Hace calor en la pequeña cocina office del bar de tapas. Primavera y media tarde en Córdoba es sinónimo de bochorno por muy condescendientes que se muestren ese día las isobaras a nivel termostático en la pantalla de cualquier televisor al final del noticiero. A horas tan poco halagüeñas para el consumo callejero Mar es la única empleada dentro del establecimiento; desde la salita en la que está intentando, con un cuchillo jamonero, sacar el máximo provecho posible al hueso ensartado en su soporte y que parece haber sido devorado a conciencia por un banco de pirañas, escucha hablar con tono soporífero a una pareja que medio adormilada y haciéndose arrumacos se toma las primeras cervezas de la tarde sobre las banquetas apostadas a la vera del mostrador. Mar, con los bordes de los párpados superiores que parecieran cosidos a retazos a la comisura de los ojos, muestra más cansancio que sueño. Cubre su mano izquierda con un guante de malla mientras con la diestra intenta apurar y sacar tacos de jamón de una zona cercana al codo.
En una de sus tozudas embestidas contra la paletilla el cuchillo se escurre y no halla hueso; Mar lo devuelve maquinalmente a la postura inicial para continuar su tarea y un géiser escarlata explota hasta la altura de sus ojos moteando con abstractas amapolas la mesa, los útiles de cocina y parte de la pared. La chica pide ayuda mientras arranca nerviosamente tiras de papel de cocina, se coloca las trazas de manera poco ortodoxa alrededor de la zona del antebrazo -a unos tres dedos de la articulación- por la que emana la sangre como del cráter de un volcán y tapona una incisión que aún es incapaz de localizar. La pareja ha dejado las carantoñas tras ser despejado su sueño en virtud de un bofetón inesperado y se acerca a socorrer a Mar, quien con rostro blanquecino y tiritando de pánico parece tener en mente varias preocupaciones y estar estableciendo un erróneo orden de prioridades.
Aunque puede ser conveniente explicar determinados detalles en beneficio del lector curioso es preciso afirmar que lo de menos es que en un microsegundo de lucidez decidieran llamar a la policía para que vigilaran el local mientras aparecía la compañera de Mar que entraba de turno en breve, o que el miembro supuestamente más asentado en el combate de la pareja que la acompañó a urgencias casi sufriera una lipotimia observando el dantesco maremágnum que lo rodeaba mientras el sexo “débil” mantenía juiciosamente la compostura. Lo de menos ha de ser incluso que el corte del cuchillo, profundo y seco en el músculo supinador, precisara de cuatro puntos externos de sutura y otros tantos internos, o que el doctor que la intervino comentara con la locuacidad de la costumbre que si Mar se hubiera esforzado tan sólo un cuarto de dina más a la hora de taladrar el jamón se hubiera seccionado la arteria radial quedándose en el sitio.
Lo de más y meridianamente importante es lo que debiera ser menos evidente; que con el antebrazo hinchado desde la articulación hasta los dedos comenzando ya a amoratarse y salteado con varios bultos producidos por coágulos de sangre la vi a las horas, esa misma noche, temblando y ausente aún de reacción como un ser vuelto a la vida pero que desconoce a ciencia cierta que así ha sido; y que la llamó su jefe, cubierto muy probablemente en un halo de cinismo y preocupación utilitarista, pues a los dos días ya había colocado a Mar en el cuadrante del próximo fin de semana: viernes tarde, sábado de turno partido y domingo de mañana.
Ante tamaña demostración de humanidad no pude menos que recordar aquella famosa escena del filme de Spielberg “La lista de Schindler”. Itzhak Stern (Ben Kingsley), el contable judío, acaba de ser detenido y apilado como carne sin valor dentro de un tren para ser deportado de inmediato a uno de los campos de exterminio que el régimen nacional-socialista tenía diseminados por Alemania, Austria, Polonia… Oskar Schindler (Liam Nesson) lo busca compulsivamente posando su mirada inquieta en cada uno de los vagones de la máquina. Perdidas las esperanzas y a punto de batirse en retirada, por la rejilla de uno de los contenedores asoma la cabeza hacinada de Stern, sudoroso, con los ojos abiertos y muerto de miedo. Una vez liberado de una muerte más que probable ambos caminan acelerados por el anden de la estación; el contable tan sólo abre la boca para darle las gracias a su jefe mientras se seca el sudor de la frente. Oskar se muestra enfadado, tenso y confuso: “Y si hubiese llegado cinco minutos tarde, ¿qué habría sido de mí?”, le espeta con un egoísmo del que es incapaz de hacerse consciente.
“Arbeit macht frei”, rezaba sobre las puertas enrejadas de muchos de los llamados eufemísticamente campos de concentración nazis: “El trabajo os hace libres”. Libertad para morir, ochenta y siete muertes en los dos primeros meses del año en curso. Dos centímetros evitaron un aumento en la estadística. Cualquier degenerado acabará consiguiendo que aumente, en sus modernos campos de exterminio, y con el beneplácito del Führer.