Decía Gandhi que «mientras existamos físicamente, no es posible ser perfectamente noviolento, ya que el cuerpo por sí solo está obligado a ocupar un mínimo de espacio. Mientras no seamos puros espíritus, la noviolencia perfecta es tan teórica como la línea recta de Euclides. Pero no cabe más remedio que acomodarse a estas contingencias». Más allá de la insultante realidad de que, como seres humanos, no podemos ser perfectos (aunque solo fuera porque no habría quien nos soportara), la afirmación del profeta de la noviolencia puede suscribirse a cualquier opción de vida y, cuanto más radical e inmaculada decida mostrarse, más se reflejarán, posiblemente, las vergüenzas de su imperfección: negarse a la explotación de otras personas, de animales no humanos, elegir la austeridad como modelo de vida… La pureza no existe, y exigir que así sea dando por hecho que el resto de mortales son éticamente inferiores en virtud de determinadas decisiones personales supone un acto de estupidez aun mayor que su propio egocentrismo.
De vez en cuando, leo algunos blogs veganos. Lo hago sobre todo por ir haciéndome más consciente de aquellos aspectos de mi alimentación que debería mejorar para evitar el abuso hacia otros seres sintientes. En ocasiones, rácanas diría, lo consigo, y encuentro algo de luz, pero la mayor parte de las veces abandono la web con la desagradable sensación de que algunas de las personas que escriben los artículos lo hacen desde un plano de tal superioridad moral, dando tal cúmulo de lecciones a las personas incautas que lo mismo creen ser veganas a pesar de tener en casa un perro procedente de un contenedor o de no considerar a tu vecina como asesina nata por comer alguna pechuga de pollo una vez por semana. Es curioso que el umbral de tolerancia a lo que debe considerarse un auténtico vegano suele ser directamente proporcional al poco tiempo que lleven optando por esa opción y actitud vital.
«Dime de qué presumes y te diré de qué careces», constataba el refrán popular. Yo no sé si esas personas tan puras y excelsas hasta decir basta, toman aceite de palma en los productos veganos que consumen, ya que su consumo hace que hayan sido sacados de su hábitat y muerto miles de orangutanes. Tampoco sé a ciencia cierta si dichas personas cultivan su propio huerto o, al menos, hacen seguimiento exhaustivo de las verduras que consumen; lo digo porque el método de recolección hace que muchos pequeños roedores o insectos sean sacrificados. Eso sin contar con que, la mayor parte del abono empleado en agricultura, sea o no extensiva, intensiva u orgánica, usa el estiércol de la ganadería. Eso sin contar, por supuesto, con las enfermedades víricas o bacterianas, al suponer que tampoco tomarán antibióticos, pues para una persona que ama a al resto de seres, nos da igual que sea un elefante o una ameba, pues todo organismo individual merece el respeto por el mero hecho de serlo, más allá de su tamaño microscópico. Y deseo cordialmente, que nunca se encuentren en la coyuntura en la que yo me vi: con decenas de cucarachas americanas en el piso durante la época de calor, porque es de rigor que esas personas amantes del veganismo abandonarán el edificio o convivirán empáticamente con tan simpáticos insectos.
Ya, seguro que se me está acusando de entrar en casuística, pero es que resulta que solo los seres perfectos, puros, excelsos e inmaculados creen que ellos no entran en casuística, únicamente lo hacen los demás, porque está claro qué significa el mascotismo o el término explotación animal, y quien no lo sepa en mis propios términos es por la disonancia cognitiva del carajo. Y resulta cristalino que son peores y mucho más graves las «licencias» que se toma el resto de la humanidad porque viven en la inconsciencia, que las propias. Entonces, el límite de pureza vegana, de cualquier pureza… ¿lo pones tú?