
No sé cuando Manuel volverá de nuevo a la oficina porque, al fin y al cabo, cuenta con apoyo familiar en la zona y no se va a morir de hambre desde luego, aunque diga una vez y otra que lleva cuatro días sin comer; lo que sí que sé con seguridad es que no lo juzgo por el hecho en sí de gastarse el dinero en lo que le venga en gana, algo que los ricos hacemos cada dos por tres para pedir un préstamo para un coche nuevo, para una televisión, para unos muebles… y a nadie parece preocuparle mucho. Es lo que tiene el capitalismo y la sociedad de consumo: si te puedes subir al carro no eres un inmoral, sólo un poco inconsciente, pero si te quieres subir al carro y no puedes/te dejan tienes la escala de valores de una ameba.
Por eso seguramente tengo la matraca habitual con el asistencialismo, con lo buenos que somos los de arriba, con los pobres que no pueden… Lo malo no es en qué se gastan el dinero quienes tienen poco, sino que desde nuestra posición de privilegio pensemos que realmente no tienen ni un duro, quizá porque nos resulta más cómodo dar eso por sentado que asumir que los pobres, igual que los ricos, se lo gastan en cosas superfluas, innecesarias, como lo hacemos cualquiera de nosotros, y que es a eso a lo que les invitamos a convertirse con nuestra forma de vida y de comprensión de la sociedad desde todos los frentes.
Las únicas críticas que he oído respecto al abstruso reparto de bolsitas de comida es que sólo se dan paquetes de grano y pasta alimenticia, pero ¿con qué van a cocinar eso si no tienen para comprar ni algo de verdura? Un quilo de papas o de cebollas pueden costar alrededor de un euro, una lechuga o un quilo de zanahorias cincuenta céntimos, de tomates ochenta y algo… Eso sí, podría asegurar que el 95% de las familias que pasan por Cáritas tienen más de un móvil en casa con Whatsap y tarifa de datos, aparte de algunos yogures, batidos, latas de refrescos…. E insisto, no juzguemos lo que tienen, me parece perfecto que sean libres para tomar sus propias decisiones en la economía doméstica y que no nos hagan ni puñetero caso (como no me lo hacen a mí mis amigos cuando les digo que mucho mejor un alquiler que una hipoteca), pero no digamos que no tiene dinero, porque diciendo eso puede que nos sintamos los salvadores del mundo, pero obviaremos la raíz del problema: el modelo capitalista, que hace prácticamente imposible modificar nuestros patrones de consumo y de selección de necesidades, algo inapreciable cuando te sobra el dinero, pero terrible cuando se vive con lo justo.
Los pobres y los ricos somos iguales. Lo único que nos distingue es el bolsillo; que es lo que, incomprensiblemente, parece dividirnos en personas sensatas o irresponsables.
Es verdad, y me da pena, porque, al fin y al cabo, a las personas ricas (porque somos de las personas ricas, lo puedo asegurar por poco que tengamos) nos juzga poca gente porque se da por hecho que el capitalismo es el summum, pero a quien no puede entrar en este modelo se le machaca a mansalva (en su sentido real).
Jodía la cosa.