Ambrogio Lorenzetti: Escena de abusos («Alegoría del buen y del mal gobierno»).
Rondaba sin duda los ochenta años. Sonreía como si le fuera la vida en ello y de su mano izquierda sobresalía el consabido cartelito con un folio de color grapado sobre madera contrachapada en cada una de las caras. No recuerdo los pasquines dispuestos en ellos y a la vista de todos, sobre todo de los curiosos que los leían con detallada determinación, ni si tenían la intención de censurar al gobierno en general, a alguno de sus miembros en concreto o se dirigían -lo más probable- a algunas de sus políticas hitlerianas. De lo que sí me acuerdo con meridiana claridad es que no tenía gorrita de pana, ni un pañuelo palestino al cuello, ni lanzaba consignas injuriosas… ni quemaba contenedores, por supuesto. Vestía y actuaba de manera tan corriente y natural paseando al lado de su esposa y dando la mano libre a alguno de sus nietos que bien podría decirse que estaba guardando cola en el cine en lugar de vindicando lo que pensaba que le había sido robado.
Me lo quedé mirando casi con descaro y a la mente me vinieron imágenes, de manera espontánea como en una historia que otros te cuentan. Pasó por su vida una guerra civil en la que, con alta probabilidad, pereció alguno de sus familiares importando poco el bando que le tocara defender; una guerra mundial en mitad de la crudeza desastrosa de la posguerra que seguramente le obligara a comer mondaduras de patata, una dictadura de exiliados, ausencia de derechos y más fusilamientos, como si no hubiesen bastado los de años atrás; una extraña transición de extraño desapercibimiento; un golpe de estado de imprevisibles consecuencias y agarrotamiento civil tras sufrires anteriores; la crisis de los noventa, y que ya olvidamos; la guerra, o invasión más bien, de Irak (y van tres)… Todo ello renunciando a hacer referencia a las propias angustias y desasosiegos personales en mitad de toda tragedia externa que no ha sido autoelegida. Y ahí está el colega, con casi ochenta años y sin perder la esperanza en un cambio global, luchando por lo que considera justo para él, para sus hijos, para sus allegados, para la sociedad en general…
A este tipo corriente, de pelo escaso, jersey de pico y camisa a cuadros un
Iluminati,
portavoz del Gobierno de Madrid como si este cargo hubiera de estar a disposición judicial, lo ha llamado sin reservas miembro de la extrema izquierda. Podríamos decir, también sin reservas, que dicha idea supera con creces cualquier concepción del término estúpido contenido en la RAE, pero lo más grave es que demuestra ser un irresponsable moral. Habremos de pensar entonces que este buen señor buscador de derechos, con todas sus virtudes y defectos es indudablemente más dañino para la sociedad (y de ahí las retenciones a la entrada de Madrid, las cargas policiales para desalojar Sol) que los
tres miembros de la extrema derecha, pertenecientes a grupos neonazis y que justo la semana pasada fueron puestos en libertad en la misma capital a pesar de haber suplantado a la policía y ser detenidos cuando tenían en su poder dos revólveres, dos escopetas, munición y hasta chalecos antibalas. Lo definió a la perfección Sartre: “el infierno son los otros”, los que piensan como yo no suponen peligro alguno.
A saber, el modelo político en el que se basan quienes ostentan el poder procede del medioevo y es característico del feudalismo. En breve se instaurará el Ius primae noctis. Al loro con los registros civiles. Sé que puede resultar algo excesivo, sino sarcástico al menos, mi resolución, pero de igual modo que existen quienes juzgan con dureza a aquellos países, árabes para más saber, que viven sin juicio ni lógica, estancados en el costumbrismo primitivo por no haber pasado por la Ilustración se me hace necesario rememorar una de los fundamentos básicos que apuntó su padre Voltaire: “no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”.
Por mi parte, admiro al anciano ese de extrema izquierda, que mantiene su firmeza de protestar, de quejarse, de patalear hasta el éxtasis aunque lo insulten aquellos señores feudales que ostentan la misma autoridad moral que un Playmobil. Y si él, con todas las indignidades que ha sufrido tiene esperanza, ¿qué derecho tengo yo a perderla?
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Te secundo punto por punto.
Pues no, no tenemos derecho a perder la esperanza. Todavia queda gente. Mucha.
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