“Señor, nuestro mundo gime, cargado de heridas.
Duele la guerra provocada entre países pobres.
Duele el hambre, la injusticia, la incultura…
Duelen los inmigrantes, refugiados, parados y excluidos…
todos los que tienen sus derechos pisoteados
y no cuentan en esta loca historia nuestra”.
Alrededor de una alargada mesa de madera, sentados cómoda e impávidamente en unas sillas de plástico, con el folleto de la celebración en la mano y escuchando -u oyendo al menos- la oración. Así estábamos, más frescos y saludables que el plato de alubias blancas con maíz y cebolla que frente a cada uno de los comensales debería de servir de única cena en aquella noche de, en repetidas ocasiones, puntual solidaridad con quien suele irse a diario al catre con un tesito o una mano delante y otra atrás.
No suelo ir yo al médico. Igual que la mayor parte de la peña que conozco. A menos que la cosa no mejore por sus propios medios -o con algún que otro remedio natural en mi caso- prefiero aguantar las molestias, su incomodidad, antes que llevar a efecto el esfuerzo ínclito de pedir cita, perder el tiempo y luego tomarme lo que me digan sólo hasta que crea que ya ha hecho efecto, por más que digan eso de que los antibióticos hay que tomarlos en la dosis y el tiempo convenidos. Algún que otro hipocondríaco conozco, no voy a negarlo, de esos sufridores que creen tener cada una de las enfermedades existentes en el planeta y en el resto de galaxias, que a todos nos hacen mártires pues con un simple escozor acuden el especialista que se las pelan no vaya a ser el comienzo de una enfermedad venérea.
Pero lo normal -si se me permite la boutade de emplear tan abstruso término- es esperar. Porque no duele y, como no duele, sólo supone incomodidad y molestia, no se hace necesario liarla parda ni buscar soluciones.
No nos duele la guerra, eso creo yo al menos. Ni el hambre, ni la injusticia, ni la incultura. No nos duelen los inmigrantes, los refugiados, los parados o los excluidos. Su realidad nos molesta, nos resulta incómoda, incluso puede que nos joda, pero no nos duele, por eso no se hace necesario liarla parda ni buscar soluciones, porque podemos vivir perfectamente con esa molestia, como cuando nos descubrimos un granito de pus en el maxilar por un pelo que se niega a salir pero sabemos a ciencia cierta que se va a curar solo, que no es tan grave como para que tenga que preocuparme y, al fin y al cabo, en cuatro días ya ni me acordaré de aquel granito infectado que tanto por culo me daba. Si me preocupara, si me doliera iría al médico, buscaría alternativas, no pensaría que se iba a quitar solo, apagando el mando de la tele o yendo una vez o dos al año a una cena de solidaridad o a contadas manifestaciones.
Si nos doliera la guerra haríamos objeción fiscal a los gastos militares. Si lo hiciera el hambre no viviríamos justificando nuestros excesos; si nos doliera la injusticia o la incultura militaríamos en colectivos que promueven y luchan por una sociedad y un mundo distintos, y no votaríamos a partidos políticos que recortan derechos sociales básicos. Si nos dolieran los inmigrantes, los refugiados no temeríamos abrir nuestras fronteras, las de nuestra casa, las de nuestro propio corazón, por miedo a perder algo que ni siquiera sabemos cómo hemos ganado o si lo merecemos. Si nos dolieran los parados renunciaríamos a las horas extra, a comprar productos que son fruto de la deslocalización de empresas, lucharíamos por la reducción de jornada aunque ello suponga ganar algo menos. Si nos doliera.
Si nos dolieran los pobres la liaríamos parda, no les untaríamos yodo.
La enfermedad es estar insensibilizado del dolor ajeno, a nivel general, del que tiene menos porque es mejor no tener que replantearse la propia existencia, del que tiene más porque al menos tiene más, y del que está igual porque yo también tengo lo mío. Lo que sucede es que del que tiene menos parece que da más rollo pasar y hay que justificarse.
Lo peor es creer que somos sensibles. Ante eso es muy difícil emprender un cambio.
estamos insensibilizandonos ante el dolor del que está peor que nosotros y ello es una grave enfermedad de este siglo xix
Incluso lo que acontece ante nuestros ojos, hermano salakov. por desgracia. Porque no hay nada tan reconfortante como cerrar los ojos. ¡Y es tan sencillo!
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Bravo, Pove. ¡Buenísimo! La frase final es un colofón perfecto, además.
Nos la bufa en general todo lo que no acontezca ante nuestros ojos, ese es el hecho. Como cantaban Los Toreros Muertos: «Por favor no te mueras… ¡en mi portal!».
Asco.