– ¡Ajos, señora! ¡Ajos de Montalbán a un euro la bolsita! ¿No quiere una?
La señora ha pasado de largo, quisquillosa y con una mirada esquiva de autosuficiencia. Antonio sonríe mientras escucha difuminarse como en un tic-tac el trajín marchito de los tacones. El fondo de su sonrisa es limpio y feo; donde no hay huecos oscuros, muestran sus encías unos dientes picados y destruidos tras años de consumo de heroína. Está delgado, de una forma casi enfermiza, tiene el pelo alborotado en bucles y en la mano sujeta varias bolsitas transparentes con seis o siete cabezas rojas de ajos cada una.
En un principio me cuesta reconocerlo desde lejos, a pesar de la seguridad manifiesta de que se trata de Antonio. Me lo acaba de corroborar su madre que, con cara de hastío y desilusión y apostada a las puertas de otra de las entradas del supermercado, amarra su esperanza a otras tantas bolsitas de ajos. Fuerzo un poco la vista e intuyo que la persona en cuestión también me observa, con una mirada gastada, cambia el gesto y en cuanto me tiene delante me cruje las entrañas con un abrazo sincero y mantenido. Cuando me aparta apenas dos metros, gira la cabeza, como apoyándola sobre el hombro en una postura forzada, y se ríe con agradable espontaneidad. Sus ojos miran desde lo subterráneo del mundo.
– Me dijo mi madre que te había visto el otro día. Ella se pasa por aquí toda la mañana intentando vender ajos. Mi mujer o yo venimos cuando podemos.
– ¿Cómo os va? Estás flaco, pero se te ve estable a pesar de los pesares. ¿Sigues sin consumir?
– Ya ves, de lo más feliz que me siento es de eso -la sonrisa limpia y fea se muestra en todo su esplendor, henchida de satisfacción y convencimiento de que el resto importa un bledo-. Con lo mal que lo he pasado y se lo he hecho pasar a mi familia. ¡Quita, quita! Ni se me pasa por la cabeza.
– ¿Y cómo vais tirando? Porque supongo que seguís viviendo todos en casa de tu madre, ¿no?
– Sí, intenté irme fuera a currar, estuve unos meses, pero al final nada, tuve que regresar. Mi madre cobraba una ayuda, pero se le terminó el mes pasado y ahora vivimos de lo que vamos sacando de los ajos. Quince, veinte euros al día si no llueve… o que no nos los quite la policía. Y como somos pocos en casa encima mi Rocío se ha quedado embarazada otra vez. El tercero. Lo miro con ojos de plato, en una mueca de disgusto y con una dolorosa sensación de impotencia.
– Pero Antonio…
– ¡Si nosotros no queríamos! Mi mujer estaba en tratamiento para la depresión porque lleva fatal la situación que estamos pasando; yo la veía engordar y con problemas con la regla así que estuvimos varias veces en el médico, pero nos decía que era normal y efecto del tratamiento. ¡Hasta cuatro veces fuimos y no le querían hacer pruebas! Ya me enfadé y un día, levantándole el vestido a la Rocío, le dije al médico “¡no me joda usted con que esto es normal!”. Parece ser que se asustó y ¡embarazada de cuatro meses!
Antonio modula el tono de repente, sin querer, con una ternura infinita y casi ilógica, la del pobre acostumbrado a tomar decisiones vitales en un microsegundo y obligado a sobrevivir a ellas por encima de toda aspereza.
– Si llega a estar de menos nos hubiéramos planteado no tenerlo, que Dios me perdone, pero ahora, con cuatro meses, que se ve en la ecografía con sus manitas, el corazón latiendo…
La parca naturalidad de su discurso me emociona, desde las entrañas. “¿Que Dios me perdone?” Mi fuero interno insulta entonces de manera preliminar a ciertos estudiosos de religiones socialmente caducas quienes, como necios mocosos consentidos, rellenan panfletos cargados de prejuicios y de moralina absurda y osan ejecutar penas de excomunión sobre situaciones que no van a experimentar en su vida. La conciencia está por encima de cualquier norma de obligado cumplimiento, Antonio lo sabe, con la verdad que otorga la experiencia, y si hace un mes hubieran decidido abortar ¿quién se arrogaría la dignidad suficiente para señalarles con el dedo?
– Dios tiene otras preocupaciones más gordas, fijo -le suelto con un convencimiento sin duda digno también de excomunión-. ¿Y por qué no habéis puesto medios, leches?
Antonio retuerce la cara, se convierte en un aspaviento andante y sus gestos parecen una oda a la desesperación.
– Si Rocío tomaba pastillas, pero parece ser que el tratamiento para la depresión ha contrarrestado los efectos de los anticonceptivos.
Mi rostro desencajado y mi mandíbula inferior descolgada en un espasmo de natural solidaridad se funden con los versos de la oda desesperada de Antonio, quien se encoge de hombros con cara de ignorancia supina.
– Sí, vaya, es increíble, nosotros tampoco nos lo podíamos creer. Ni nos preguntaron, ni nos informaron, ni nada de nada.
Estuvimos charlando un buen rato mientras Antonio perdía tal vez ventas que no le importaron. Se mantiene limpio de sustancias después de más de tres años y en situación de extrema necesidad. No arroja la toalla, no se siente noqueado por la vida y al otro lado, reflejado en sus pupilas, me encojo y me reconozco como un ser estúpidamente débil, que se queja y sufre por nimiedades inconsistentes. Soy tan lerdo que me cuesta aprender y Antonio debe de ser testigo de esta necesidad, porque sin pretenderlo, me va regalando motivos para transformar mi mente y sonrojarme ante mi ridículo ejercicio de generosidad:
– Mañana por la mañana estoy en la oficina de Cáritas, ¿por qué no os pasáis tú o tu madre a ver cómo os podemos ayudar?
– ¿A Cáritas? Si es que sabemos cómo lo está pasando la gente del barrio y seguro que hay familias que están peor que nosotros…
Ya te digo. Con dos cojones. A recibir la vida a puerta gayola. Como si no fuera jodido mirarla incluso desde el tendido.
– No digas tonterías, ¡peor que vosotros! -le espeto con la conciencia rota y casi lágrimas en los ojos-. Id mañana, venga, y dame una bolsa de ajos, anda. ¿Cuánto era? ¿Un euro?
Antonio me pone una de las bolsitas en la mano y sonríe de nuevo, con ese mohín limpio y feo de dientes podridos. Menea la cabeza de un lado a otro, como haciéndome ver que no sé exactamente lo que hago cuando meto mano al monedero.
No hubo forma humana de pagarle el euro. “Pues no me habéis ayudado ya bastante”, repetía hasta le extenuación.
La generosidad no se construye, es un don y aunque Antonio no sea consciente de ello, en realidad yo no le he ayudado una mierda en comparación con lo que él ha logrado hacer conmigo y mi ineptitud en apenas media hora de conversación. “Todo lo que no se da, se pierde”, reza el proverbio hindú. Antonio nunca ha perdido nada. En su vida.