Mala salud

The Old Man and the Sea by onez82

The Old Man and the Sea by onez82

     Sentado en la terraza del bar Las Delicias me hallaba, rompiendo una de mis sagradas opciones vitales contra el consumismo pertinaz en virtud de una onomástica y de un aniversario de boda. Sobre un terrizo tan pragmático como nada práctico martilleaba incómodo con lacónicos interrogantes e inusitadas propuestas al amable camarero que se acercaba a la mesa, libretita y bolígrafo en ristre, preguntando “¿qué van a tomar los señores?”. “¿El aderezo de este plato lleva huevo o leche?”; “¿podría traer las patatas solas y aparte el ketchup en lugar de salsa brava?”. En las mesas colocaron sendas bandejas adornadas de lonchas de tomate con el poco serio nombre de tomates al cachondeo y condimentadas con una salsa tipo alioli que aseguraban cumplía todos los requisitos previos y a mi lado sirvieron la vasta ración de fraudulentas patatas a la brava cuya desmesura consiguió casi de facto quitarme el apetito. Diversos platos de carne y pescado ajenos a mi paladar fueron completando las mesas mientras por mi parte intentaba acomodarme a tan común exceso sin lograrlo del todo.

     La enorme preocupación del personal de servicio del bar ante mis cuitas llegó incluso a parecerme anormal por muy aprehendida que tuvieran la premisa, como si se tratase de un juramento hipocrático, de que el cliente siempre lleva la razón aunque no la lleve. Cuando cortésmente dejaron sobre la mesa varias cartas de postres y me dio por pedir un sorbete de limón la extrañeza se transmutó en denodado objetivismo al escuchar las palabras inquietas que el camarero pronunció tras consultar en cocina: “usted no puede tomar ni huevo ni leche, ¿verdad? Me dicen que el sorbete puede estar contaminado”. Reprimí una estentórea carcajada que me subía como flujo por la garganta y comprendí la evidente confusión: el atento camarero y toda la cohorte de servicio habían dado por supuesto que era alérgico, para mi favor y poder ser sujeto de clemencia, y no vegetariano. 

     Fue en ese preciso instante de disfrute orgiástico e injustas sobras cuando se acercó el anciano. Lo más desalentador que pude pensar al observar su rostro contrito es que tenía el aspecto de una persona corriente. Ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni pobre ni burgués que definiría paradójicamente Chesterton. Cualquier abuelo podría ser. Encorvado sobre sí mismo, más necesitado que lleno de vergüenza y paradigma tal vez de la verdad enunciada por el viejo de Hemingway de que “un hombre puede ser destruido, pero no derrotado»*, cargaba un carro de la compra repleto presumiblemente de cabezas de ajos de las que sostenía una bolsita en su mano izquierda. “Por favor, quieren comprarme ajos”. Se me demudó el semblante, me mordisquee con los dientes el labio superior y, mientras el anciano arrostraba sus ajados pasos por cada una de aquellas mesas rebosantes de personas corrientes como él y tan quejumbrosas de la crisis, mi cabeza comenzó a balancearse monótonamente como la de aquellos perritos que se colocaban sobre la bandeja del maletero del auto. “¿Cómo es posible esto?”. Mi pregunta era retórica, sin más expectativas que mi propia conciencia, pero la respuesta lacónica de Feli, que se hallaba sentada frente a mí engullendo una copa de helado de indeterminado sabor, me dejó más frío que el postre que aferraba entre sus dedos morenos: “a ver, pues sus hijos estarán todos en el paro y aquí está intentando sacar la casa adelante”. Punto. Será la fuerza de la costumbre.

     El anciano tendría al menos setenta años.

     “No es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”, decía el sabio hindú Jiddu Krishnamurti. Cuando nos resulta de idéntica plausibilidad y rutina tanto el rebosar de comida como un vagabundeo famélico; cuando más atención merece un vegetariano voluntario reconvertido sin propio deseo en alérgico que un anciano colmado de escaseces; cuando a pesar del bochorno que evapora la esperanza insistimos en abstraernos contemplando el goteo transitorio de una clepsidra es que destrozamos la brújula que indicaba el norte… Es que estamos muy enfermos.


     * “El viejo y el mar”, Ernest Hemingway, 1952

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Mala salud por Rafa Poverello se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

6 comentarios en “Mala salud

  1. Cierto es lo de las desgracias ajenas, por eso la solución estriba en considerarlas nuestras. Mi primera entrada de blog recordaba el poema de Doone y que hiciera famoso Hemingway al inicio de «Por quien doblan las campanas»: la muerte de cada ser humano me empequeñece a mí mismo porque formo parte de la humanidad, por eso cuando escuches doblar las campanas no preguntes por quién doblan, las campanas doblan por ti.»Lo del camarero es de chiste, y no he querido regodearme en describir su consecutivas caras de circunstancias y sentido pesar según avanzaba el menú. En verdad eran muy muy amables, y es de agradecer, a pesar del error.Besos omnívoros.

  2. Joder, Rafa! Eres único para fastidiarle una celebración alguien…Y lo malo es que debo darte la razón. Mil veces he vivido situaciones como la que describes, logrando quien se me cruzara en el camino una avergonzada ayuda unas veces y una avergonzada negativa otras.Pero es que resulta tan difícil convivir con la desgracia ajena todos los días! En cuanto a lo del camarero, más parece de chiste. Con los que yo me cruzo suelen ser tan despegados con las necesidades del cliente que entran ganas de pedir la carta de reclamación por poco profesionales; no nos quejemos cuando nos atosigan para satisfacernos, aunque éste fuera pelín cursi. Besos vegetarianos.

  3. Yutang tiene toda la razón con lo de las insignificancias. El tema está en las dos visiones contrapuestas: tratarlas como tales y renunciar a su aprecio o valorarlas como el grado supremo que convierte la vida en algo excelso. Y a un enfermo le cuesta salir de su propio cinismo. No obstante no pierdo la esperanza en las curas, yo consigo mejorar casi a diario.Besotes también.

  4. «La vida está compuesta de insignificancias; el año de instantes y las montañas de granos de arena. Por lo tanto no subestimes nada, por pequeño que te parezca.» Lin YutangCreo que la grandeza del hombre está ahí, en descubrir que puede ser dios siendo compasivo y hermano en los pequeños actos cotidianos.GRACIAS, Besotes.

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